No cabe duda: toda ceremonia (o ritual) termina ofreciéndonos siempre una funcionalidad. Es una certeza que en realidad se puede fundamentar hasta su estatuto antropológico, en el sentido de que los rituales, las ceremonias y las instituciones son lo que en realidad hacen al hombre. En mi caso no me falla nunca, así sea –naturalmente– con lapsos cada vez más prolongados entre un descubrimiento y el siguiente: cada que entro a una librería de viejo voy a la letra M para buscar lo que haya de André Malraux que aún no tenga. La ceremonia se repite y se repetirá ad infinitum, hasta que vuelva a aparecer alguna pieza perdida. Así ocurrió hace unos meses, pues me crucé con el Malraux de Óscar Collazos (Colombia, 1942-2015) de la colección El Autor y su Obra (editorial Barcanova de Barcelona).
Hace cinco años reseñé su biografía, escrita por Olivier Todd. Estaba en Tabasco en esos momentos. Recuerdo que para esa etapa tan especial de mi vida en Villahermosa, además del libro de Todd, la Ética de Spinoza, las obras completas de Shakespeare y la Filosofía de la Historia de Hegel entre otras cosas más, me había llevado Las voces del silencio de Malraux, cuya lectura supuso para mí un acontecimiento fundamental y emocionante.
El otro momento luminoso de mis lecturas malrauxianas, constitutivas de todo un ambiente, una tensión y un pathos, habrá sido hace ya más de quince años, cuando devoraba con éxtasis quijotesco –nunca mejor dicho– todas sus novelas (La condición humana, La vía real, Los conquistadores, La esperanza) metido en ese pequeño departamento transformado en biblioteca que entonces ni a eso llegaba, pues era una bodega de libros ciertamente deprimente por descuidada, ruinosa y hasta lúgubre, que ni estanterías o libreros tenía, o solo unos pocos, con los libros tirados en el suelo levantando pequeñas montañas de dos, tres, cuatro o cinco mil libros, o tal vez diez mil, que ocupaban toda una habitación entera, o desperdigados en esa mesa donde apenas había espacio para poner un plato de comida o una botella de cerveza, trámites –comer, tomar cerveza– que consideraba insignificantes frente a la titánica tarea de absorber todo lo que ahí se me iba acumulando sin poder ya controlarlo, aislándome sin que yo me diera cuenta no ya del mundo –porque en realidad era el mundo entero resumido ahí lo que yo tenía–, pero sí del mundo cotidiano: ese mundo modesto pero tan importante, ahora lo sé, para la configuración del soporte de la vida común y corriente pero tan saturada de bellezas invaluables.
Años antes, por ahí de 2003 o 2004, cuando volví de Madrid a México previo paso por Buenos Aires, recuerdo que traía conmigo sus Antimemorias, en la clásica edición de SUR. No recuerdo si fue ahí en Buenos Aires donde lo compré, pero sí recuerdo bien que el libro lo comencé a leer en casa de un querido amigo que me hospedó por un par de semanas. Leí muchas veces sus páginas iniciales, porque quería volver una y otra vez a pasar mis ojos por el arranque de esa obra inspiradora, profunda, apasionada, metida en la historia del mundo con una plasticidad sorprendente mediante la cual te quedabas pasmado al ver cómo era posible que una vida, una vida individual y modesta como la de André Malraux, podríamos pensar, refractaba sin embargo de algún modo igualmente sorprendente las claves, la trama y el núcleo esencial de las ideas, las discusiones, las pasiones y los acontecimientos principales sobre los que la historia del mundo del siglo XX habría de ser escrita: indochina, la revolución china, la guerra civil española, el nazismo, el fascismo, la revolución y la resistencia, occidente frente a oriente, Mao Tse Tung, De Gaulle, Trotsky, el destino, el comunismo, el nacionalismo, el arte, la historia, la política, la literatura, el amor, la aventura, el heroísmo, TE Lawrence, la obsesión por la grandeza, el enigma de la belleza y de la muerte, el sentido de la vida y del mundo. Cuando volví por fin a México, me tocó ayudar a mis padres a cuidar a mi abuelo paterno, que había entrado en una fase terminal de enfermedad que, por edad, estaba llamada a desembocar en su partida final. En algún hospital público me tocó hacer guardia varias noches con él. Recuerdo que el libro que leía sentado en el suelo, sin poder detenerme en su lectura, eran las Antimemorias precisamente.
