Yo no soy fumador ni mucho menos, aunque debo decir que por la estupidez natural de la que solemos ser víctimas en nuestros tiempos universitarios lo fui por un tiempo (después me hice fumador de puros, y de vez en vez suelo fumarme uno todavía, sobre todo si lo hago con mi mejor amigo, pero eso es harina de otro costal).
No recuerdo bien la circunstancia –estúpida muy seguramente eso sí– en la que tuvo lugar la fumada de mi primer cigarro, pero sí que recuerdo perfectamente la que me hizo dejar de hacerlo para siempre.
Era un reportaje que vi en la televisión sobre una clínica en la que fumadores con sus gargantas destrozadas –todos tenían perforado el cogote perdiendo con ello la capacidad para hablar– aprendían una técnica para poder hacerlo en la que realizaban primero varias tomadas de aire de manera acelerada para luego eructar y aprovechar el impulso laríngeo para emitir así las palabras que fueran capaces de pronunciar en esos segundos escurridizos, patéticos y miserables.
El impacto de lo que vi fue tal que al día siguiente dejé de fumar para no hacerlo jamás nunca desde hace un aproximado de veinte años más o menos, y ahora que leo el ensayo de Chesterton ‘Acerca del espíritu negativo’ (Herejes, Acantilado) me vino a la mente de manera casi plástica aquella escena tan catártica.
El comentario de Chesterton viene a cuento por la referencia que hace de un tal señor G. W. Foote y un libro suyo de nombre bastante peculiar, Cerveza y Biblia, ante lo que dice entonces lo siguiente: ‘No tengo la obra aquí, pero recuerdo que el señor Foote descartaba despectivamente cualquier intento de enfrentar el problema de las bebidas fuertes mediante oficios o intercesiones religiosas, y decía que, en cuanto a la templanza, una imagen del hígado de un borracho sería más eficaz que cualquier plegaria o alabanza’: vean todos juntos conmigo ahí esa imagen nítida, dramática y rotunda de esos pobres hombres sin garganta eructando cada quince segundos para balbucear palabras inteligibles solo por piedad confirmándonos la tesis del señor Foote según recuerda Chesterton no sé si me explico.
Ahora bien, hay que decir que de lo que habla Chesterton en su artículo no tiene tanto que ver con la fuerza catártica de las imágenes, sino con algo mucho más abstracto y complicado, a saber, sobre la incapacidad de la moral moderna para ver el bien, que ha quedado ya, cegada a golpe de dudas y relativismo, sin poder ver otra cosa que el mal o la enfermedad en todo cuanto nos rodea.
La causa de todo esto la tiene muy clara Chesterton: es la secularización del mundo como fundamento y premisa de la concepción moderna de las cosas lo que ha borrado de nuestro horizonte la posibilidad de encontrar las cosas buenas, lo que es bueno en la vida, y sobre todo ha borrado la posibilidad de llamarlo por su nombre toda vez que hacerlo supondría querer imponer un criterio, ya sea el de la tradición, ya sea el individual, “violentando” o discriminando los criterios de los demás, que es el mantra de la estupidez progresista postmoderna y relativista de nuestro tiempo.
La moralidad moderna podría observarse entonces, y ahora que estamos con el ejemplo de los fumadores, en esa circunstancia tan contradictoria y neurótica como la que ocurre, precisamente y ni más ni menos, con las cajetillas de cigarros de nuestra época, que tienen a la vista de todos esas fotos tan horrendas y dantescas de personas a un paso de la muerte con los pulmones destrozados por el cáncer al que llegaron gracias a ese vicio maligno al que está enganchado quien realiza la compra pero cuyo enganchamiento está configurado como función de un doble y monstruoso mecanismo que se auto-reproduce ad nauseam a partir de la mercadotecnia que, aunque advirtiéndote que lo que se te está vendiendo te está matando, tú sigues comprándolo porque tu cuerpo ya no puede más que seguir matándose lentamente.
A esa moralidad moderna: relativista, dudosa, escéptica, indiferente, que sólo advierte sobre la enfermedad y los males para terminar por generar lo que algunos autores han denominado la sociedad terapéutica de nuestro tiempo, en la que el sistema lo que quiere es hacer de todos nosotros enfermos de algo, lo que sea, con tal de quedar enganchados o a los fármacos, al terapeuta o a la industria de la sanación espiritual, opone Chesterton la moralidad mística, que sobre todo tiene una ventaja frente a la otra: que siempre es más alegre: ‘Un hombre joven puede abstenerse del vicio pensando continuamente en la enfermedad. También puede abstenerse pensando continuamente en la Virgen María. Puede haber dudas sobre cuál método es el más razonable, o incluso cuál es el más eficiente. Pero seguramente no puede haber dudas sobre cuál es el más sano’.
