La brevedad de los días

La brevedad de los días XXIX ~ Norberto Fuentes

El término lo leí en el libro de Oscar Collazos sobre Malraux, y es el de la grandeza épica, a la que yo le añadí –en mis anotaciones– el adjetivo malrauxiana. Grandeza épica malrauxiana. Esa es la categoría. Para Collazos, hay tres grandes obras de la literatura latinoamericana que levantan esa estatura: La vorágine, de José Eustaquio Rivera, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, y Los pasos perdidos de Carpentier. Pues bien: este es el plano en el que yo sitúo la obra entera de Norberto Fuentes (La Habana, 1943). Mi amigo Norberto Fuentes.

Van a ser ya veinte años me parece a mí. Fue en una librería de viejo del centro, ciudad de México, del pasaje Iturbide si no recuerdo mal. De hecho creo que ya ni existe la librería ni el pasaje, pero sí recuerdo bien que iba todo el tiempo. Puede que haya sido en esa o en alguna de Donceles, no logro acordarme bien. Aunque sí puedo verme leyendo el libro con una sorpresa y una emoción vamos a decir épica no sé si me explico. Había una cafetería en la mera entrada del pasaje, a donde yo solía detenerme durante horas hojeando con deleite lezamiano mis adquisiciones. Ahí llevaba conmigo –creo yo– aquél libro estremecedor.

La edición es de las de Seix Barral contemporánea, en tercera edición del año 2000. Dulces guerreros cubanos es el título. El autor: Norberto Fuentes o Norber, para los amigos. Primer detalle que al instante supuso un ojo fino de hombre de letras: en la primera solapa, se explicaba con un detalle especial la foto utilizada para la cubierta (una foto color sepia de un hombre parado sobre un río con el agua hasta las rodillas disparando una Kalashnikov), y que después he podido comprobar como uno de los sellos de distinción del ojo literario y editorial de Fuentes, que para cada pie de foto de cualquiera de sus libros (pensemos en los pies de foto de cada una de las que aparecen en su Hemingway en Cuba), o para los colofones incluso, no pierde ocasión de utilizar la finura de su trazo literario para explicar las cosas de la forma en que describe, por ejemplo, la foto en cuestión en términos como los que siguen:

Cubierta: Fuego en ráfaga continuo –«manguerazo» le llaman los cubanos– hasta agotar los 30 proyectiles calibre 7.62 trazador del AKM 47 de asalto. Antonio de la Guardia y su leyenda. El último condottiere.

Era una mezcla de belleza poética destilada a través de filtros de severidad dantesca lo que yo iba leyendo: ‘Ésta es una historia –dicen las primeras líneas del relato– sobre mí yendo demasiado lejos y de lo que encontré cuando estaba solo y era vulnerable’, que se entrelazaba luego con algo que no sé si puedo llamar sintaxis político-estratégica de gran fascinación intelectual, mediante la que se iba hilvanado una narración trágica y llena de fuerza, virilidad, heroísmo político y pasión revolucionaria cifrado en una codificación militar a través de la cual se configura un fresco ciertamente épico ante tus ojos, y que yo recuerdo que me cimbró al instante tanto por el detalle explicativo de la foto de cubierta como por lo que poco a poco fui descubriendo a través del relato de la vida de Norberto Fuentes como un hombre que estuvo en las cercanías más inmediatas del círculo de poder de Fidel Castro y del régimen de la revolución cubana. Y que casi muere por ello.

Es una mezcla explosiva la que se produce con textos de esa naturaleza, comparable solamente con la producida por la lectura de textos de Carlos Marx o por obras de pasión electrizante a lo Malaparte, o Hemingway o, en efecto, André Malraux.

Hay una tesitura que luego yo detecté también en los textos de Norberto Fuentes, que me hizo pensar en Jünger, concretamente en la perspectiva trágica atribuida al ojo del historiador cercano al poder político que está descrito de una forma proverbial en su inalcanzable obra suprema Eumeswil. Es esa distancia amarga de quien estuvo cerca del poder y ya no lo está, y que es además ese mismo poder el que ha estado a punto de aniquilarlo pero que no por eso lo mira con desprecio sino más bien todo lo contrario, pues ‘no hay dolor mayor que recordar los tiempos felices en el infortunio’, según dice Dante, precisamente, en el epígrafe que para los efectos eligió Norberto para su libro.

