Miércoles 15 de abril, 2020. Regis Debray. No sería consistente autobiográficamente si niego que él ha sido de las figuras que más peso tuvieron en mi temprana formación político-ideológica, antes, de hecho, de mi viaje a Europa (Inglaterra y España), que fue el período más denso y el de mayor intensidad y definición. Y es que fue también de su parte, además, el impulso fundamental y definitorio, forjador de certezas, que me decantó hacia la órbita de la izquierda política así dicho nomás, de manera genérica –sin entrar en detalles que en otros sitios he desarrollado–, pues es solo genérico y fenomenológico, intuitivo y hasta estético (en el sentido de que es apotético, a distancia) todo proceso inicial llamado a desembocar en una pasión concreta. Regis Debray es alguien verdaderamente grande para mí, escúchenlo bien.
Debo aclarar, a guisa de confesión eso sí, que mi formación en este terreno ha sido en su totalidad a través de los libros, del análisis de las ideas y de la pausada configuración de un perfil teorético que encontró su punto de cristalización más nítido y firme en el doble ámbito de la historia y la filosofía. Como también he dicho en otro lugar, no ha sido ni es ni será mi propósito engañar a nadie, ni inventarme liderazgos políticos o sociales falsos, fabricados ad hoc. Yo no provengo de una posición social golpeada o explotada, pero tampoco de una de muy altos y aristocráticos privilegios. Soy tan sólo alguien de una clase media mexicana de la ciudad de México que, gracias al esfuerzo de mi padre (ingeniero mecánico de la UNAM originario modestamente de Tuxpan Veracruz, e hijo de funcionario de gobierno de aquéllas épocas y que gracias a una beca pudo irse a estudiar alemán a Nurenberg, para entrar luego al volver como ingeniero a Siemens y cambiar, al hacerlo, el rumbo de su vida y el de su familia), pude tener acceso a la educación dentro y fuera de mi país. Soy alguien, entonces, cuya pasión y posición política está hecha a base de lectura y estudio, no a base de «los golpes de la vida», y que luego habría de cuajar en el terreno de la práctica y la participación política efectiva (el fenómeno histórico del lopezobradorismo resume esta faceta a muy alta presión, y en esto estoy también en deuda eterna con mi padre, porque ha sido él el punto de referencia a partir del cual pude yo entonces definir lo que es para mí la idea de responsabilidad política y patriótica), y en el correspondiente acumulado de más de quince mil libros desde aquél viaje hacia Inglaterra –del que se cumplirán ahora, precisamente, veinte años– hasta el día de hoy.
Regis Debray cumplió entonces una función verdaderamente crucial y apasionada –sobre todo apasionada– en este trayecto. Fue algo así como el último empujón de una fase preambular a mi salida del país para dedicarme a estudiar. Tenía entonces veinticinco años. Al volver de todo aquéllo, tres o cuatro años después, una amiga me definió como un joven antiguo. Ahí estaba ya la marca de la historia, la filosofía, el marxismo y, sobre todo, la marca de Gustavo Bueno como piezas de troquel.
Yo era ingeniero en sistemas en una empresa multinacional. Llevaba más o menos dos años cuando me fui. Me fui de la empresa y me fui del país a estudiar, habiendo participado previamente –y ahí estuvo la detonación explosiva y fundamental– en el proceso político de 2000, en el Partido de Centro Democrático de Manuel Camacho. Recuerdo que durante mis años de ingeniero profesional en aquélla empresa cuyas oficinas estaban al norte y en las afueras de la ciudad, en Tultitlán, yo solía escaparme, bajo el pretexto de solventar trámites de titulación, a la Cámara de Diputados, a quitarle el tiempo con mi optimismo de la voluntad a un amigo que ahí trabajaba, y que me había presentado, a su vez, mi mejor amigo. Era la brújula invisible pero nítida como roca de la política como trama de la historia, que silenciosa pero persistentemente me atraía como vórtice dantesco, o yo no sé si quijotesco.