Al adolecer entonces la sociedad moderna de la posibilidad de nombrar y señalar lo que es bueno para todos, porque cada quien, en su individualidad aislada y hedonista, decide por sí mismo, queda entonces extraviada en medio de imágenes del mal e inmersa en el patetismo más desolador, inventándose conceptos como los de libertad o progresismo para intentar darle sentido a lo que se ha destruido al haber borrado de nuestro horizonte la imagen de un ideal duradero, virtuoso y positivo: ‘Todo lo que me atrevo a señalar, con firmeza aumentada, es que esa omisión, buena o mala, nos deja frente a frente con el problema de una conciencia humana llena de imágenes muy definidas del mal, y sin ninguna imagen definida del bien… La raza humana, según la religión, cayó una vez, y al caer adquirió el conocimiento del bien y del mal. Ahora hemos caído por segunda vez, y sólo nos queda el conocimiento del mal’.
Nos queda solamente, en efecto, las fotos del pobre hombre muriéndose de cáncer de pulmón en el frente de la cajetilla de Marlboro que, culposos, seguimos cual condenados comprando como borregos en dirección al matadero; mientras eso ocurre, nos seguimos engañando con conceptos sublimes para pensar que no es el matadero al que nos dirigimos, sino el paraíso: ‘Cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “libertad”; pero eso, tal como hablamos de ello, es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “progreso”: es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “educación”: es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. El hombre moderno dice: “Dejemos todas esas pautas arbitrarias y abracemos la libertad”. Dicho de forma lógica, esto significa: “No decidamos qué es lo bueno, pero consideremos bueno no decidirlo”. Dice: “Fuera las viejas fórmulas morales: yo estoy por el progreso”. Esto, dicho de forma lógica, significa: “No resolvamos qué es lo bueno, pero resolvamos si queremos más de ello”. Dice: “La esperanza de la raza no reside en la religión ni en la moralidad, sino en la educación”. Dicho claramente esto significa: “No podemos decidir qué es lo bueno, pero démoselo a nuestros hijos”.
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Yo no soy fumador ni mucho menos, aunque debo decir que por la estupidez natural de la que solemos ser víctimas en nuestros tiempos universitarios lo fui por un tiempo (después me hice fumador de puros, y de vez en vez suelo fumarme uno todavía, sobre todo si lo hago con mi mejor amigo, pero eso es harina de otro costal).
No recuerdo bien la circunstancia –estúpida muy seguramente eso sí– en la que tuvo lugar la fumada de mi primer cigarro, pero sí que recuerdo perfectamente la que me hizo dejar de hacerlo para siempre.
Era un reportaje que vi en la televisión sobre una clínica en la que fumadores con sus gargantas destrozadas –todos tenían perforado el cogote perdiendo con ello la capacidad para hablar– aprendían una técnica para poder hacerlo en la que realizaban primero varias tomadas de aire de manera acelerada para luego eructar y aprovechar el impulso laríngeo para emitir así las palabras que fueran capaces de pronunciar en esos segundos escurridizos, patéticos y miserables.
El impacto de lo que vi fue tal que al día siguiente dejé de fumar para no hacerlo jamás nunca desde hace un aproximado de veinte años más o menos, y ahora que leo el ensayo de Chesterton ‘Acerca del espíritu negativo’ (Herejes, Acantilado) me vino a la mente de manera casi plástica aquella escena tan catártica.
El comentario de Chesterton viene a cuento por la referencia que hace de un tal señor G. W. Foote y un libro suyo de nombre bastante peculiar, Cerveza y Biblia, ante lo que dice entonces lo siguiente: ‘No tengo la obra aquí, pero recuerdo que el señor Foote descartaba despectivamente cualquier intento de enfrentar el problema de las bebidas fuertes mediante oficios o intercesiones religiosas, y decía que, en cuanto a la templanza, una imagen del hígado de un borracho sería más eficaz que cualquier plegaria o alabanza’: vean todos juntos conmigo ahí esa imagen nítida, dramática y rotunda de esos pobres hombres sin garganta eructando cada quince segundos para balbucear palabras inteligibles solo por piedad confirmándonos la tesis del señor Foote según recuerda Chesterton no sé si me explico.
