La brevedad de los días

La brevedad de los días XVIII ~ Semprún

Para mi amiga Silvia Fukuoka

Jueves 26, marzo, 2020. Jorge Semprún. Semprún cumplió también, junto con Manuel Vázquez Montalbán, una función verdaderamente decisiva en mi formación intelectual durante mis pasos por Madrid. Esto lo he dicho ya.

También he dicho que el acomodo general y definitivo de esa formación solamente tuvo lugar cuando llegué a Gustavo Bueno, que es cuando todo encontró su decantación fundamental y su forma más acabada en cuanto a cimentación y estructura. Con Bueno llegué a la filosofía como plano fundamental donde se dibujan las figuras de la conciencia y el entendimiento, y desde el que se columbra la realidad en un segundo grado de aproximación para poder ver literalmente lo que no todos pueden ver al no ser capaces de traspasar el plano de los fenómenos, o el de las circunscripciones categoriales de la especialización. No creo exagerar si digo que no hay día que no me sea dado comprobar esta certeza de genuina estirpe platónica.

Es obvio entonces que frente a Bueno, Semprún y Vázquez Montalbán son figuras que se desdibujan de algún modo, pues la altura de Bueno los rebasa al ser la suya la impronta de una figura que está en la historia universal de la filosofía, al lado de Espinosa, Hegel o Santo Tomás. El desfase de escalas es entonces evidente. Yo lo supe siempre y también lo he dicho ya.

Pero no estoy yo tampoco para negar mis referencias, y reconocer cuándo y en qué punto alguien ejerció una influencia troqueladora de mi pasión política. Regis Debray, por ejemplo, es uno de ellos, y también hablaré sobre él en su momento.

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Tengo muy claro el día que supe de Jorge Semprún. Tan claro que incluso podría decir que lo estoy viendo. Fue en la cafetería de la Universidad de Warwick, un día de 2001 que no sé si era de enero, o de después de las vacaciones de Semana Santa. Pero lo que no olvido es que fue mi querida amiga Silvia Fukuoka, compañera de maestría, la que me dijo apasionada que estaba leyendo a Jorge Semprún, y que particularmente me recomendaba Viviré con su nombre, morirá con el mío. Recuerdo que era un período de regreso de vacaciones, porque ella volvía de un viaje a España de donde se trajo el libro de Semprún en cuestión. Yo no sabía nada de él hasta ese momento. Pero tomé nota de su nombre.

Recuerdo que Silvia me impresionaba siempre con sus correos, en los que mostraba un pulso narrativo y literario formidable que disfrutaba mucho cuando la leía. Siempre se lo dije y espero que haya dado cauce a esa vena de escritora que definitivamente tiene.

Inglaterra, y Warwick más concretamente, fue el preámbulo de todo. Luego vino Madrid y el Ateneo, en donde todo cobró densidad y consistencia. Lo que fueron detonaciones teóricas de gran intensidad y fulgor, se convirtieron en fuentes desbordantes de pasión intelectual, política y filosófica. En el Ateneo leía a Gramsci, Gustavo Bueno y George Lukács, al tiempo de irme terminando, como fondo de vida fundamental, el Ulises criollo de Vasconcelos que casi se caía a pedazos al tratarse del ejemplar original que mi abuelo, Luis Robledo, me dio y que me llevé conmigo para ese periplo de formación europea del que regresaría cambiado para siempre.

Pero no leía nada de Semprún todavía. Al que leía ya de corrido, como digo, era Lukács, del que ya he escrito también aquí. Cuando me crucé con Conversaciones con Lukács de Abendroth, Heinz y Kofler, apareció nuevamente el nombre de Jorge Semprún. Y lo hizo ya para quedarse. Ahí estaba el nombre que Silvia me había recomendado con el rostro iluminado.

