Chestertoniana

XIV. Sobre el humor

Yo he sido siempre muy malo, malísimo, para contar chistes. De hecho creo que sólo soy capaz de contar uno o dos que me sé por ahí, y nada más. Y no exagero.

Ahora bien, lo que sí me ha pasado es que he desarrollado, a través de la docencia y de una cierta práctica en la impartición de conferencias o de cursos largos, una facultad irónica que me ha dado buenos resultados sin que yo necesariamente los buscara, en el sentido de que suelo sacar grandes carcajadas a mis auditorios en los momentos en que estoy impartiendo algún curso o alguna conferencia.

Desconozco si mis alumnos piensan en el humor como lo primero que les viene a la mente para calificarme y describirme, habría que preguntarles. Recuerdo bien a un querido compañero de trabajo, que veía removerse de las carcajadas mientras ironizaba yo sobre este o aquel punto en alguno de mis cursos; el efecto era a tal grado prolongado, que luego me lo encontraba más tarde o días después de la sesión y al saludarme se volvía a torcer de la risa recordando las ironías en cuestión.

No sé por qué razón yo pensé por mucho tiempo que el humor era cosa de gente adinerada. Creo que era un prejuicio ciertamente. Y bastante estúpido, ahora que lo pienso. Y no es por un clasismo implícito ni nada, no quiero que me malinterpreten, sino que simplemente hacía yo el razonamiento de que la vida holgada, la falta de preocupaciones, el estado de disfrute permanente era la condición indispensable para que la gente pudiera tomarse las cosas a la ligera y ver el lado cómico de todo. Recuerdo que, en mis tiempos de la universidad, conocí a un tipo que encajaba en ese perfil socioeconómico, que era de un humor fino, irónico y ciertamente genial, no parabas de reírte a su lado. Tal vez haya sido eso lo que me hizo pensar así, y me quedé con la idea, que ahora me parece una reverenda estupidez.

Intentando acordarme de la persona más chistosa que yo he conocido, me vienen a la mente dos. Un portugués cuyo nombre ni recuerdo, pero que conocí mientras estudiaba en Inglaterra, y que era sencillamente magistral contando chistes; era verdaderamente sorprendente la manera en la que los contaba, haciéndolo además con un inglés extraordinario. La otra persona es un amigo español con quien estudié en Madrid, Luis Isidro o Isidro Luis, que era de un humor y una ironía sorprendentes.

Yo pensaba en todo caso que para que el humor se dé tiene que haber ingenio, es decir, que una persona con humor es una persona ingeniosa, inteligente, rápida para hacer conexiones, que es lo que suele ocurrir con el albur mexicano, que yo en realidad aborrezco por su vulgaridad sin perjuicio de que sé que la rapidez y el ingenio es lo que lo caracteriza, no lo vamos a negar.

Pero para Chesterton las cosas no son así, según su texto ‘Humor’ (La sal de la vida y otros ensayos, Espuela de plata, Sevilla, 2017); el humor no puede estar conectado con el ingenio porque éste implica algo así como la soberbia, o por lo menos la seguridad, mientras que el humor implica una debilidad: ‘pero se le ha quedado pegada a la palabra Humor, sobre todo cuando se contrapone a la palabra Ingenio, una especia de tradición o ambiente que pertenece a los antiguos excéntricos cuya excentricidad era siempre tozuda, y muchas veces ciega. La distinción es sutil, pero uno de los elementos que queda en la mezcla es cierta sensación de que se están riendo de uno, al tiempo que se ríe uno. Esto implica cierta confesión de la debilidad humana; mientras que el ingenio es más bien el intelecto humano en el ejercicio de toda su potencia, aunque sea sobre un punto reducido. El ingenio es la razón en su sede judicial; y aunque los ofensores se sientan afectados sólo ligeramente, lo importante es que el juez no se siente afectado en absoluto. Pero el humor siempre lleva implícita la idea de que el propio humorista se encuentra en desventaja, atrapado en las marañas y las contradicciones de la vida humana’.

Esto que dice Chesterton me recuerda la película de Patrice Leconte Ridículo (Francia, 1996), que está ambientada en la Francia pre-revolucionaria de fines del XVIII, y situada en el contexto de la corte decadente de Luis XVI, en donde la dinámica social estaba definida por el ridículo, en el sentido de que el estatus social de sus miembros dependía del ingenio que tuvieran para desenvolverse con naturalidad en la serie de ociosidades a las que se dedicaban todo el día los cortesanos; cuando alguien hacía el ridículo (al no entender la ironía sutil de un chiste, al tropezarse en algún baile o al desacomodársele el atuendo) caía en desgracia con la misma rapidez con la que el chisme del ridículo en cuestión era susurrado por la noche al rey por la amante de turno, para que quede anulado de la lista y se esfumara cualquier posibilidad de hablar con él.  

El personaje principal, un pequeño burgués de una aldea cercana que tenía un proyecto para desatascar un pantano, sabía que sólo podía tener éxito su proyecto si obtenía los recursos necesarios del rey, pero para acceder a él y presentarle el proyecto tiene que ingresar primero a la corte; cuando lo logra, pone entonces en marcha su estrategia de librar cada noche en la jungla decadente de irónicos, ingeniosos y sutiles aunque inútiles y ociosos cortesanos, hasta que una mala noche se tropieza y cae en uno de los bailes haciendo completamente el ridículo, viendo entonces perdida su oportunidad de llegar al rey, de financiar su proyecto, y de propiciar el progreso. Y en eso estalla la revolución, afortunadamente.

En la escena final, dos cortesanos aparecen en un acantilado inglés, tal vez en el extremo británico del estrecho de Dover, están exiliados, y miran con nostalgia hacia el otro extremo, el francés, en una Francia que ha sido tomada por los jacobinos y estaba a punto de ser controlada por Napoleón, que tanto detestaba a la aristocracia ociosa y a la vida de los cortesanos. En el diálogo final, si no recuerdo mal, le dice uno al otro algo así como que ‘qué aburridos son los ingleses, extraño tanto nuestra ironía y nuestro ingenio’, a lo que su compatriota le responde, mirando hacia Francia, ‘yo también, pero allá lo que reina ahora es la elocuencia de Danton y Robespierre’.

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