A veces no aguanto la desesperación que me produce la gente cuando, al verme dedicado a leer o a escribir de forma incontrolable, piensan y me dicen que soy una persona muy teórica, un intelectual –cómo detesto yo esa palabra– dedicado a la reflexión alejado del mundo, o a la meditación exquisita sobre ideas sublimes incompatibles con la dureza de la vida real y práctica, incapaz de involucrarme en el fango de la acción política, cuando lo que no saben es que André Malraux es mi modelo, mi canon, y que fue alguien que hizo precisamente de la acción, y sobre todo de la acción política, el motor de su vida, que por otro lado consagró a las grandes reflexiones, a la belleza, al arte y a las grandes ideas. Esa es la clave de Malraux: la gran política realizada en función de las grandes ideas y las grandes pasiones que sólo la historia o el arte nos permite configurar. La vida como aventura de la historia de la política podría ser algo así como el epitafio más adecuado para honrar una vida tan refulgente como la suya. Puede que haya tenido los medios (sociales, económicos, de clase) a su alcance, pero los usó como pocos, habría luego de decir de él Max Aub dando en el blanco.
Y Oscar Collazos da en el blanco también en este libro breve pero precioso, que me ha vuelto a levantar una vez más arrastrado por esa pasión tan intensa cuyos acordes sólo André Malraux sabe tocar, y con el que evoqué mi silueta agachada con un libro entre las manos en un rincón de un departamento a dos pasos de la decrepitud hace veinte años más o menos, o también aquélla en la que leía en el suelo de un hospital del IMSS su autobiografía mientras le hacía compañía a mi abuelo en su entrada pausada y solitaria en la antesala de la muerte que pocos años después lo llamaría a rendir cuentas.
El libro compacta la reconstrucción de esta vida novelesca en función de cuatro capítulos cuyos encabezados nos lo resumen todo: la aventura, la condición humana, de nuevo la aventura, la revolución. Imposible que con esto termine uno concebido o conceptuado como una persona ajena a la acción. La cuestión es que primero están los libros leídos con precocidad, desde luego:
‘si aún no ha entrado en tratos con la gloria –dice Collazos hablando del joven Malraux–, ha hecho lo posible por conocer sus entresijos. Héroe stendhaliano, no lleva encima la melancolía de Fréderic Moreau. Debió de imaginarse Julien Sorel, él, precoz lector de Bouvard y Pécuchet y de … ¡Jarry! Nada exagerado suponer que se soñó Fabricio del Dongo. A sus veinte años es el esbozo de un héroe romántico, de allí que no quiera ocupaciones vulgares; de allí su ilusión por una riqueza que, de ser posible, sólo podrá conseguirse en la aventura.’
Aquí Collazos encapsula con maestría, me parece a mí, la marca de troquel configurador de la vida de Malraux en función de la divisa fundamental de Heráclito según la cual carácter es destino. Lo importante entonces, situados en una perspectiva, la mía, que desde luego es histórica (centrada en el destino) más que naturalista (centrada en el carácter), es saber cómo se edifica y configura el horizonte del destino de un hombre o una mujer partiendo de los elementos temperamentales dados naturalmente por su carácter, para empujarlo en una dirección cierta, estable y propiciadora de grandeza. El de Malraux es el testimonio atormentador, por gigantesco, de lo que la historia puede hacer con un carácter y una vida, que, por ella y a través de ella, terminó consagrada a levantar las más altas, apasionadas y bellas promesas con las se quiso dar respuesta a la pregunta fundamental y definitiva, que, desafiante, nos mira y nos dice ¿qué puede realizar el hombre que sea digno de su empeño? Su vida fue la forma colérica, hermosa e inquietante que a él le fue dado encontrar para resolver, espantando a golpes la estupidez, este enigma extraordinario de la historia.