Ahí estaba uno de los resquicios donde yo podía respirar a pulmón pleno. Otro de ellos era el de las noches de algún miércoles o de algún jueves –pero siempre entre semana–, en que saliendo del trabajo de ingeniero me escapaba en la noche solitaria a El Hijo del Cuervo de Coyoacán –aún me tocó una época de cierta épica montparnassiana versión mexicana de aquél lugar–, a tomar cerveza con un libro bajo el brazo y un habano que todavía podía fumarme –¿se dan cuenta?– en el interior de un recinto como ese, cosa que hoy es algo impensable y materia de reminiscencias ciertamente nostálgicas. Todas esas veces que yo me iba por ahí a leer, a fumar habano y a tomar cerveza las hice siempre en solitario.
También solía ir a respirar en el sentido dicho, y con frecuencia cada vez más continua, prefigurando lo que es quizá mi vicio más intenso: los libros, a la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Ahí solía ir también a leer a la cafetería del piso de arriba (que ya no existe tal como era entonces, ¿se dan cuenta?), donde el humo de cigarro y el olor intenso a café se mezclaba con el ruido de las piezas de dominó de los fantásticos e inolvidables jugadores que tenían siempre por las noches colmado ese lugar, con el rumor de voces desconectadas las unas de las otras provenientes de las mil y un conversaciones de todo tipo que ahí, también, tenían lugar, configuradoras de un ambiente que creo yo será ya imposible que se repita en esta ciudad, pero que con fortuna me tocó todavía vivir y que ahora recuerdo con un cariño profundo y una nostalgia estremecedora.
De todas aquéllas gestas simples aunque apasionadas, y poco a poco rutinarias aunque cargadas de tanto sentido y potencia espinosiana (por cuanto a la cadena causal que ahí, silenciosamente, quedó establecida para terminar configurando lo que literal y ontológicamente yo soy), recuerdo con nitidez aunque sin precisión temporal y espacial (no sé si fue en la cafetería de la Gandhi, o en el Café La Selva del centro de Tlalpan), el momento en que leí en La Jornada de aquél día difuso de hace veinte años la reseña de Alabados sean nuestros señores, que es el título de las memorias de Regis Debray. Tampoco recuerdo cuándo me compré el libro. No sé si ese mismo día. Yo no sabía de quién se trataba, ni recuerdo quién escribió la reseña, pero al leerla supe que debía tener ese libro. Y entonces lo compré. Aquí quedó marcado un vértice geométrico que habría de incidir, para siempre, en la configuración del resto de mi vida.
La pasión política estratégica. Esto es lo que para mí resume la significación vivencial, y para mí única e irrepetible, de la lectura de Alabados sean nuestros señores de Regis Debray. No sé si puedo ser capaz de explicar el significado tan perturbardor que tiene esto en un lector de veinticinco años, proveniente de la clase media mexicana, hijo de padre ingeniero de Tuxpan que pudo estudiar alemán en Alemania, y que era también, como su padre, un ingeniero de sistemas sin hijos y soltero en una compañía multinacional con todo el futuro por delante. ¿Pasión política estratégica? ¿Qué significado podían encerrar estas tres palabras para alguien que había estudiado ingeniería industrial en una universidad privada?
Es la pasión que te afecta y que troquela tu entendimiento, y que alcanza esa envergadura estratégica cuando se proyecta en función del horizonte de la guerra y la revolución –¿pero qué era todo esto que estaba leyendo entonces?, ¿qué me decían todos estos conceptos?– y que transforman la vida en una aventura de la política y de la historia. A mis veinticinco años, apunto de salir del país a estudiar como privilegiado clasemediero, y luego de mis diversas escapatorias definitivamente bohemias no menos clasemedieras, me había cruzado yo con este señor de nombre Regis Debray que destruyó por completo los fundamentos sociales, intelectuales, ideológicos y políticos de mi vida. Y entonces surgió en mí el deseo, gracias a él, de hacer de mi vida una aventura. ¿Pero qué es una aventura?
La de él estuvo marcada por tres figuras, sus tres señores: Fidel Castro, Ernesto Ché Guevara y François Mitterand. Nombres polémicos hasta decir basta para muchos, sobre todo los dos primeros, pero que –otra vez– para un lector de veinticinco años como yo tuvieron, sobre todo los dos primeros, ésta es la cuestión ¿ya me entienden?, un efecto dinamitador y perturbador en más de un sentido. Fueron ellos los hombres de su vida, y de su historia. Y de buena parte de la historia del siglo XX, y no se diga de la americana. No había, ni habría ni habrá tiempo ni para más ni para otros, recuerdo muy bien que dice Debray en ese libro, que Mario Vargas Llosa leyó, según la indicación procedente de contraportada, en una sola sentada. Fue un acontecimiento cardinal («pivotal», dicen en inglés) de mi vida.
