Chestertoniana

XIII. Entre la pasión o el sentimiento

Creo que no dudaría ni un segundo a la hora de responder si alguien me preguntara si soy un hombre apasionado o un hombre sentimental. Mi respuesta sería y es inmediata: me considero un apasionado, y añadiría incluso, si me apuran, que el sintagma hombre sentimental me pone de hecho de malas, sin perjuicio de que hay una novela bellísima de Javier Marías que lleva precisamente ese título, Un hombre sentimental. La edición que yo tengo de Alfaguara, y supongo que todas las ediciones que hay de esa novela, tiene como elemento de portada el fragmento de uno de los bellísimos oleos de Edward Hopper.

El asunto tiene su complejidad en todo caso. Spinoza, por ejemplo, considera a la pasión como algo negativo, algo que se padece, y que disminuye la potencia de actuar, ante lo que opone la beatitudo (beatitud), que es algo así como la felicidad asociada a todo aquello que activa, incrementa o detona esa potencia, elemento fundamental e imprescindible para perseverar en nuestro ser. Spinoza y Marx son en todo caso imprescindibles para la comprensión de la psicología moderna, pues en sus planteamientos problemáticos dejaron abiertas cuestiones muy sutiles e importantes alrededor de la consideración del hombre como esclavo de sus pasiones (Spinoza), o como esclavo de sus necesidades (Marx), configuradas una y otras históricamente.  

Pero es que yo lo que considero es que es precisamente la pasión lo que me conduce y me empuja a actuar, razón por la cual se me quedó esa duda a la hora de leerme la Ética, que por tantas razones ha resultado ser, por otro lado, un libro fundamental e iniciático.

La pasión no es entonces, para mí, algo negativo: es una tensión que se determina en el ámbito de la inteligencia y que activa los mecanismos de mi voluntad y me mueve. Habría que aclarar que estamos hablando de una pasión/tensión configurada en una inmanencia intelectual o teorética, pues es la pasión o desmesura del conocimiento lo que yo podría considerar como el motor fundamental de mi vida, que es precisamente algo como lo que dijo Aristóteles al definir la felicidad en su Ética a Nicómaco, conectándola con todo aquello que activa la facultad suprema del hombre, que es la de la inteligencia y el entendimiento.

Un hombre apasionado sería entonces alguien determinado, arrastrado por una o varias tensiones en el sentido dicho, que atenazan su vida y lo mantienen de pie, ante lo que recuerdo en este momento una entrevista que le hicieron a Pedro García Cuartango, periodista español, cuando lo fueron a visitar a su biblioteca, que constaba de miles y miles de ejemplares. Mientras iba explicando con fervor y amor y con el entusiasmo de un niño cada uno de los miles de tomos que se agolpaban en los anaqueles, y que se clasificaban en una lista interminable y fascinante de categorías (literatura inglesa, francesa, rusa, española, historia, política, cuento, filosofía, novela negra, ensayo, biografías) se le escapó de pronto, ante la incapacidad que tenía ya para explicarlos todos y cada uno, el entrañable comentario “¡es que me gustan tantas cosas!”, lo que a su vez se conectaba en línea directa con los intereses universales como criterio de vida según el concepto de sabiduría de los estoicos. Es un hombre apasionado ciertamente.

Tan apasionado como lo es también Selma Ancira, que lo explicó de una manera hermosa en una entrevista que le hicieron, también, para la televisión rusa en la que estaba dando cuenta de la manera en que llegó a la obra de Marina Tsvetáyeva, de la que es la primera y me parece que única traductora al español. Mientras iba contando cómo fue que conoció su obra; cómo fue que se la leyó toda; cómo fue que quedó cautivada y enamorada de por vida de ella; cómo fue que por ella, de hecho, le cambió la vida para siempre; como es que con la obra de Tsvetáyeva no había día o noche ni descanso ni vacaciones ni lunes ni martes ni domingos, sino que todo era una sólo y misma tensión intelectual y bella, dijo entonces, como para terminar, “no sé vivir de otra manera”. Es una mujer apasionada también, ciertamente, qué duda cabe.

