Para Fernando Muñoz
Viernes 27, marzo, 2020. George Steiner. Murió apenas el 3 de febrero pasado con noventa años. Nació en 1929 en Francia, de familia judía. Se formó en la Universidad de Chicago, en la de Harvard y en la de Oxford, y se movió toda su vida en el más prestigiado circuito universitario de occidente y, en general, del mundo entero: Ginebra, Cambridge, Harvard, Oxford, Columbia. Yo supe de él gracias a Fernando Muñoz, mi entrañable amigo español y mi maestro en más de un sentido.
El jueves 6 de febrero, escribió Fernando un obituario muy hermoso sobre Steiner para El Imparcial de Madrid. Ahí destaca el hecho de que se trató de un hombre que encarnó hasta la médula uno de los atributos más característicos del judaísmo, y que hace poco escuché a Camille Paglia hablar de ello en un mismo sentido: la erudición; la gran, poderosa, absolutista y totalizadora erudición judía.
Esta circunstancia vital, de origen y destino, asocia de manera directa a Steiner con el otro gran judío que fue su contemporáneo casi que de forma geométrica: Harold Bloom, que nació un año después que él, y que murió, también, un año antes. Detrás de los dos, y detrás de esa idea misteriosa y absorbente de la totalizadora erudición judía no puede aparecer más que Espinosa como la referencia histórica fundamental.
En todo caso, Steiner y Bloom, además de la erudición, encarnaron esa suerte de grandeza del scholar europeo que hoy se nos hace ya tan lejano, y que nos acerca a la evidencia de que ellos fueron quizá sus últimos representantes y legítimos herederos. Gustavo Bueno fue el último de esos en España, y en México la figura tendría que estar en la senda trazada por Alfonso Reyes, que nunca fue, que yo sepa, profesor universitario. Tal vez mi querido amigo Adolfo Castañón pueda ser la persona que se ajusta a ese registro y a esa herencia tan difícil de encontrar. Tampoco es Adolfo, hasta donde yo sé, profesor universitario.
Hoy en día, inundados como estamos de tanta mediocridad pedagógica, y estando prisioneros como estamos, también, de la doble tiranía de la corrección política (de género, etnológica, relativista y progresista-humanista, que redunda por lo general en una ignorancia laica ciertamente pavorosa) y la ultra-especialización (el reino de los «expertos»), es una verdadera rareza arqueológica imaginar a un profesor como aquéllos (Steiner, Bloom, Bueno, Reyes, en caso de que lo haya sido, o también José Gaos, cuya Historia de nuestra idea del mundo es una verdadera obra maestra: nos queda nuestro amigo Adolfo Castañón, según tengo dicho), que ponían en acto ‘la suprema desmesura de la pasión más alta, que es el conocimiento’ (Gabriel Albiac sobre Espinosa, precisamente: La sinagoga vacía, Madrid, 1987).
Era la desmesura de algún modo petrarquiana o tal vez quizá mejor isidoriana, aristotélica en todo caso, que mezclaba lo mismo los saberes religiosos y teológicos con los filosóficos, los históricos, los literarios, los filológicos y los lingüísticos, compactados a alta presión en una sabiduría contemporánea desde la que se podía calibrar la magnitud tectónica de las grandes transformaciones que el mundo fue teniendo durante el siglo XX.
Recuerdo que leí con gran interés y pasión su Tolstoi o Dostoievski, en preciosa edición de ERA, así como su formidable Gramáticas de la creación (Siruela), que tuve que comenzar por lo menos cinco veces al no tener la continuidad de tiempo suficiente hasta que lo logré. También casi termino La muerte de la tragedia y su magistral Antígonas, que me tenía verdaderamente absorbido. Desafortunadamente, por las razones que ya he expuesto, parte de mi biblioteca se encuentra en estos momentos en bodega en espera de mejores tiempos y más grandes espacios, y todos mis libros de Steiner se me fueron a la «congeladora», por decirlo coloquialmente.
Recuerdo una muy interesante y significativa anécdota que cuenta Steiner en un librito que editó el FCE: me parece que se llama algo así como Una idea de Europa. Ahí explica el valor y significado tan poderoso que tiene la palabra escrita, y más concretamente el libro como objeto histórico fundamental para los efectos de la organización de las sociedades humanas, habiendo cumplido una función constitutiva del área de difusión judeo-cristiana y greco-helenística, es decir, la nuestra.
Cuenta Steiner entonces que, cuando le dieron el Nobel de Literatura a Nadine Gordimer, en 1991, tuvo oportunidad de acudir a la recepción que para los efectos se organizó en algún lugar que de momento no recuerdo bien. Habrá sido ya en Sudáfrica. En todo caso, al evento, como suele suceder, acudió la crema y nata de la alta sociedad, de la intelectualidad y de la clase política y de la oposición sudafricana (estaban todavía en los últimos días del régimen del apartheid). En algún momento de la velada, se acercó Steiner al líder de la oposición negra en aquél país para hacerle la pregunta de las preguntas: ¿por qué si los negros son mayoría en Sudáfrica, soportan un régimen nefasto organizado por un grupo racial que es minoritario? ¿Cómo es posible que no hayan sido capaces de transformar esa mayoría social en potencia política para derrocar un régimen? La respuesta de su interlocutor fue lapidaria, y de gran significado histórico, de filosofía de la historia, porque lo que le dijo fue algo más o menos como esto: ‘porque los negros no tenemos Libro, nuestro Libro. Los cristianos tienen la Biblia, los judíos la Torah, los musulmanes el Corán, los comunistas el Manifiesto del Partido Comunista. Los negros no tenemos Libro’.
La anécdota de Steiner estaba insertada en el ensayo de situar históricamente a Europa como manifestación de una matriz civilizatoria, como la cuna de la cultura occidental que, del zócalo de la cultura griega, se despliega en la historia para vertebrar sociedades políticas con características únicas, dentro de las cuales se destaca el ejercicio de la escritura y la lectura, y de la configuración del libro como objeto cargado de simbolismo teológico, ideológico y filosófico político.
Siempre eché de menos en Steiner, eso sí, la existencia de un sistema filosófico. Pero a veces eso es mucho pedir, pues un sistema filosófico no se crea de la noche a la mañana, y es evidente que mi demanda solo podía hacerse desde la perspectiva sistemática, que en mi caso es la de Gustavo Bueno, como también tengo dicho.
Fernando nos dice en su obituario que la falla que él detecta en Steiner, y que yo comparto en su totalidad, es la de su rechazo de coloración ilustrada, moderna y cosmopolita a reconocer en los siglos de consolidación del cristianismo medieval la base de cimentación de nuestra cultura, habiendo optado Steiner por la alternativa de fijar en la tradición judía, precisamente, el verdadero fundamento del orbe constitutivo de lo que somos: ‘Sin comprender la especificidad irreductible de la Cristiandad latina altomedieval, nos dice Fernando Muñoz, no es posible atrapar la idea de Europa y esto le habría estado vedado al sabio sutil que ha sido Steiner. Ese escotoma en su campo visual le habría llevado a prolongar una metafísica de la Cultura, tierra de promisión para una nueva Europa, que –sin embargo– tuvo como epitafio las dos guerras mundiales. Ese cosmopolitismo abstracto yerra, incapaz de ver las raíces metapolíticas de Europa en la vieja Cristiandad, cuya crítica y demolición –ilustrada y liberal– arrojaría la terrible conclusión que Steiner quiere atribuir al cristianismo como tal. Pero, contra su pretensión, no hay crucifijos en el perímetro de Auschwitz.’
Siempre recuerdo con cariño las grandes conversaciones que tenía yo con Fernando Muñoz. A veces eran en la cafetería de la Facultad de Historia, o de Ciencias de la Información de la Complutense; otras fueron en la cafetería del Ateneo; otras, muchas más, fueron en algún bar de alguna calle perdida de Madrid. Siempre hablábamos o de política, de historia o de literatura, pero vistas en todo momento desde la perspectiva de la filosofía. Todas las lecciones que me dio siguen cumpliendo una función esencial en lo que digo, leo, hago y escribo. Y siempre sé detectar, creo yo, por qué dice y escribe Fernando lo que dice. Al leer su obituario sobre Steiner lo supe detectar también.