Nunca había escrito sobre esto y sobre él, pero desde entonces yo fui otro. Hubo más autores y otras referencias, otros estímulos intelectuales que me prepararon para esa salida del país. Pero como él no hubo ninguno. Él fue el que preparó todas las preguntas que yo iba a tener después, y a las que poco a poco fui dando respuesta, expandiendo, a partir de todo aquello, la constelación intelectual que me define hoy.
Cuando ya estuve instalado en la Universidad de Warwick, Inglaterra, y comencé a leer marxismo de la mano de Gramsci y sus intérpretes británicos, me suscribí a la revista New Left Review, que es el medio a través del cual, entre otras cosas, llegué a Lukács. Con la suscripción, llegó correspondientemente el último número de la revista. Al abrirla, vi quedándome frío y con la boca abierta, en las primeras páginas, el nombre de Regis Debray, que se anunciaba para un conversatorio con un académico británico cuyo nombre no recuerdo ahora, y a llevarse a vías de efecto en Londres, en el Instituto francés de esa ciudad. Tenía una semana para preparar el viaje. Y lo hice. Fue como el comienzo de una aventura.
Tomé el tren y me instalé en Londres, yo no sé si en un hotel o en un miserable Bed and breakfast. El día del evento me dirigí al lugar en cuestión, donde habría de tener lugar el conversatorio con Debray. Desbocado sin saber cómo manejarme, puse todos los libros que ya tenía acumulados de él en una maleta, que era más grande de la que me servía para llevar mi ropa de viaje. Los cargué conmigo yo no sé por qué. Rumbo al evento, recuerdo que, saliendo de la estación de metro correspondiente, me acerqué a un hombre para preguntarle por la calle de referencia. El hombre en cuestión detectó que yo no era inglés y comenzó a hablarme en español. Había estado en Bolivia, y por eso lo podía hacer. Cuando me dijo que por qué me dirigía a donde me dirigía, le dije que era para escuchar a Regis Debray. «¿Y quién es Regis Debray?», me preguntó intrigado. «Un intelectual», le repliqué. «¿Y qué es un intelectual?», me dijo. «Alguien que cree en el poder de las ideas», dije yo. Y nos despedimos.
Al entrar al lugar el auditorio estaba a reventar. Y los conversadores en cuestión, Debray y el inglés de cuyo nombre no logro acordarme, lo hablaron todo en francés. No entendí una sola palabra de todo aquéllo.
Al finalizar, lo único que pude hacer, no habiendo entendido nada de lo que ahí se habló, fue sacar de aquella maleta torpe y voluminosa mi libro de Alabados sean nuestros señores, una vez hecho lo cual me formé en la línea que agolpaba a varias decenas de entusiastas que hacían lo propio, y al final de la cual se encontraba Regis Debray, cual procedía, firmando libros. Cuando fue mi turno solo pude balbucear, asumiendo que por su historia le era posible a él entender el español al cien por ciento, que yo había trabajado con Manuel Camacho (que, por su participación en los procesos de negociación de paz con el EZLN era seguramente del conocimiento de Debray), ante lo que él, muy rápida y escuetamente, espetó algo dándome a entender que sabía de quien se trataba. Y me firmó mi libro. Eso fue todo, y de lo demás que hice en aquélla noche de Londres no recuerdo nada en absoluto.
Alabados sean nuestro señores es un libro que he leído dos veces, y creo que con diez años de diferencia entre una y otra. La segunda fue una prueba, para saber si el libro se mantenía firme en su catadura, o se me caía de las manos luego de la formación que tuve en función de todo lo que vino después. La pasión política estratégica se mantuvo intacta. Intacta, refulgente y cargada de sentido. Y yo creo que esto se mantendrá así hasta el final, razón por la cual puedo entonces decir hoy, habiendo pasado veinte años de todo aquéllo, que estamos ante uno de los libros, y de los autores, más importantes de mi vida.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...
