Chestertoniana

XI. Sobre la dignidad de las cosas, o por qué es importante celebrar la Navidad

Hay algo que me suele incomodar sobremanera, y es la falta de dignidad de las cosas. Habría que explicar las razones –eso sí– tanto de aquello que hace que algo sea digno, así como de aquello por lo cual me siento tan incómodo cuando algo no lo es.

La RAE dice que la dignitas latina hace referencia a la cualidad de excelencia, realce, gravedad y decoro de una persona en la manera de comportarse. Pero atención: no se trata para mí de pensar que se nos esté hablando de la manera correcta de comportarse a la hora de fanfarronear en un restaurante de lujo cuando se pone la gente a escoger el mejor vino o el platillo más exquisito, pues ahí es precisamente cuando la incomodidad para mí se hace superlativa, y tanto más cuanto que de un tiempo reciente a esta parte todo lo que gira alrededor de los restaurantes de lujo y de los chefs (que se han convertido en una suerte ridícula y chocante de héroes de la burguesía, la frivolidad y el hedonismo epicúreo) se ha tornado en algo verdaderamente insoportable para mí.

No es ahí donde se define para mí entonces el atributo de excelencia o decoro en el comportamiento de alguien. Porque no es en la adecuación a las formas sociales aristocráticas donde está la excelencia (Goethe, y con él Gustavo Bueno, decía por cierto que la felicidad es precisamente el término mediante el que el plebeyo conceptúa su aspiración a vivir en el lujo, el disfrute y el brillo de su aristocrático amo, de donde la frase lapidaria que dice que “la felicidad es de plebeyos”. Para una crítica acerba a la estupidez vacía de las formas aristocráticas véase la película Ridículo, de Patrice Leconte), sino en una síntesis sui generis y equilibrada entre esfuerzo, pudor y resultado, que es lo que está detrás, me parece a mí, de la divisa estoica según la cual el comportamiento del sabio se rige por tres normas fundamentales: imperturbabilidad del alma, intereses universales y ausencia total de vanidad.

El ejemplo más extraordinario de esto es, para mí, Bill Evans, porque fue alguien que alcanzó los registros del genio más extraordinarios y sutiles, y conquistó una de las más altas cimas del arte universal del siglo XX pero que se sintió siempre inseguro, sencillo, simple y tímido, háganme ustedes el favor, al grado de haberle confesado a alguien en alguna entrevista que la realidad de las cosas era que él trabajaba con medios muy sencillos ‘porque soy una persona sencilla, y provengo de una tradición sencilla de música de baile y de trabajos cotidianos y simples, y aunque –digamos que– he estudiado mucho otros tipos de música, creo que conozco bien mis limitaciones y trato de trabajar dentro de ellas’.

Vemos en este comentario de Evans ese equilibrio de esfuerzo, pudor y resultado del que estoy hablando, y que de manera vamos a decir que natural o espontánea nos manifiesta el esplendor de la belleza más perfecta y más digna, ésta es la cuestión. Es una manifestación especial como la de la vez que recuerdo haber visto a un repartidor de comida o de paquetería, hace más de diez años más o menos, que en su mochila llevaba no sé si La montaña mágica o el Doktor Faustus de Thomas Mann (podemos suponer que para leerla en el metro o mientras le entregaban el paquete a repartir en su pequeña motocicleta), ante lo cual de inmediato se ganó mi respeto por la excelencia, el decoro y la gravedad a través de la que se configuraba ante mí su dignidad intelectual así se haya tratado de un modesto repartidor de pizzas o de lo que ustedes quieran.

Ahí había para mí toneladas de dignidad, en el sentido de que había un doble esfuerzo en ejercicio: el de ganarse la vida con un trabajo seguramente miserable, y el de ejercitar la mente para adentrarse en una obra maestra de la literatura universal; una dignidad por completo ausente, por ejemplo, en las secciones de sociales de las revistas o periódicos de ciudades de provincia, que son repulsivas en grado sumo dado el provincianismo cerril aunque adinerado, pretencioso, fantoche y frívolo, y bien vestido y bien comido y bien bebido claro está, que en todas y cada una de sus páginas se puede apreciar.

Si el fin de algo es ser digno, debe de hacerse dignamente, dice en todo caso Chesterton en su artículo de 1907 ‘La celebración adecuada de la Navidad’ (Vegetarianos, imperialistas y otras plagas: Artículos 1907, Encuentro, Madrid, 2019). En esa frase tan corta está implícita una estructura aristotélica de razonamiento, pues implica la cuestión de definir el sentido o “telos”, es decir la finalidad, de algo, y de saber en correspondencia si esa finalidad está contenida ya en sí misma, desde el principio.

El tema de la dignidad se desplaza con Chesterton entonces a la cuestión de comprender y dar cuenta del objeto o propósito de algo, y de considerarlo aristotélicamente como aquello de lo que se desprende su definición y su razón de ser. Las cosas existen entonces, podríamos decir con él, para ser dignas, lo que por tanto exige actuar y hacerlas –o en todo caso interactuar con ellas– dignamente. La dignidad es entonces una acción o una conducta (en el ámbito del agere) mediante la que se establece una síntesis entre la finalidad de algo (un oficio, un trabajo, una obra de arte, repartir una pizza) y el modo en que el hombre acciona para darle cauce, sentido y significación, y encontrar así entonces la perfección.

Algo como esto es lo que estaba pensando Chesterton en su artículo en defensa de la correcta y adecuada celebración de la Navidad, lo que implica asumir toda su solemnidad, su severidad y su ceremoniosidad: ‘no logro entender por qué alguien que decide celebrar una fiesta lo haga sin ninguna ceremonia. Si el fin de algo es ser digno, debe hacerse dignamente. Si hay algo que sea solemne, hay que hacerlo solemnemente, o mejor no hacerlo. No tiene sentido hacerlo en forma desgarbada; ni siquiera hay libertad.’

Y es que ya sabemos que Chesterton fue de los más sublimes sismógrafos de su tiempo, que con la más alta precisión y capacidad de predicción visualizó los errores modernos que son los que hoy nos impiden ver problemas estructurales de larga duración y alcance. Uno de ellos es el de mantener ‘las formas del pasado, pero de una manera formal y hueca’, que es lo que precisamente ocurre cada vez más con la celebración de la Navidad, cuyo contenido y misterio ya prácticamente nadie invoca y recuerda o peor aún, que se pone entre paréntesis merced a una relativismo en virtud del cual se deja solamente la forma para que cualquier religión o estructura cultural le ponga el contenido y el significado que se quiera.  

Debo confesar que yo soy uno de esos engendros modernos que ha sido arrastrado por la tendencia de vaciamiento de contenidos en torno al calendario cristiano, y es algo que deploro y me preocupa, sobre todo porque ya sé que, si el fin de algo como la Navidad es ser digno, debe hacerse dignamente.

En todo caso, esta vez –Navidad de 2022– cené modesta y solitariamente con mi hermana y mi padre en un restaurante modesto, pues por razones personales y logísticas sobre las que no tiene caso abundar aquí no tuvimos tiempo ni energía para organizar nada para los efectos, y debo decir que en nuestra solidaridad solitaria había, creo yo, una dignidad ciertamente bella, además de que estuvo conmigo siempre, aunque a la distancia, un ángel que me mira.

La ceremonia entonces al final sí se consumó, y fuimos decorosos en la forma en que nos dimos compañía. No todo está perdido, porque al final de todo se trataba de reunir a la familia así sea en su mínima expresión, y cuando eso se logra se manifiesta entonces, en definitiva y a toneladas, toda la dignidad del mundo.  

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