Pero no es una mujer sentimental, creo yo, así como tampoco lo es García Cuartango o yo, según creo poder afirmar. Pero Chesterton no es tan duro, o por lo menos no se lo toma tan en serio.

En su texto ‘La literatura sentimental’ (La sal de la vida y otros ensayos, Espuela de plata, Sevilla, 2017), aborda las cosas con más ecuanimidad, y seguramente que con más razón que yo. ‘La diferencia entre pasión y sentimiento no es, como se suele creer, cuestión de sinceridad ni de honestidad ni de la verdad de la emoción. Es la diferencia entre dos maneras de ver las mismas realidades incuestionables de la vida. El verdadero sentimiento consiste en no tomarse las emociones cenitales de la vida como cuestión personal, como se las toma la pasión, sino impersonalmente, alegre y abiertamente conscientes de que son cosas que nos pasan a todos. La pasión siempre es un secreto; es inconfesable; siempre resulta de un descubrimiento; no se puede compartir. Pero el sentimiento representa ese estado de ánimo en que todos reconocemos, con debilidad mitad humorística mitad magnánima, que estamos en posesión del mismo secreto, que todos hemos descubierto lo mismo. Romeo y Julieta, por ejemplo, es pasión. Trabajos de amor perdidos es sentimiento.’

Distinción fundamental que pone aquí sobre la mesa Chesterton: la pasión es algo oculto, es un secreto; el sentimiento, lo sentimental, es algo que puede aflorar a la luz del día, produciendo comunión, podríamos pensar.

Y es cierto: tal vez algo como esto, una pública comunión sentimental, es lo que ha venido consolidándose como tendencia en los últimos años, pero no ya en el terreno de la literatura, que ya casi nadie lee en amplios sectores de las sociedades (y el artículo de Chesterton trata sobre el sentimentalismo en la literatura popular), sino en el de la televisión, que ha sustituido ya casi por completo, precisamente, a la novela como objeto y práctica de entretenimiento social (las series de Netflix o similares han sustituido a las telenovelas, que a su vez sustituyeron en su momento a las novelas por entregas en los periódicos del siglo XIX).

Se trata de esos concursos de baile o de canto, en donde un conjunto de personajes de la farándula se pone en contacto con aspirantes –muchas veces, si no es que en todos los casos, no lo sé muy bien, proveniente de clases bajas, o de situaciones marginales o discriminadas– a tener una carrera en una u otra disciplina, y en su convivencia se van generando lazos sentimentales de diverso tipo, ésta es la cuestión, para irse luego presentando en un conjunto de emisiones secuenciadas en forma de concurso hasta llegar a un ganador y el correspondiente listado de finalistas.

No tengo nada en contra de los concursos de talento artístico, y de hecho conozco personalmente a algunas personas salidas de ellos con un talento indiscutible y formidable. Pero lo que la verdad sí que no soporto es el afán de los productores para hacer yo no sé si de todos, o de algunos de los programas, un derroche de sentimentalismo y de lloriqueo por las historias de los marginados en cuestión, que junto con la sensibilidad de los faranduleros tocados en el corazón terminan todos llorando ante las pantallas de una manera obscena, vulgar, cursi y verdaderamente bochornosa.

No, sencillamente no me considero un hombre sentimental, y mucho menos un hombre sensible, si sentimental o sensible son adjetivos que clasifican a quienes son dados en demasía a ponerse a llorar en público o a hablar nada más, vanidosamente, sobre sí mismos.

Yo lo que tengo son pasiones; pasiones fundamentales que atenazan mi vida de una forma extraordinaria, pero que las mantengo para mí de forma estoica, sin vanidad, y como dinamizadores de mi conducta que la arrastran de forma tal que he llegado a una situación en la que, en definitiva, y eso sí que lo confieso, yo ya no sé vivir de otra manera.  

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