Miércoles 15 de abril, 2020. Regis Debray. No sería consistente autobiográficamente si niego que él ha sido de las figuras que más peso tuvieron en mi temprana formación político-ideológica, antes, de hecho, de mi viaje a Europa (Inglaterra y España), que fue el período más denso y el de mayor intensidad y definición. Y es que fue también de su parte, además, el impulso fundamental y definitorio, forjador de certezas, que me decantó hacia la órbita de la izquierda política así dicho nomás, de manera genérica –sin entrar en detalles que en otros sitios he desarrollado–, pues es solo genérico y fenomenológico, intuitivo y hasta estético (en el sentido de que es apotético, a distancia) todo proceso inicial llamado a desembocar en una pasión concreta. Regis Debray es alguien verdaderamente grande para mí, escúchenlo bien.
Debo aclarar, a guisa de confesión eso sí, que mi formación en este terreno ha sido en su totalidad a través de los libros, del análisis de las ideas y de la pausada configuración de un perfil teorético que encontró su punto de cristalización más nítido y firme en el doble ámbito de la historia y la filosofía. Como también he dicho en otro lugar, no ha sido ni es ni será mi propósito engañar a nadie, ni inventarme liderazgos políticos o sociales falsos, fabricados ad hoc. Yo no provengo de una posición social golpeada o explotada, pero tampoco de una de muy altos y aristocráticos privilegios. Soy tan sólo alguien de una clase media mexicana de la ciudad de México que, gracias al esfuerzo de mi padre (ingeniero mecánico de la UNAM originario modestamente de Tuxpan Veracruz, e hijo de funcionario de gobierno de aquéllas épocas y que gracias a una beca pudo irse a estudiar alemán a Nurenberg, para entrar luego al volver como ingeniero a Siemens y cambiar, al hacerlo, el rumbo de su vida y el de su familia), pude tener acceso a la educación dentro y fuera de mi país. Soy alguien, entonces, cuya pasión y posición política está hecha a base de lectura y estudio, no a base de «los golpes de la vida», y que luego habría de cuajar en el terreno de la práctica y la participación política efectiva (el fenómeno histórico del lopezobradorismo resume esta faceta a muy alta presión, y en esto estoy también en deuda eterna con mi padre, porque ha sido él el punto de referencia a partir del cual pude yo entonces definir lo que es para mí la idea de responsabilidad política y patriótica), y en el correspondiente acumulado de más de quince mil libros desde aquél viaje hacia Inglaterra –del que se cumplirán ahora, precisamente, veinte años– hasta el día de hoy.
Regis Debray cumplió entonces una función verdaderamente crucial y apasionada –sobre todo apasionada– en este trayecto. Fue algo así como el último empujón de una fase preambular a mi salida del país para dedicarme a estudiar. Tenía entonces veinticinco años. Al volver de todo aquéllo, tres o cuatro años después, una amiga me definió como un joven antiguo. Ahí estaba ya la marca de la historia, la filosofía, el marxismo y, sobre todo, la marca de Gustavo Bueno como piezas de troquel.
Yo era ingeniero en sistemas en una empresa multinacional. Llevaba más o menos dos años cuando me fui. Me fui de la empresa y me fui del país a estudiar, habiendo participado previamente –y ahí estuvo la detonación explosiva y fundamental– en el proceso político de 2000, en el Partido de Centro Democrático de Manuel Camacho. Recuerdo que durante mis años de ingeniero profesional en aquélla empresa cuyas oficinas estaban al norte y en las afueras de la ciudad, en Tultitlán, yo solía escaparme, bajo el pretexto de solventar trámites de titulación, a la Cámara de Diputados, a quitarle el tiempo con mi optimismo de la voluntad a un amigo que ahí trabajaba, y que me había presentado, a su vez, mi mejor amigo. Era la brújula invisible pero nítida como roca de la política como trama de la historia, que silenciosa pero persistentemente me atraía como vórtice dantesco, o yo no sé si quijotesco.