Concretamente, Lukács elogió El largo viaje, que era la única obra que hasta entonces, me parece, se había editado de Semprún: ‘Volveré a mencionar aquí un ejemplo actual –les dice Lukács a sus interlocutores–; me refiero a la novela de Jorge Semprún Le long voyage, que contiene muchas cosas muy importantes. Habla usted de la situación actual y de la literatura que la expone. Contemplando la literatura de los veinte últimos años, me parece un tanto vergonzoso que ese valiosísimo libro donde se hallan las últimas cartas de los antifascistas condenados a muerte –que se editó por los años cincuenta–, en el cual se da tal plétora de grandeza, valor y resistencia humanos, no haya dado impulsos a los escritores. El libro de Semprún es, en rigor, uno de los primeros en los que la literatura comienza a aproximarse al nivel humano de estas cartas, previamente llevado a la práctica en la vida.’ (Conversaciones con Lukacs, Alianza, Madrid, 1971, p. 92)

Creo que en ese mismo momento, al leer esas líneas de Lukács, fui al mostrador de la biblioteca del Ateneo, que es donde leía yo todo aquéllo, para solicitar al instante El largo viaje. Y entonces entró Jorge Semprún a la constelación dentro de la que me hube de formar a alta presión.

Me leí todo, o casi todo (creo que me falta solamente El desvanecimiento), de Jorge Semprún. Silvia tenía razón. Semprún es un autor que recogió con pasión y un lirismo ciertamente muy francés, además de que lo hizo con una prosa perfecta, densa, bella, refulgente, compleja, intelectual, filosófica y desde luego que petulante, las furias de ese tiempo europeo que discurre entre la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, y que encontró en la experiencia de los campos de concentración su más mortífero y catastrófico remate. Entonces veía yo a Semprún como una suerte de alter ego de Malraux, que a su vez quiso verse como el alter ego de T.E. Lawrence: los tres encarnaron el heroísmo implícito en la configuración de la vida como aventura de la historia, a la que solo se puede llegar a través del arte o la política. Esos son «los ecos de las arias» (después escribiré sobre esto) que yo encontré en los tres. Y me cautivaron para siempre.

Sabía que Semprún era de extracción más que burguesa, casi aristocrática. Pero sabía también que, si bien tuvo todos o casi todos los medios a su alcance, tuvo el talento para usarlos como pocos. Y ahí está su valor, que nadie le puede escatimar.

También arriesgó, más que el pellejo, la vida, cosa que no es lo mismo. El pellejo (el cuerpo) se puede ir en un punto concreto. Pero la vida se compromete cuando se asume una causa histórica que supone el abandono de la «vida civil» y la normalidad, y el troquelamiento de una ruta que supone el aislamiento, la clandestinidad, el combate permanente. Y eso es lo que hizo Federico Sánchez (es decir Jorge Semprún) con su vida al haber optado por el comunismo, el antifascismo y el Partido Comunista de España.

La compenetración que como lector logré tener con su narrativa me hacía seguir sus pasos en ese ambiente apasionado de la conspiración, la política y la revolución, que él mezclaba con el aristocratismo de las ideas, el arte, la literatura y el cine, como un Malraux de cuerpo entero ni más ni menos. Esto solo lo logran los grandes autores, creadores de las grandes obras, que son las que te cambian para siempre.

Seguía sus pasos con tal cercanía que incluso recuerdo cuando me tuve que detener, salir de la biblioteca del Ateneo y hacer una pausa cuando, en la Autobiografía de Federico Sánchez, leí cuando Semprún narró el momento en que cruzó la frontera entre Francia y España como su último viaje antes de dejar la clandestinidad, para darse cuenta entonces de que, al hacerlo, la aventura que hasta entonces había sido su vida, y la guerra, terminaban.

Gracias a mi amiga Silvia, encontré a uno de mis autores fundamentales. Primero tomando nota de su nombre cuando ella me habló de él, y luego leyéndolo todo sin poder parar en el intento de imaginar lo que puede ser una vida configurada según los moldes de esa forma concreta y única del heroísmo que él, como muchos otros más, pudieron encarnar en la tortuosa y apasionada historia del siglo XX, poniendo en práctica la divisa de Malraux que pareciera que Semprún tuvo siempre presente, según la cual ‘no siempre en la vida se tiene la suerte de combatir’. Cuando cruzó esa frontera con Francia para volver a España a la normalidad democrática que en pocos años vendría, esa «suerte» y esa «felicidad» terminarían, y él lo sabía muy bien, para siempre.

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[A la izquierda de Santiago Carrillo, en 1960, en la costa del Mar Negro]

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