Ahora bien, hay que decir que de lo que habla Chesterton en su artículo no tiene tanto que ver con la fuerza catártica de las imágenes, sino con algo mucho más abstracto y complicado, a saber, sobre la incapacidad de la moral moderna para ver el bien, que ha quedado ya, cegada a golpe de dudas y relativismo, sin poder ver otra cosa que el mal o la enfermedad en todo cuanto nos rodea.
La causa de todo esto la tiene muy clara Chesterton: es la secularización del mundo como fundamento y premisa de la concepción moderna de las cosas lo que ha borrado de nuestro horizonte la posibilidad de encontrar las cosas buenas, lo que es bueno en la vida, y sobre todo ha borrado la posibilidad de llamarlo por su nombre toda vez que hacerlo supondría querer imponer un criterio, ya sea el de la tradición, ya sea el individual, “violentando” o discriminando los criterios de los demás, que es el mantra de la estupidez progresista postmoderna y relativista de nuestro tiempo.
La moralidad moderna podría observarse entonces, y ahora que estamos con el ejemplo de los fumadores, en esa circunstancia tan contradictoria y neurótica como la que ocurre, precisamente y ni más ni menos, con las cajetillas de cigarros de nuestra época, que tienen a la vista de todos esas fotos tan horrendas y dantescas de personas a un paso de la muerte con los pulmones destrozados por el cáncer al que llegaron gracias a ese vicio maligno al que está enganchado quien realiza la compra pero cuyo enganchamiento está configurado como función de un doble y monstruoso mecanismo que se auto-reproduce ad nauseam a partir de la mercadotecnia que, aunque advirtiéndote que lo que se te está vendiendo te está matando, tú sigues comprándolo porque tu cuerpo ya no puede más que seguir matándose lentamente.
A esa moralidad moderna: relativista, dudosa, escéptica, indiferente, que sólo advierte sobre la enfermedad y los males para terminar por generar lo que algunos autores han denominado la sociedad terapéutica de nuestro tiempo, en la que el sistema lo que quiere es hacer de todos nosotros enfermos de algo, lo que sea, con tal de quedar enganchados o a los fármacos, al terapeuta o a la industria de la sanación espiritual, opone Chesterton la moralidad mística, que sobre todo tiene una ventaja frente a la otra: que siempre es más alegre: ‘Un hombre joven puede abstenerse del vicio pensando continuamente en la enfermedad. También puede abstenerse pensando continuamente en la Virgen María. Puede haber dudas sobre cuál método es el más razonable, o incluso cuál es el más eficiente. Pero seguramente no puede haber dudas sobre cuál es el más sano’.
Al adolecer entonces la sociedad moderna de la posibilidad de nombrar y señalar lo que es bueno para todos, porque cada quien, en su individualidad aislada y hedonista, decide por sí mismo, queda entonces extraviada en medio de imágenes del mal e inmersa en el patetismo más desolador, inventándose conceptos como los de libertad o progresismo para intentar darle sentido a lo que se ha destruido al haber borrado de nuestro horizonte la imagen de un ideal duradero, virtuoso y positivo: ‘Todo lo que me atrevo a señalar, con firmeza aumentada, es que esa omisión, buena o mala, nos deja frente a frente con el problema de una conciencia humana llena de imágenes muy definidas del mal, y sin ninguna imagen definida del bien… La raza humana, según la religión, cayó una vez, y al caer adquirió el conocimiento del bien y del mal. Ahora hemos caído por segunda vez, y sólo nos queda el conocimiento del mal’.
Nos queda solamente, en efecto, las fotos del pobre hombre muriéndose de cáncer de pulmón en el frente de la cajetilla de Marlboro que, culposos, seguimos cual condenados comprando como borregos en dirección al matadero; mientras eso ocurre, nos seguimos engañando con conceptos sublimes para pensar que no es el matadero al que nos dirigimos, sino el paraíso: ‘Cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “libertad”; pero eso, tal como hablamos de ello, es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “progreso”: es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. Nos gusta hablar de “educación”: es una evasión para esquivar el examen de qué es lo bueno. El hombre moderno dice: “Dejemos todas esas pautas arbitrarias y abracemos la libertad”. Dicho de forma lógica, esto significa: “No decidamos qué es lo bueno, pero consideremos bueno no decidirlo”. Dice: “Fuera las viejas fórmulas morales: yo estoy por el progreso”. Esto, dicho de forma lógica, significa: “No resolvamos qué es lo bueno, pero resolvamos si queremos más de ello”. Dice: “La esperanza de la raza no reside en la religión ni en la moralidad, sino en la educación”. Dicho claramente esto significa: “No podemos decidir qué es lo bueno, pero démoselo a nuestros hijos”.
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