Ahí estaba uno de los resquicios donde yo podía respirar a pulmón pleno. Otro de ellos era el de las noches de algún miércoles o de algún jueves –pero siempre entre semana–, en que saliendo del trabajo de ingeniero me escapaba en la noche solitaria a El Hijo del Cuervo de Coyoacán –aún me tocó una época de cierta épica montparnassiana versión mexicana de aquél lugar–, a tomar cerveza con un libro bajo el brazo y un habano que todavía podía fumarme –¿se dan cuenta?– en el interior de un recinto como ese, cosa que hoy es algo impensable y materia de reminiscencias ciertamente nostálgicas. Todas esas veces que yo me iba por ahí a leer, a fumar habano y a tomar cerveza las hice siempre en solitario.
También solía ir a respirar en el sentido dicho, y con frecuencia cada vez más continua, prefigurando lo que es quizá mi vicio más intenso: los libros, a la librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo. Ahí solía ir también a leer a la cafetería del piso de arriba (que ya no existe tal como era entonces, ¿se dan cuenta?), donde el humo de cigarro y el olor intenso a café se mezclaba con el ruido de las piezas de dominó de los fantásticos e inolvidables jugadores que tenían siempre por las noches colmado ese lugar, con el rumor de voces desconectadas las unas de las otras provenientes de las mil y un conversaciones de todo tipo que ahí, también, tenían lugar, configuradoras de un ambiente que creo yo será ya imposible que se repita en esta ciudad, pero que con fortuna me tocó todavía vivir y que ahora recuerdo con un cariño profundo y una nostalgia estremecedora.
De todas aquéllas gestas simples aunque apasionadas, y poco a poco rutinarias aunque cargadas de tanto sentido y potencia espinosiana (por cuanto a la cadena causal que ahí, silenciosamente, quedó establecida para terminar configurando lo que literal y ontológicamente yo soy), recuerdo con nitidez aunque sin precisión temporal y espacial (no sé si fue en la cafetería de la Gandhi, o en el Café La Selva del centro de Tlalpan), el momento en que leí en La Jornada de aquél día difuso de hace veinte años la reseña de Alabados sean nuestros señores, que es el título de las memorias de Regis Debray. Tampoco recuerdo cuándo me compré el libro. No sé si ese mismo día. Yo no sabía de quién se trataba, ni recuerdo quién escribió la reseña, pero al leerla supe que debía tener ese libro. Y entonces lo compré. Aquí quedó marcado un vértice geométrico que habría de incidir, para siempre, en la configuración del resto de mi vida.
La pasión política estratégica. Esto es lo que para mí resume la significación vivencial, y para mí única e irrepetible, de la lectura de Alabados sean nuestros señores de Regis Debray. No sé si puedo ser capaz de explicar el significado tan perturbardor que tiene esto en un lector de veinticinco años, proveniente de la clase media mexicana, hijo de padre ingeniero de Tuxpan que pudo estudiar alemán en Alemania, y que era también, como su padre, un ingeniero de sistemas sin hijos y soltero en una compañía multinacional con todo el futuro por delante. ¿Pasión política estratégica? ¿Qué significado podían encerrar estas tres palabras para alguien que había estudiado ingeniería industrial en una universidad privada?
Es la pasión que te afecta y que troquela tu entendimiento, y que alcanza esa envergadura estratégica cuando se proyecta en función del horizonte de la guerra y la revolución –¿pero qué era todo esto que estaba leyendo entonces?, ¿qué me decían todos estos conceptos?– y que transforman la vida en una aventura de la política y de la historia. A mis veinticinco años, apunto de salir del país a estudiar como privilegiado clasemediero, y luego de mis diversas escapatorias definitivamente bohemias no menos clasemedieras, me había cruzado yo con este señor de nombre Regis Debray que destruyó por completo los fundamentos sociales, intelectuales, ideológicos y políticos de mi vida. Y entonces surgió en mí el deseo, gracias a él, de hacer de mi vida una aventura. ¿Pero qué es una aventura?
La de él estuvo marcada por tres figuras, sus tres señores: Fidel Castro, Ernesto Ché Guevara y François Mitterand. Nombres polémicos hasta decir basta para muchos, sobre todo los dos primeros, pero que –otra vez– para un lector de veinticinco años como yo tuvieron, sobre todo los dos primeros, ésta es la cuestión ¿ya me entienden?, un efecto dinamitador y perturbador en más de un sentido. Fueron ellos los hombres de su vida, y de su historia. Y de buena parte de la historia del siglo XX, y no se diga de la americana. No había, ni habría ni habrá tiempo ni para más ni para otros, recuerdo muy bien que dice Debray en ese libro, que Mario Vargas Llosa leyó, según la indicación procedente de contraportada, en una sola sentada. Fue un acontecimiento cardinal («pivotal», dicen en inglés) de mi vida.
