Chestertoniana

XXI. Sobre el aburrimiento y la felicidad

No existe sobre la tierra un tema sin interés; lo único que puede existir es una persona sin interés, dice Chesterton en la primera línea de su texto “Acerca del señor Rudyard Kipling y cómo achicar el mundo” (Herejes, Acantilado). No quiero forzar las cosas ni ponerme estupendo así nomás, pero créanme si les digo que algo así había yo pensado –y de hecho lo sigo pensando con firmeza– pero en los términos del aburrimiento, porque para mí el aburrimiento no existe (yo no sé qué es estar aburrido), lo que existe son las personas aburridas.

El tema se expande de manera explosiva nomás lo tocas, y llega a implicaciones filosóficas o literarias ciertamente interesantes. Aristóteles, por ejemplo, dice en su Ética a Nicómaco (que es algo así como el primer gran tratado antiguo sobre la felicidad) que el fundamento de la felicidad está en la capacidad del entendimiento para mantenerse activo y alerta de manera permanente, eterna, razón por la cual sólo la vida contemplativa o teorética (la vida de la inteligencia) es lo que abre las puertas a la felicidad en tanto que ámbito de activación de la facultad suprema del hombre, que es la facultad intelectual. Es por eso que para Aristóteles solamente el filósofo puede ser feliz.

Recuerdo a estos efectos aquella respuesta tan aristotélica que le dio Miles Davis a un entrevistador por ahí de los 90 del siglo pasado más o menos cuando le preguntó por lo que para él era la felicidad, a lo que respondió categórico y, como siempre, lacónico como tumba: knowledge. Pues eso mismo decía Aristóteles.

Y también los estoicos, de alguna manera, al hacer de la razón y la vida racional, es decir de la inteligencia, el punto de apoyo sobre el que se levanta el sentido de la vida, oponiéndose con ello a los epicúreos, para los que el fundamento de todo lo dicho era el placer.

Gustavo Bueno solía recordar siempre que las tres divisas existenciales de los sabios estoicos eran las de la imperturbabilidad del alma, los intereses universales y la ausencia total de vanidad. La combinación de las tres te ofrece una ecuación extraordinaria y muy bien coordinada para lo que aquí venimos comentando, anclada sobre todo, a mi juicio, en la de los intereses universales (no existe sobre la tierra un tema sin interés, diría Chesterton), porque al estar en la disposición intelectual de interesarte por todo es imposible que aparezca en tu vida el aburrimiento, pues dada la amplitud y vastedad de lo existente en el mundo y en la historia es prácticamente imposible que tengas tiempo para todo (“had we but world enough and time” [si tuviéramos mundo y vida suficientes], decía Andrew Marvell en ese epígrafe tan perfecto según lo detectó y seleccionó Eric Auerbach para el frontispicio de su monumental y estoicamente universal Mímesis); y una vez que eres consciente de que, por virtud de la universalidad de tus intereses, es prácticamente infinita tu ignorancia, pasas a ser entonces consciente también, en automático –y salvo que seas imbécil–, de que te es imposible la vanidad, que es lo que de hecho está detrás de aquella famosa afirmación del Sócrates platónico según la cual “yo –es decir Sócrates– solo sé que no sé nada, y por eso soy más sabio”, o para decirlo en nuestros términos: yo solo sé que, por virtud de mis intereses universales por todo, no sé nada, o casi; pero por eso soy más sabio que los otros o que muchos, que al pensar que ya lo saben todo nos permiten confirmar que lo hacen porque sus intereses son muy estrechos, es decir, que no son universales.

Cervantes andaba en las mismas, navegando entre el aristotelismo, el estoicismo y el socratismo platónico al hacer que el fundamento de la vida del Quijote fuera una aventura moral y de conocimiento histórico que no tiene fin, manifestada como la búsqueda a perpetuidad de una misión que lo anclara en la tierra a través de la igualmente infinita indagación histórica en textos pretéritos sobre lo que son el deber, la justicia o el bien, haciéndolo además desde el criterio trágico y fatal, y aquí estaba el carácter moral de la aventura de su inteligencia, de que, si no era posible poder vivir de esa manera, era preferible morir, que es lo que ocurre al final cuando al caer en cuenta de que él no era Don Quijote sino Alonso Quijano de la misma forma en que Dulcinea del Toboso no era tal, sino Aldonza Lorenzo, y que su misión heroica y moral era en realidad una idea creada por él mismo nada más, don Quijote muere.   

Pero muere sin saber nunca lo que era el aburrimiento, me parece a mí, porque, o estaba leyendo en los libros de caballerías para encontrar los modelos a seguir, o estaba dándose a la tarea efectivamente recorriendo los territorios de La Mancha sobre los lomos de Rocinante. Es decir, que o estaba en las letras (la lectura), o estaba en las armas (la acción).

Para Chesterton, en todo caso, el problema con el aburrimiento tiene que ver con la incapacidad que se tiene para encontrarle el sentido poético a las cosas, porque todo, en el fondo, es poético, según nos dice él como buen cristiano que era, porque sólo un cristiano que de verdad lo sea puede considerar poético absolutamente todo lo existente en la medida precisa en que todo es obra de la creación divina: todo, incluso el mal o la fealdad, son creadas por el Señor, que es algo que, según Lezama Lima, está vertido en el sentido de la fascinación de los estoicos por el mundo, y que yo interpreté en otro lugar como el dispositivo central de algo así como un realismo estético católico de Lezama, que le permitió conjugar la idea de ocupatio de los estoicos, entendida como la total ocupación de un espacio por un cuerpo (yo siempre esperaba algo, decía Lezama, pero si no sucedía nada entonces percibía que mi espera era perfecta, y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con lo que al paso del tiempo fue la imagen), con la idea de transfiguración con la que el mundo católico reinterpreta la metamorfosis griega en síntesis que encontró acabada expresión en el hilemorfismo aristotélico trabajado por Santo Tomás para dar tratamiento filosófico a los dogmas cristianos, sobre todo el de la encarnación.

Todo esto está muy bien para un hombre creyente y religioso. Lezama, y Chesterton, lo eran, pero yo no; soy un ateo radical, porque no hay Dios que pueda existir, y la idea de creación sólo sirve para distinguir a la mujer del hombre, porque sólo la mujer es creadora en el sentido más genuino de la creación, que es el de la vida.

De suerte tal que, para mí, por cuanto a esta cuestión tan peliaguda del aburrimiento, me queda solamente trazar una ruta mediante la que se explique mi forma de estar en el mundo (entendiendo ese «estar en el mundo» desde la perspectiva histórica y social de configuración y despliegue del entendimiento, de mi entendimiento) y de aferrarme a él no habiendo nada más allá de lo que aquí me es dado experimentar para hacerlo. Tal ruta se iniciaría en Aristóteles y pasaría por los estoicos para tocar base en el materialismo mecanicista de Hobbes y el ateísmo sistemático de Spinoza, moviéndose luego, en esa línea ya firme e inamovible del materialismo, en el cientificismo newtoniano y el racionalismo marxista-engelsiano y el historicismo materialista de Gramsci que encuentra su síntesis más contundente y catedralicia en el materialismo filosófico ateo-católico de Gustavo Bueno al que llegué impulsado previa y existencialmente por la pasión individualista y bergsoniana de Vasconcelos.

Sólo desde esta posición me es posible afirmar con Chesterton y los estoicos, en efecto, que no existe sobre la tierra un tema sin interés; lo único que puede existir es una persona sin interés o efectivamente, y aquí venimos al caso, aburrida.

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