Chestertoniana

XV. Sobre la lectura y la literatura

‘La literatura es un lujo; la narrativa, una necesidad’. Este es el planteamiento inicial que problematiza Chesterton en su texto ‘La narrativa como alimento’ (La sal de la vida y otros ensayos, Espuela de plata, Sevilla, 2017). Según él, se trata de algo que en algún momento dijo y que luego le pidieron que desarrollara con más detalle, sin que ya se pudiera acordar sobre el contexto en el que lo dijo o si en realidad, incluso, lo dijo: ‘pero sé –eso sí nos aclara– por qué lo dije, si es que lo dije’.

Y entonces explica un poco: ‘la literatura es un lujo, porque es parte de lo que popularmente se considera “tener lo mejor de cada cosa”’, para la complementación de lo cual recuerda aquello que dijo Mathew Arnold al afirmar que “ser culto es conocer lo mejor que se ha dicho y lo mejor que se ha pensado”. La literatura es entonces para Chesterton ‘uno de esos lujos nobles que, en un Estado bien gobernado, estarían al alcance de todos, e incluso se considerarían artículos de primera necesidad’.

Aquí me detengo a recordar dos cosas: primero Vasconcelos, que fue por cierto casi casi que contemporáneo de Chesterton, y en cuya visión histórica estuvo siempre la educación, la lectura, los libros y las bibliotecas como punto de fuga del que se deprendían todos los horizontes y todas las perspectivas y todos los escorzos de su acción creadora. Se sabe que ya desde que fundó la Secretaría de Educación en la presidencia de Obregón, en 1921, le propuso de inmediato comprar la biblioteca de Joaquín García Icazbalceta para comenzar a conformar un acervo bibliográfico de dominio público. Esa fue siempre la obsesión fundamental y bella que lo guio todo el tiempo, razón por la cual sus años finales no los pudo haber dedicado a otra cosa que no fuera la creación y organización de la hoy Biblioteca de México, conocida también como Biblioteca de México “José Vasconcelos”, como no podría ser de otra manera.

Este proyecto, aunado a aquél otro de la creación de lecturas de clásicos para niños y de la edición de clásicos para estudiantes y adultos (los de tapa verde) constituyen la evidencia de que fue Vasconcelos el ejemplo canónico que México ha dado a la historia para saber lo que se debe hacer para gobernar bien un Estado en el sentido de Chesterton, esto es, en el de hacer que la buena literatura esté al alcance de todos, o de hacer de los libros –tarea titánica ciertamente– artículos de primera necesidad.  

La otra cosa que recuerdo en estos momentos es la película La casa Rusia de Fred Schepisi (1990), basada en la novela homónima de John le Carré y que es una de mis películas favoritas (al grado de poder ser incluso la primera en la lista, o de las primeas tres) por tener precisamente a la literatura como protagonista fundamental. Como se sabe, la trama está ambientada en los últimos años de la Unión Soviética y gira alrededor de un editor inglés entrado en años, Scott Blair (Sean Connery), desencantado de todo y de vuelta ya de todo que vive en Lisboa solitario entre alcohol y libros, y que es contactado/reclutado un poco a la fuerza por los servicios secretos británicos para desentrañar el misterio de la existencia del manuscrito de una novela escrita contra el imperio soviético y que para poderse editar tiene que sacarse clandestinamente de Rusia, a través de Katya Orlova (Michelle Pfeiffer), una tímida editora que termina convertida en el enlace entre el escritor de la novela en cuestión y su sorprendido editor –que por lo demás termina enamorado de ella– y a través de cuya aventura se entreteje un lienzo sobre la caída de la Unión Soviética y el papel de los espías y los servicios secretos extranjeros (sobre todo los norteamericanos y los británicos) en ese proceso, con escenas tomadas en locaciones fascinantes como Moscú o Leningrado (San Petesburgo) en una atmósfera donde se destila un poco de política, un mucho de historia y un mucho, también, de amor por la literatura, efectivamente.

En la escena en la que lo interroga la CIA y el MI6, le preguntan a Blair por las razones de su devoción por Rusia y la Unión Soviética, a lo que responde más o menos algo así como que era imposible no querer a un pueblo que amaba tanto a la literatura, al grado de que, al entrar en cualquier baño público, mientras orinabas era muy usual que el que tuvieras al lado, orinando también, te hiciera alguna pregunta sobre Nietzsche o Dostoyevski o sobre algo de profundidad existencial derivado de su lectura. Es obvio que la escena (en el libro y la película) es un tanto exagerada, pero te deja pensando sobre si es cierto o no –yo, por lo menos, lo considero posible– que un pueblo como el ruso, o el francés o el cubano –son los que de inmediato me vienen a la mente también–, tienen ese grado tan profundo de amor por la gran literatura, cosa que implicaría el mérito de los soviéticos de haber gobernado bien ese Estado en el sentido de Chesterton que aquí tenemos entre manos.

Yo siempre he dicho que la lectura, y sobre todo la de literatura, de gran literatura, es mi forma de la elegancia, es mi elegancia, cosa que retuve de una entrevista a Roberto Bolaño que vi hace tiempo y que creo que dio en el clavo. Pero no se trata de una elegancia que se ostente como se ostenta un auto o una camioneta de marca; es una elegancia discreta, pudorosa y silenciosa, que tiene como esencia umbilical un proceso fascinante de anclaje entre lector y escritor en la inmanencia poética del texto, y que conforme vas avanzando en él se activa un proceso sutil y milagroso por increíble en el que tu cerebro como que se te va acomodando.

Esta es la forma un tanto gráfica y torpe, tal vez, en la que yo puedo explicar lo que significa la elegancia bella y hermosa de la lectura de gran literatura. Léase Los días terrenales de José Revueltas o La muerte de Virgilio de Herman Broch, dos de mis novelas más entrañables, titánicas, extraordinarias e inolvidables, y tal vez se me pueda entender mejor.

Chesterton dice que para él son más bien Scott, Thackeray y Dickens sus autores fundamentales, pues ‘tenían el misterioso talento, la misteriosa habilidad de la novela inagotable. Incluso al llegar al final de la historia, sentimos de alguna forma que no tiene fin. Dicen algunos que han leído Los papeles póstumos del club Pickwick cinco veces, o cincuenta, o quinientas. En cuanto a mí, sólo lo he leído una vez. Desde entonces vivo en Pickwick.’.

La casa Rusia (Fred Schepisi, 1990)
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