Nunca había escrito sobre esto y sobre él, pero desde entonces yo fui otro. Hubo más autores y otras referencias, otros estímulos intelectuales que me prepararon para esa salida del país. Pero como él no hubo ninguno. Él fue el que preparó todas las preguntas que yo iba a tener después, y a las que poco a poco fui dando respuesta, expandiendo, a partir de todo aquello, la constelación intelectual que me define hoy.
Cuando ya estuve instalado en la Universidad de Warwick, Inglaterra, y comencé a leer marxismo de la mano de Gramsci y sus intérpretes británicos, me suscribí a la revista New Left Review, que es el medio a través del cual, entre otras cosas, llegué a Lukács. Con la suscripción, llegó correspondientemente el último número de la revista. Al abrirla, vi quedándome frío y con la boca abierta, en las primeras páginas, el nombre de Regis Debray, que se anunciaba para un conversatorio con un académico británico cuyo nombre no recuerdo ahora, y a llevarse a vías de efecto en Londres, en el Instituto francés de esa ciudad. Tenía una semana para preparar el viaje. Y lo hice. Fue como el comienzo de una aventura.
Tomé el tren y me instalé en Londres, yo no sé si en un hotel o en un miserable Bed and breakfast. El día del evento me dirigí al lugar en cuestión, donde habría de tener lugar el conversatorio con Debray. Desbocado sin saber cómo manejarme, puse todos los libros que ya tenía acumulados de él en una maleta, que era más grande de la que me servía para llevar mi ropa de viaje. Los cargué conmigo yo no sé por qué. Rumbo al evento, recuerdo que, saliendo de la estación de metro correspondiente, me acerqué a un hombre para preguntarle por la calle de referencia. El hombre en cuestión detectó que yo no era inglés y comenzó a hablarme en español. Había estado en Bolivia, y por eso lo podía hacer. Cuando me dijo que por qué me dirigía a donde me dirigía, le dije que era para escuchar a Regis Debray. «¿Y quién es Regis Debray?», me preguntó intrigado. «Un intelectual», le repliqué. «¿Y qué es un intelectual?», me dijo. «Alguien que cree en el poder de las ideas», dije yo. Y nos despedimos.
Al entrar al lugar el auditorio estaba a reventar. Y los conversadores en cuestión, Debray y el inglés de cuyo nombre no logro acordarme, lo hablaron todo en francés. No entendí una sola palabra de todo aquéllo.
Al finalizar, lo único que pude hacer, no habiendo entendido nada de lo que ahí se habló, fue sacar de aquella maleta torpe y voluminosa mi libro de Alabados sean nuestros señores, una vez hecho lo cual me formé en la línea que agolpaba a varias decenas de entusiastas que hacían lo propio, y al final de la cual se encontraba Regis Debray, cual procedía, firmando libros. Cuando fue mi turno solo pude balbucear, asumiendo que por su historia le era posible a él entender el español al cien por ciento, que yo había trabajado con Manuel Camacho (que, por su participación en los procesos de negociación de paz con el EZLN era seguramente del conocimiento de Debray), ante lo que él, muy rápida y escuetamente, espetó algo dándome a entender que sabía de quien se trataba. Y me firmó mi libro. Eso fue todo, y de lo demás que hice en aquélla noche de Londres no recuerdo nada en absoluto.
Alabados sean nuestro señores es un libro que he leído dos veces, y creo que con diez años de diferencia entre una y otra. La segunda fue una prueba, para saber si el libro se mantenía firme en su catadura, o se me caía de las manos luego de la formación que tuve en función de todo lo que vino después. La pasión política estratégica se mantuvo intacta. Intacta, refulgente y cargada de sentido. Y yo creo que esto se mantendrá así hasta el final, razón por la cual puedo entonces decir hoy, habiendo pasado veinte años de todo aquéllo, que estamos ante uno de los libros, y de los autores, más importantes de mi vida.
Comparte:
Me gusta esto: