No voy a ponerme en la clásica, cómoda y desde luego que errónea postura desde la que se afirma que, antes, las cosas fueron siempre mejor. Lo que sí aplica decir es aquello que leí de Luis Goytisolo hablando sobre nuestro presente desde la perspectiva de las nefastas consecuencias de la corrección política, afirmando que ‘el ser humano ha conocido tiempos más sombríos; tan bobos, posiblemente no’.
Esto de la corrección política es una verdadera pesadilla, y se expande como el gas de manera indetenible e implacable, además de que se ha transformado en una tiranía en toda regla, consistente en querer hacer de todos y cada uno de nosotros una víctima en acto o en potencia de algo, para lo cual entonces se despliega una industria de los derechos, que va del sistema educativo en su totalidad, inoculado ya con el panfilismo de la ONU, al sistema ideológico que permea a las instituciones del Estado, mediante la que se codifica absolutamente todo, desde la manera de sentarte en el inodoro hasta las disposiciones que debe seguir un médico para no “violentar” al paciente de la forma que sea, ya sea quirúrgica, ya sea psicológica, ya sea verbal, ya sea visual. Imaginen cualquier otra cosa de nuestra vida cotidiana y métanla entre esos dos extremos.
Y entonces se inventan tipologías de violencia hasta el cansancio: violencia visual, violencia verbal, violencia psicológica, violencia vicaria, violencia patriarcal, violencia machista, violencia económica, violencia social, violencia racial, violencia de clase. Qué fastidio madre mía, qué fastidio la verdad.
Todo esto ha generado por cierto una crisis en el Derecho como disciplina y como forma de la racionalidad humana, pues ahora toda la carga de los problemas se pone sobre los hombros de la ley, mientras que antes la tarea se repartía entre el fuero familiar, el fuero de la iglesia, el fuero de la moral y el fuero de la ley, que es el argumento desarrollado magistralmente por Paolo Prodi en Una historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho (Katz, Buenos Aires, 2008).
Recuerdo una vez en la que participaba en una mesa de discusión sobre no recuerdo bien qué tema, pero sí recuerdo que yo estaba argumentando algo así como que la tecnología y la automatización es lo que permitía que ahora, por ejemplo, una mujer pudiera participar en pie de igualdad con un hombre en tareas propias de la industria de la construcción, pues la fuerza de las máquinas había sustituido a la fuerza humana para cargar, desplazar o mover cosas pesadas. Así más o menos era mi argumento, cuando de pronto levanta una joven la mano y pide la palabra para decirme –dejándome frío por lo que escuchaba– que se había sentido “violentada y ofendida” por lo que yo acababa de decir. Increíble.
En otra ocasión, estaba yo en otra mesa de discusión en torno de las mujeres mexicanas anarquistas, con la participación de una supuesta “experta” en feminismo cuyo nombre prefiero omitir aunque me acuerdo perfectamente de él (era una demagoga sectaria impresentable, la verdad sea dicha). Cuando tomé la palabra, el desarrollo de mi argumento desembocó, por razones que no me puedo detener aquí a detallar, en la cuestión de la demografía para entender los procesos sociales, políticos e históricos a nivel antropológico. Entonces dije que el demógrafo se guía con el rigor más implacable por los criterios de la natalidad, la mortalidad, la fertilidad, la nupcialidad y la movilidad, y que para el demógrafo no hay izquierda o derecha, liberalismo o conservadurismo, justicia o injusticia o derechos o falta de derechos, lo que hay son esos cinco criterios y punto, y que eso es lo que mide. Cuando estaba tocando el punto de la fertilidad y los nacimientos para los efectos de medir la tasa de natalidad de una sociedad, la señora “experta” me interrumpió indignada y afectada de sensibilidad ética para decir que lo que acababa de decir estaba sesgado por una visión machista y patriarcal de las cosas, como si fuera posible entonces ahora reorganizar a la demografía como disciplina pero con “perspectiva de género”. Increíble, pero ya lo dijo Goytisolo, no sé si me explico: el ser humano ha conocido tiempos más sombríos; tan bobos, posiblemente no. Yo en esa mesa lo comprobé una vez más.
Las consecuencias de esto son nefastas y peligrosas ciertamente, porque tiene el efecto de transformar a las personas en víctimas (y del victimismo al infantilismo hay medio paso nada más) para la resolución de cuyo expediente, además de la sanción correspondiente según la ley creada para los efectos, se genera un subsistema de terapeutas a través de los cuales se canaliza a la persona “violentada” para que sane sus penas a través de metodologías sin rigor científico y saturadas de una metafísica de la levedad ciertamente chocante, terminando por transformar –o querer transformar– a las sociedades de adultos en sociedades de niños víctimas de todo, que lo único que saben hacer es exigir derechos y buscar la felicidad.
La escritora colombiana Carolina Sanín lo dijo la otra vez en un tuit de manera categórica y lapidaria, para hablar del arracimado de consecuencias nucleado en la academia pero con alcance expansivo mucho más dilatado y preocupante, poniendo a la tiranía de la corrección política junco con otros vicios más bien académicos, diciendo entonces lo siguiente: ‘la sobreespecialización de las disciplinas, la estandarizada “escritura académica” (muerte del ensayo y de la conexión entre saber y estilo), las redes sociales y la corrección política son inventos de una misma institución (la universidad gringa) y obedecen a un mismo ethos. Y redundan, todos esos inventos, en la extinción de las humanidades y del humor. En la muerte del humanismo.’ Certero como bomba de alta precisión esto que dice Sanín.
Porque está entonces el problema del humor. Y todo esto a lo que tiende es a la eliminación del humor, de la ironía y de la sátira. Ya no se puede decir nada con un doble sentido (en términos irónicos, no en los de la vulgaridad del albur); ya no se pueden hacer contrastes tomando como punto de referencia negativa a una persona o figura, porque al hacerlo la estás violentando y ofendiendo (ya todo tiene que decirse en positivo, no hay nada negativo en el mundo, todo es armónico, todo está bien, solo tienes que modificar el punto de vista y “abrir la mente”); ya no puedes ofender a alguien diciéndole por ejemplo “enano político” o “insecto moral”, porque estás violentando y ofendiendo a los enanos y a los insectos; ya no puedes decir que algo, el narcotráfico por ejemplo, es un “cáncer para la sociedad”, porque violentas y ofendes a las personas con cáncer; ya no puedes usar el género masculino como género neutro en gramática, porque violentas, ofendes y discriminas al género femenino. Es un verdadero caos todo esto, un caos que asfixia hasta la náusea.
La otra vez tuve el desagrado de ver cómo en el Senado de la República se manifestaba todo esto, cuando ante las injurias pedestres y rudimentarias que una senadora analfabeta lanzaba desde tribuna contra el presidente López Obrador, otro senador salió airoso en su defensa para decir, además, que iba a demandar a la de la voz por ofender al presidente, cosa que me pareció desafortunadísima, me dio pena ajena.
Y es que no se puede estar judicializándolo todo y a la primera que uno se sienta ofendido, por favor, y mucho menos cuando se trata de una ofensa retórica en una tribuna parlamentaria, a no ser que se ignore que el de la política es de manera constitutiva un terreno polémico, de lucha y de combate continuo y sin parar. Lo que procedía era simplemente tomar el turno correspondiente en tribuna y lanzar una ofensa retórica mucho más contundente, sutil y elaborada, pues el Parlamento, entre otras cosas, es para eso, para desarrollar batallas retóricas y discursivas y dejarlas en el foro de la opinión pública. El maestro histórico para esto ha sido, y yo no sé tal vez si para todos los tiempos, o por lo menos en los modernos, Winston Churchill.
Pero hay algo más que no hemos visto, y que Chesterton dice en su texto ‘Pope y el arte de la sátira’ (Tipos diversos, Sevilla, Renacimiento, 2011), y es el hecho de que para realizar una sátira (o una ofensa) verdaderamente consistente, es necesaria la generosidad previa que te permita ver los méritos y virtudes del atacado, para luego emprender desde ahí la sátira en cuestión: ‘Para escribir una gran sátira, para atacar a un hombre de forma que éste acuse el ataque y casi llegue a admitir que es justo, es necesaria una cierta magnanimidad intelectual que reconozca los méritos del oponente además de sus defectos. Esta es, desde luego, tan sólo otra manera de expresar esa sencilla verdad de que, para atacar a una ejército, es necesario conocer no sólo sus flancos débiles, sino también los fuertes […] Es imposible vencer a un ejército sin haber tenido antes en cuenta su fuerza. Es imposible satirizar a un hombre sin haber tenido antes en cuenta sus virtudes’.
Qué razón tiene Chesterton en verdad, porque parte del hecho fundamental de que ni el mal ni el bien existen de manera absoluta, y que no obstante que en política, dado su carácter polémico y agonal (es decir, que tiene relación constitutiva con la competencia), se tiende siempre a atribuir al enemigo cualidades negativas en términos absolutos e inapelables, la verdad es que eso es en realidad imposible, en el sentido de que nadie es bueno ni malo en términos absolutos y definitivos: ‘Es una costumbre demasiado extendida entre los políticos describir a sus oponentes como si fueran del todo inhumanos, como si no les importara lo más mínimo su país y fueran unos cínicos absolutos, lo que ningún hombre ha sido desde el principio del mundo. Este tipo de invectiva puede a menudo tener un gran éxito aparente; puede arraigar en el estado de ánimo del momento; puede arrancar aplauso y emisión; puede impresionar a millones de personas. Sin embargo, habrá alguien entre esos millones de personas a quien no impresione en lo más mínimo, a quien apenas si logre llegar, y ése será el hombre al que va dirigida (la sátira). La única persona para la que habrá sido escrita en vano esa sátira será el mismo hombre que la sátira tenía como objeto alcanzar.’
Así que ya lo sabemos: digamos no a la bobería victimista y terapéutica de los tiempos que nos ha tocado vivir; seamos hombre y mujeres valientes, estoicos y adultos; y seamos conscientes de que, así como sólo siendo capaces de reírnos primero de nosotros mismos es entonces posible reírnos de verdad de lo que sea, sólo reconociendo primero las virtudes y cualidades de nuestro enemigo podemos entonces atacarlo –ya sea por vía de la ironía, o la del sarcasmo o la de la sátira– de verdad.
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No voy a ponerme en la clásica, cómoda y desde luego que errónea postura desde la que se afirma que, antes, las cosas fueron siempre mejor. Lo que sí aplica decir es aquello que leí de Luis Goytisolo hablando sobre nuestro presente desde la perspectiva de las nefastas consecuencias de la corrección política, afirmando que ‘el ser humano ha conocido tiempos más sombríos; tan bobos, posiblemente no’.
Esto de la corrección política es una verdadera pesadilla, y se expande como el gas de manera indetenible e implacable, además de que se ha transformado en una tiranía en toda regla, consistente en querer hacer de todos y cada uno de nosotros una víctima en acto o en potencia de algo, para lo cual entonces se despliega una industria de los derechos, que va del sistema educativo en su totalidad, inoculado ya con el panfilismo de la ONU, al sistema ideológico que permea a las instituciones del Estado, mediante la que se codifica absolutamente todo, desde la manera de sentarte en el inodoro hasta las disposiciones que debe seguir un médico para no “violentar” al paciente de la forma que sea, ya sea quirúrgica, ya sea psicológica, ya sea verbal, ya sea visual. Imaginen cualquier otra cosa de nuestra vida cotidiana y métanla entre esos dos extremos.
Y entonces se inventan tipologías de violencia hasta el cansancio: violencia visual, violencia verbal, violencia psicológica, violencia vicaria, violencia patriarcal, violencia machista, violencia económica, violencia social, violencia racial, violencia de clase. Qué fastidio madre mía, qué fastidio la verdad.
Todo esto ha generado por cierto una crisis en el Derecho como disciplina y como forma de la racionalidad humana, pues ahora toda la carga de los problemas se pone sobre los hombros de la ley, mientras que antes la tarea se repartía entre el fuero familiar, el fuero de la iglesia, el fuero de la moral y el fuero de la ley, que es el argumento desarrollado magistralmente por Paolo Prodi en Una historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho (Katz, Buenos Aires, 2008).
Recuerdo una vez en la que participaba en una mesa de discusión sobre no recuerdo bien qué tema, pero sí recuerdo que yo estaba argumentando algo así como que la tecnología y la automatización es lo que permitía que ahora, por ejemplo, una mujer pudiera participar en pie de igualdad con un hombre en tareas propias de la industria de la construcción, pues la fuerza de las máquinas había sustituido a la fuerza humana para cargar, desplazar o mover cosas pesadas. Así más o menos era mi argumento, cuando de pronto levanta una joven la mano y pide la palabra para decirme –dejándome frío por lo que escuchaba– que se había sentido “violentada y ofendida” por lo que yo acababa de decir. Increíble.
En otra ocasión, estaba yo en otra mesa de discusión en torno de las mujeres mexicanas anarquistas, con la participación de una supuesta “experta” en feminismo cuyo nombre prefiero omitir aunque me acuerdo perfectamente de él (era una demagoga sectaria impresentable, la verdad sea dicha). Cuando tomé la palabra, el desarrollo de mi argumento desembocó, por razones que no me puedo detener aquí a detallar, en la cuestión de la demografía para entender los procesos sociales, políticos e históricos a nivel antropológico. Entonces dije que el demógrafo se guía con el rigor más implacable por los criterios de la natalidad, la mortalidad, la fertilidad, la nupcialidad y la movilidad, y que para el demógrafo no hay izquierda o derecha, liberalismo o conservadurismo, justicia o injusticia o derechos o falta de derechos, lo que hay son esos cinco criterios y punto, y que eso es lo que mide. Cuando estaba tocando el punto de la fertilidad y los nacimientos para los efectos de medir la tasa de natalidad de una sociedad, la señora “experta” me interrumpió indignada y afectada de sensibilidad ética para decir que lo que acababa de decir estaba sesgado por una visión machista y patriarcal de las cosas, como si fuera posible entonces ahora reorganizar a la demografía como disciplina pero con “perspectiva de género”. Increíble, pero ya lo dijo Goytisolo, no sé si me explico: el ser humano ha conocido tiempos más sombríos; tan bobos, posiblemente no. Yo en esa mesa lo comprobé una vez más.
Las consecuencias de esto son nefastas y peligrosas ciertamente, porque tiene el efecto de transformar a las personas en víctimas (y del victimismo al infantilismo hay medio paso nada más) para la resolución de cuyo expediente, además de la sanción correspondiente según la ley creada para los efectos, se genera un subsistema de terapeutas a través de los cuales se canaliza a la persona “violentada” para que sane sus penas a través de metodologías sin rigor científico y saturadas de una metafísica de la levedad ciertamente chocante, terminando por transformar –o querer transformar– a las sociedades de adultos en sociedades de niños víctimas de todo, que lo único que saben hacer es exigir derechos y buscar la felicidad.
La escritora colombiana Carolina Sanín lo dijo la otra vez en un tuit de manera categórica y lapidaria, para hablar del arracimado de consecuencias nucleado en la academia pero con alcance expansivo mucho más dilatado y preocupante, poniendo a la tiranía de la corrección política junco con otros vicios más bien académicos, diciendo entonces lo siguiente: ‘la sobreespecialización de las disciplinas, la estandarizada “escritura académica” (muerte del ensayo y de la conexión entre saber y estilo), las redes sociales y la corrección política son inventos de una misma institución (la universidad gringa) y obedecen a un mismo ethos. Y redundan, todos esos inventos, en la extinción de las humanidades y del humor. En la muerte del humanismo.’ Certero como bomba de alta precisión esto que dice Sanín.
Porque está entonces el problema del humor. Y todo esto a lo que tiende es a la eliminación del humor, de la ironía y de la sátira. Ya no se puede decir nada con un doble sentido (en términos irónicos, no en los de la vulgaridad del albur); ya no se pueden hacer contrastes tomando como punto de referencia negativa a una persona o figura, porque al hacerlo la estás violentando y ofendiendo (ya todo tiene que decirse en positivo, no hay nada negativo en el mundo, todo es armónico, todo está bien, solo tienes que modificar el punto de vista y “abrir la mente”); ya no puedes ofender a alguien diciéndole por ejemplo “enano político” o “insecto moral”, porque estás violentando y ofendiendo a los enanos y a los insectos; ya no puedes decir que algo, el narcotráfico por ejemplo, es un “cáncer para la sociedad”, porque violentas y ofendes a las personas con cáncer; ya no puedes usar el género masculino como género neutro en gramática, porque violentas, ofendes y discriminas al género femenino. Es un verdadero caos todo esto, un caos que asfixia hasta la náusea.