Pero fue más bien la pasión política estratégica otra vez aquello que me cautivó de forma absoluta y total en la obra de Norberto Fuentes. Recuerdo bien que, poco tiempo después, supongo que ese mismo año, les pedí de regalo de cumpleaños a unos amigos del trabajo el tomo uno de La autobiografía de Fidel Castro, que, dicho y hecho, llegó a mis manos. Cosa interesante: el epígrafe de la primera parte del libro es ni más ni menos que de André Malraux, de quien Fuentes puso esto: Las ideas hay que vivirlas. Ésta es la cuestión.

No sé cuánto tiempo me llevó terminar el libro, pero quedé estremecido literalmente hasta el colofón. Desde entonces Norberto Fuentes se convirtió en una referencia central para mí. Rastreando cosas suyas descubrí su blog, que me leí en no sé qué año de principio a fin, y que al día de hoy sigo revisando constantemente para ir viendo cómo está, en qué anda y qué cosas anda escribiendo.

Tiempo después, en otra ocasión –recuerdo que lo hice cuando viví una temporada en León–, pude realizar, tardándome meses en hacerlo, una obra suya que otra vez se situaba en esa perspectiva de grandeza épica malrauxiana, y que comencé a leer durante un viaje a Nueva York; es un libro hermoso ciertamente, llamado El último santuario: una novela de campaña, que me hizo recordar aquél poema de Salomón de la Selva en donde dice ‘cuando me escribas, dime cómo se es valiente’, y que yo encapsulé bajo el título de la extraña felicidad.

Luego pude tener acceso a su correo electrónico, y pude por fin contactarlo para terminar por establecer con él una genuina amistad. Cuando murió Fidel Castro le escribí inmediatamente, diciéndole que la única opinión que me importaba sobre el suceso era la de él. Recuerdo que para entonces, ya había puesto antes, mucho antes en su blog, en el pie de foto –precisamente– de alguna en la que aparecía él con algunos combatientes, la pregunta fundamental que decía más o menos esto: ‘¿pero dónde estás Fidel, dónde estás?’

Cuba, su historia y su revolución, además de sus letras, han ejercido en mí siempre una gran fascinación intelectual. Intelectual, política y personal. Sé que es un tema de gran complejidad, pues es una tragedia desplegada ante nuestros ojos y que ha marcado a generaciones enteras. Yo respeto todas las posiciones por igual, e intento comprender con esa mirada distanciada, aunque no desapasionada, del personaje de la novela de Jünger. Es un hecho consumado que la historia política de América Latina no se entiende sin Cuba y su revolución, y mal haría cualquiera que quiera comprender dónde estamos parados todos histórica y geopolíticamente sin esforzarse un poco por comprender las razones históricas, estructurales, y efectivamente geopolíticas, de la revolución cubana.

Norberto Fuentes me parece a mí no ya nada más el más importante cronista de la revolución cubana, sino uno de sus más importantes teóricos (por más que siempre que hablo o me escribo con él lo que me dice es que él, de lo que quiere hablar, es de literatura), circunstancia que se explica por el hecho de haber sido alguien que pudo mezclar la experiencia directa de los hechos políticos con la comprensión penetrante de su mecánica de configuración en términos de los resortes del poder personificados en un Príncipe americano descomunal, brutal e implacable, de un dictador en definitiva, pero personaje al mismo tiempo extraordinario y fascinante en términos históricos (pero es que a la historia solamente se entra a través de la tragedia: La autobiografía de Fidel Castro) sin la comprensión de cuya fenomenología de surgimiento y plasmación concreta es imposible poder hablar como los hombres, es decir, desde una escala épica malrauxiana, de política, de historia y de revolución.

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