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No cabe duda: toda ceremonia (o ritual) termina ofreciéndonos siempre una funcionalidad. Es una certeza que en realidad se puede fundamentar hasta su estatuto antropológico, en el sentido de que los rituales, las ceremonias y las instituciones son lo que en realidad hacen al hombre. En mi caso no me falla nunca, así sea –naturalmente– con lapsos cada vez más prolongados entre un descubrimiento y el siguiente: cada que entro a una librería de viejo voy a la letra M para buscar lo que haya de André Malraux que aún no tenga. La ceremonia se repite y se repetirá ad infinitum, hasta que vuelva a aparecer alguna pieza perdida. Así ocurrió hace unos meses, pues me crucé con el Malraux de Óscar Collazos (Colombia, 1942-2015) de la colección El Autor y su Obra (editorial Barcanova de Barcelona).
Hace cinco años reseñé su biografía, escrita por Olivier Todd. Estaba en Tabasco en esos momentos. Recuerdo que para esa etapa tan especial de mi vida en Villahermosa, además del libro de Todd, la Ética de Spinoza, las obras completas de Shakespeare y la Filosofía de la Historia de Hegel entre otras cosas más, me había llevado Las voces del silencio de Malraux, cuya lectura supuso para mí un acontecimiento fundamental y emocionante.
El otro momento luminoso de mis lecturas malrauxianas, constitutivas de todo un ambiente, una tensión y un pathos, habrá sido hace ya más de quince años, cuando devoraba con éxtasis quijotesco –nunca mejor dicho– todas sus novelas (La condición humana, La vía real, Los conquistadores, La esperanza) metido en ese pequeño departamento transformado en biblioteca que entonces ni a eso llegaba, pues era una bodega de libros ciertamente deprimente por descuidada, ruinosa y hasta lúgubre, que ni estanterías o libreros tenía, o solo unos pocos, con los libros tirados en el suelo levantando pequeñas montañas de dos, tres, cuatro o cinco mil libros, o tal vez diez mil, que ocupaban toda una habitación entera, o desperdigados en esa mesa donde apenas había espacio para poner un plato de comida o una botella de cerveza, trámites –comer, tomar cerveza– que consideraba insignificantes frente a la titánica tarea de absorber todo lo que ahí se me iba acumulando sin poder ya controlarlo, aislándome sin que yo me diera cuenta no ya del mundo –porque en realidad era el mundo entero resumido ahí lo que yo tenía–, pero sí del mundo cotidiano: ese mundo modesto pero tan importante, ahora lo sé, para la configuración del soporte de la vida común y corriente pero tan saturada de bellezas invaluables.
Años antes, por ahí de 2003 o 2004, cuando volví de Madrid a México previo paso por Buenos Aires, recuerdo que traía conmigo sus Antimemorias, en la clásica edición de SUR. No recuerdo si fue ahí en Buenos Aires donde lo compré, pero sí recuerdo bien que el libro lo comencé a leer en casa de un querido amigo que me hospedó por un par de semanas. Leí muchas veces sus páginas iniciales, porque quería volver una y otra vez a pasar mis ojos por el arranque de esa obra inspiradora, profunda, apasionada, metida en la historia del mundo con una plasticidad sorprendente mediante la cual te quedabas pasmado al ver cómo era posible que una vida, una vida individual y modesta como la de André Malraux, podríamos pensar, refractaba sin embargo de algún modo igualmente sorprendente las claves, la trama y el núcleo esencial de las ideas, las discusiones, las pasiones y los acontecimientos principales sobre los que la historia del mundo del siglo XX habría de ser escrita: indochina, la revolución china, la guerra civil española, el nazismo, el fascismo, la revolución y la resistencia, occidente frente a oriente, Mao Tse Tung, De Gaulle, Trotsky, el destino, el comunismo, el nacionalismo, el arte, la historia, la política, la literatura, el amor, la aventura, el heroísmo, TE Lawrence, la obsesión por la grandeza, el enigma de la belleza y de la muerte, el sentido de la vida y del mundo. Cuando volví por fin a México, me tocó ayudar a mis padres a cuidar a mi abuelo paterno, que había entrado en una fase terminal de enfermedad que, por edad, estaba llamada a desembocar en su partida final. En algún hospital público me tocó hacer guardia varias noches con él. Recuerdo que el libro que leía sentado en el suelo, sin poder detenerme en su lectura, eran las Antimemorias precisamente.