La otra vez tuve el desagrado de ver cómo en el Senado de la República se manifestaba todo esto, cuando ante las injurias pedestres y rudimentarias que una senadora analfabeta lanzaba desde tribuna contra el presidente López Obrador, otro senador salió airoso en su defensa para decir, además, que iba a demandar a la de la voz por ofender al presidente, cosa que me pareció desafortunadísima, me dio pena ajena.
Y es que no se puede estar judicializándolo todo y a la primera que uno se sienta ofendido, por favor, y mucho menos cuando se trata de una ofensa retórica en una tribuna parlamentaria, a no ser que se ignore que el de la política es de manera constitutiva un terreno polémico, de lucha y de combate continuo y sin parar. Lo que procedía era simplemente tomar el turno correspondiente en tribuna y lanzar una ofensa retórica mucho más contundente, sutil y elaborada, pues el Parlamento, entre otras cosas, es para eso, para desarrollar batallas retóricas y discursivas y dejarlas en el foro de la opinión pública. El maestro histórico para esto ha sido, y yo no sé tal vez si para todos los tiempos, o por lo menos en los modernos, Winston Churchill.
Pero hay algo más que no hemos visto, y que Chesterton dice en su texto ‘Pope y el arte de la sátira’ (Tipos diversos, Sevilla, Renacimiento, 2011), y es el hecho de que para realizar una sátira (o una ofensa) verdaderamente consistente, es necesaria la generosidad previa que te permita ver los méritos y virtudes del atacado, para luego emprender desde ahí la sátira en cuestión: ‘Para escribir una gran sátira, para atacar a un hombre de forma que éste acuse el ataque y casi llegue a admitir que es justo, es necesaria una cierta magnanimidad intelectual que reconozca los méritos del oponente además de sus defectos. Esta es, desde luego, tan sólo otra manera de expresar esa sencilla verdad de que, para atacar a una ejército, es necesario conocer no sólo sus flancos débiles, sino también los fuertes […] Es imposible vencer a un ejército sin haber tenido antes en cuenta su fuerza. Es imposible satirizar a un hombre sin haber tenido antes en cuenta sus virtudes’.
Qué razón tiene Chesterton en verdad, porque parte del hecho fundamental de que ni el mal ni el bien existen de manera absoluta, y que no obstante que en política, dado su carácter polémico y agonal (es decir, que tiene relación constitutiva con la competencia), se tiende siempre a atribuir al enemigo cualidades negativas en términos absolutos e inapelables, la verdad es que eso es en realidad imposible, en el sentido de que nadie es bueno ni malo en términos absolutos y definitivos: ‘Es una costumbre demasiado extendida entre los políticos describir a sus oponentes como si fueran del todo inhumanos, como si no les importara lo más mínimo su país y fueran unos cínicos absolutos, lo que ningún hombre ha sido desde el principio del mundo. Este tipo de invectiva puede a menudo tener un gran éxito aparente; puede arraigar en el estado de ánimo del momento; puede arrancar aplauso y emisión; puede impresionar a millones de personas. Sin embargo, habrá alguien entre esos millones de personas a quien no impresione en lo más mínimo, a quien apenas si logre llegar, y ése será el hombre al que va dirigida (la sátira). La única persona para la que habrá sido escrita en vano esa sátira será el mismo hombre que la sátira tenía como objeto alcanzar.’
Así que ya lo sabemos: digamos no a la bobería victimista y terapéutica de los tiempos que nos ha tocado vivir; seamos hombre y mujeres valientes, estoicos y adultos; y seamos conscientes de que, así como sólo siendo capaces de reírnos primero de nosotros mismos es entonces posible reírnos de verdad de lo que sea, sólo reconociendo primero las virtudes y cualidades de nuestro enemigo podemos entonces atacarlo –ya sea por vía de la ironía, o la del sarcasmo o la de la sátira– de verdad.
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