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Para Fernando Muñoz
Viernes 27, marzo, 2020. George Steiner. Murió apenas el 3 de febrero pasado con noventa años. Nació en 1929 en Francia, de familia judía. Se formó en la Universidad de Chicago, en la de Harvard y en la de Oxford, y se movió toda su vida en el más prestigiado circuito universitario de occidente y, en general, del mundo entero: Ginebra, Cambridge, Harvard, Oxford, Columbia. Yo supe de él gracias a Fernando Muñoz, mi entrañable amigo español y mi maestro en más de un sentido.
El jueves 6 de febrero, escribió Fernando un obituario muy hermoso sobre Steiner para El Imparcial de Madrid. Ahí destaca el hecho de que se trató de un hombre que encarnó hasta la médula uno de los atributos más característicos del judaísmo, y que hace poco escuché a Camille Paglia hablar de ello en un mismo sentido: la erudición; la gran, poderosa, absolutista y totalizadora erudición judía.
Esta circunstancia vital, de origen y destino, asocia de manera directa a Steiner con el otro gran judío que fue su contemporáneo casi que de forma geométrica: Harold Bloom, que nació un año después que él, y que murió, también, un año antes. Detrás de los dos, y detrás de esa idea misteriosa y absorbente de la totalizadora erudición judía no puede aparecer más que Espinosa como la referencia histórica fundamental.
En todo caso, Steiner y Bloom, además de la erudición, encarnaron esa suerte de grandeza del scholar europeo que hoy se nos hace ya tan lejano, y que nos acerca a la evidencia de que ellos fueron quizá sus últimos representantes y legítimos herederos. Gustavo Bueno fue el último de esos en España, y en México la figura tendría que estar en la senda trazada por Alfonso Reyes, que nunca fue, que yo sepa, profesor universitario. Tal vez mi querido amigo Adolfo Castañón pueda ser la persona que se ajusta a ese registro y a esa herencia tan difícil de encontrar. Tampoco es Adolfo, hasta donde yo sé, profesor universitario.
Hoy en día, inundados como estamos de tanta mediocridad pedagógica, y estando prisioneros como estamos, también, de la doble tiranía de la corrección política (de género, etnológica, relativista y progresista-humanista, que redunda por lo general en una ignorancia laica ciertamente pavorosa) y la ultra-especialización (el reino de los «expertos»), es una verdadera rareza arqueológica imaginar a un profesor como aquéllos (Steiner, Bloom, Bueno, Reyes, en caso de que lo haya sido, o también José Gaos, cuya Historia de nuestra idea del mundo es una verdadera obra maestra: nos queda nuestro amigo Adolfo Castañón, según tengo dicho), que ponían en acto ‘la suprema desmesura de la pasión más alta, que es el conocimiento’ (Gabriel Albiac sobre Espinosa, precisamente: La sinagoga vacía, Madrid, 1987).
Era la desmesura de algún modo petrarquiana o tal vez quizá mejor isidoriana, aristotélica en todo caso, que mezclaba lo mismo los saberes religiosos y teológicos con los filosóficos, los históricos, los literarios, los filológicos y los lingüísticos, compactados a alta presión en una sabiduría contemporánea desde la que se podía calibrar la magnitud tectónica de las grandes transformaciones que el mundo fue teniendo durante el siglo XX.
Recuerdo que leí con gran interés y pasión su Tolstoi o Dostoievski, en preciosa edición de ERA, así como su formidable Gramáticas de la creación (Siruela), que tuve que comenzar por lo menos cinco veces al no tener la continuidad de tiempo suficiente hasta que lo logré. También casi termino La muerte de la tragedia y su magistral Antígonas, que me tenía verdaderamente absorbido. Desafortunadamente, por las razones que ya he expuesto, parte de mi biblioteca se encuentra en estos momentos en bodega en espera de mejores tiempos y más grandes espacios, y todos mis libros de Steiner se me fueron a la «congeladora», por decirlo coloquialmente.
Recuerdo una muy interesante y significativa anécdota que cuenta Steiner en un librito que editó el FCE: me parece que se llama algo así como Una idea de Europa. Ahí explica el valor y significado tan poderoso que tiene la palabra escrita, y más concretamente el libro como objeto histórico fundamental para los efectos de la organización de las sociedades humanas, habiendo cumplido una función constitutiva del área de difusión judeo-cristiana y greco-helenística, es decir, la nuestra.
Cuenta Steiner entonces que, cuando le dieron el Nobel de Literatura a Nadine Gordimer, en 1991, tuvo oportunidad de acudir a la recepción que para los efectos se organizó en algún lugar que de momento no recuerdo bien. Habrá sido ya en Sudáfrica. En todo caso, al evento, como suele suceder, acudió la crema y nata de la alta sociedad, de la intelectualidad y de la clase política y de la oposición sudafricana (estaban todavía en los últimos días del régimen del apartheid). En algún momento de la velada, se acercó Steiner al líder de la oposición negra en aquél país para hacerle la pregunta de las preguntas: ¿por qué si los negros son mayoría en Sudáfrica, soportan un régimen nefasto organizado por un grupo racial que es minoritario? ¿Cómo es posible que no hayan sido capaces de transformar esa mayoría social en potencia política para derrocar un régimen? La respuesta de su interlocutor fue lapidaria, y de gran significado histórico, de filosofía de la historia, porque lo que le dijo fue algo más o menos como esto: ‘porque los negros no tenemos Libro, nuestro Libro. Los cristianos tienen la Biblia, los judíos la Torah, los musulmanes el Corán, los comunistas el Manifiesto del Partido Comunista. Los negros no tenemos Libro’.
La anécdota de Steiner estaba insertada en el ensayo de situar históricamente a Europa como manifestación de una matriz civilizatoria, como la cuna de la cultura occidental que, del zócalo de la cultura griega, se despliega en la historia para vertebrar sociedades políticas con características únicas, dentro de las cuales se destaca el ejercicio de la escritura y la lectura, y de la configuración del libro como objeto cargado de simbolismo teológico, ideológico y filosófico político.
Siempre eché de menos en Steiner, eso sí, la existencia de un sistema filosófico. Pero a veces eso es mucho pedir, pues un sistema filosófico no se crea de la noche a la mañana, y es evidente que mi demanda solo podía hacerse desde la perspectiva sistemática, que en mi caso es la de Gustavo Bueno, como también tengo dicho.
Fernando nos dice en su obituario que la falla que él detecta en Steiner, y que yo comparto en su totalidad, es la de su rechazo de coloración ilustrada, moderna y cosmopolita a reconocer en los siglos de consolidación del cristianismo medieval la base de cimentación de nuestra cultura, habiendo optado Steiner por la alternativa de fijar en la tradición judía, precisamente, el verdadero fundamento del orbe constitutivo de lo que somos: ‘Sin comprender la especificidad irreductible de la Cristiandad latina altomedieval, nos dice Fernando Muñoz, no es posible atrapar la idea de Europa y esto le habría estado vedado al sabio sutil que ha sido Steiner. Ese escotoma en su campo visual le habría llevado a prolongar una metafísica de la Cultura, tierra de promisión para una nueva Europa, que –sin embargo– tuvo como epitafio las dos guerras mundiales. Ese cosmopolitismo abstracto yerra, incapaz de ver las raíces metapolíticas de Europa en la vieja Cristiandad, cuya crítica y demolición –ilustrada y liberal– arrojaría la terrible conclusión que Steiner quiere atribuir al cristianismo como tal. Pero, contra su pretensión, no hay crucifijos en el perímetro de Auschwitz.’
Siempre recuerdo con cariño las grandes conversaciones que tenía yo con Fernando Muñoz. A veces eran en la cafetería de la Facultad de Historia, o de Ciencias de la Información de la Complutense; otras fueron en la cafetería del Ateneo; otras, muchas más, fueron en algún bar de alguna calle perdida de Madrid. Siempre hablábamos o de política, de historia o de literatura, pero vistas en todo momento desde la perspectiva de la filosofía. Todas las lecciones que me dio siguen cumpliendo una función esencial en lo que digo, leo, hago y escribo. Y siempre sé detectar, creo yo, por qué dice y escribe Fernando lo que dice. Al leer su obituario sobre Steiner lo supe detectar también.
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