A veces no aguanto la desesperación que me produce la gente cuando, al verme dedicado a leer o a escribir de forma incontrolable, piensan y me dicen que soy una persona muy teórica, un intelectual –cómo detesto yo esa palabra– dedicado a la reflexión alejado del mundo, o a la meditación exquisita sobre ideas sublimes incompatibles con la dureza de la vida real y práctica, incapaz de involucrarme en el fango de la acción política, cuando lo que no saben es que André Malraux es mi modelo, mi canon, y que fue alguien que hizo precisamente de la acción, y sobre todo de la acción política, el motor de su vida, que por otro lado consagró a las grandes reflexiones, a la belleza, al arte y a las grandes ideas. Esa es la clave de Malraux: la gran política realizada en función de las grandes ideas y las grandes pasiones que sólo la historia o el arte nos permite configurar. La vida como aventura de la historia de la política podría ser algo así como el epitafio más adecuado para honrar una vida tan refulgente como la suya. Puede que haya tenido los medios (sociales, económicos, de clase) a su alcance, pero los usó como pocos, habría luego de decir de él Max Aub dando en el blanco.
Y Oscar Collazos da en el blanco también en este libro breve pero precioso, que me ha vuelto a levantar una vez más arrastrado por esa pasión tan intensa cuyos acordes sólo André Malraux sabe tocar, y con el que evoqué mi silueta agachada con un libro entre las manos en un rincón de un departamento a dos pasos de la decrepitud hace veinte años más o menos, o también aquélla en la que leía en el suelo de un hospital del IMSS su autobiografía mientras le hacía compañía a mi abuelo en su entrada pausada y solitaria en la antesala de la muerte que pocos años después lo llamaría a rendir cuentas.
El libro compacta la reconstrucción de esta vida novelesca en función de cuatro capítulos cuyos encabezados nos lo resumen todo: la aventura, la condición humana, de nuevo la aventura, la revolución. Imposible que con esto termine uno concebido o conceptuado como una persona ajena a la acción. La cuestión es que primero están los libros leídos con precocidad, desde luego:
‘si aún no ha entrado en tratos con la gloria –dice Collazos hablando del joven Malraux–, ha hecho lo posible por conocer sus entresijos. Héroe stendhaliano, no lleva encima la melancolía de Fréderic Moreau. Debió de imaginarse Julien Sorel, él, precoz lector de Bouvard y Pécuchet y de … ¡Jarry! Nada exagerado suponer que se soñó Fabricio del Dongo. A sus veinte años es el esbozo de un héroe romántico, de allí que no quiera ocupaciones vulgares; de allí su ilusión por una riqueza que, de ser posible, sólo podrá conseguirse en la aventura.’
Aquí Collazos encapsula con maestría, me parece a mí, la marca de troquel configurador de la vida de Malraux en función de la divisa fundamental de Heráclito según la cual carácter es destino. Lo importante entonces, situados en una perspectiva, la mía, que desde luego es histórica (centrada en el destino) más que naturalista (centrada en el carácter), es saber cómo se edifica y configura el horizonte del destino de un hombre o una mujer partiendo de los elementos temperamentales dados naturalmente por su carácter, para empujarlo en una dirección cierta, estable y propiciadora de grandeza. El de Malraux es el testimonio atormentador, por gigantesco, de lo que la historia puede hacer con un carácter y una vida, que, por ella y a través de ella, terminó consagrada a levantar las más altas, apasionadas y bellas promesas con las se quiso dar respuesta a la pregunta fundamental y definitiva, que, desafiante, nos mira y nos dice ¿qué puede realizar el hombre que sea digno de su empeño? Su vida fue la forma colérica, hermosa e inquietante que a él le fue dado encontrar para resolver, espantando a golpes la estupidez, este enigma extraordinario de la historia.
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