Política

Crónica colombiana 2022 III

9 de abril de 1948. 1 PM aproximadamente. Bogotá Colombia. Mientras se desarrollaban las actividades de la IX Conferencia Panamericana, inaugurada el 30 de marzo previo y a resultas de la cual surgiría la Organización de Estados Americanos (OEA) como frente continental de despliegue operativo de la teoría de la contención de George Kennan, base conceptual de la correspondiente Doctrina Truman destinada a hacer de Estados Unidos el “dique de contención” contra el comunismo en el mundo entero y allí donde brotara o se tuviera calculado que lo haría dando lo mismo si se trataba de Guatemala o Vietnam (en 1947 se creaba la CIA para dar trámite, también, a ese propósito geopolítico), el líder carismático del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán (1898-1948), caía abatido por tres disparos propinados, según los reportes, por Juan Roa Sierra al salir del edificio de sus oficinas en dirección a almorzar con un grupo de amigos.

Daba inicio lo que en la historiografía colombiana se conoce como la etapa de La Violencia, cuyo detonante fue la serie de disturbios que, a consecuencia del asesinato de Gaitán, en efecto, quedó registrado también para la historia como el Bogotazo, que habría de dejar semi destruida a la bella ciudad de Bogotá. También estaba dando inicio la guerra fría, fuera del marco de la cual es imposible comprender lo que estaba ocurriendo con Colombia, así como con el continente y, en realidad, con el mundo entero.

En paralelo a la Conferencia Panamericana, tenía lugar también una contra-conferencia impulsada y financiada por Juan Domingo Perón y que se organizaba con objetivos de contrabalanceo geopolítico e ideológico de la cumbre Monroísta (por aquello del Monroísmo que tan bien comprendiera Vasconcelos) que tantas calamidades ha supuesto para Hispanoamérica desde la perspectiva de su capacidad de unificación como bloque histórico con potencia militar y económica, y con coherencia ideológica de largo alcance y proyección. Entre los participantes en aquella conferencia disidente se encontraba un joven y alto líder cubano, estudiante de Derecho de apenas veintiséis años pero con todo el futuro por delante, que respondía al nombre de Fidel Castro.

Como antecedente interno, habían tenido lugar elecciones en 1946, con un Partido Liberal escindido en torno a dos figuras: Gabriel Turbay, candidato oficial, y Gaitán mismo como candidato disidente. La división liberal jugó en favor del aspirante del Partido Conservador, Mariano Ospina Pérez, que terminaría venciendo en los comicios sin perjuicio de que los disturbios post-electorales siguieron en el país y en función de los cuales Gaitán se mantuvo activo, con reclamos de que se cumpliera la propuesta de Ospina de convocar a la conformación de un gobierno de unidad nacional y, radicalizándose cada vez más a la vista de la inacción gubernamental ante los ataques urdidos contra militantes liberales, exigiendo a la postre la dimisión de los ministros del gabinete Ospina, a lo que respondió nombrando como canciller al caudillo conservador Laureano Gómez.

Según Alfredo Iriarte (Lo que lengua mortal decir no pudo, Seix Barral, 2004), para 1947 ‘Jorge Eliécer Gaitán había llegado a la cumbre de su poder político, como jefe único de un liberalismo sólidamente unificado e incuestionablemente mayoritario. Seguía ganando elecciones intermedias, seguía proclamando sus tesis de avanzada y, lo que era más grave, seguía denunciando en forma cada vez más amenazadora, la creciente escalada de la violencia oficial.’ Era evidente que se había convertido en un estorbo de peligro dada su alta popularidad, que lo había transformado, además, en un factor de estabilidad social y, en consecuencia, de estabilidad política. Su eliminación aparecía como una jugada necesaria desde un punto de vista estratégico y geopolítico. Y con ella sola se habría de resolver el problema, pues una de las debilidades fundamentales del liberalismo gaitanista era su falta de organicidad partidaria, problema clásico y eterno producido por la emergencia de los grandes líderes carismáticos. Continúa Iriarte a ese respecto: ‘Por otra parte, [Gaitán] era un caudillo personalista y carismático. En su arrolladora fuerza externa y su asombrosa capacidad de movilización de masas, el gaitanismo albergaba su propia y letal debilidad. Este movimiento no tuvo jamás la recia osamenta de un auténtico partido, y mucho menos de un partido revolucionario. Era, en consecuencia, un organismo macrocefálico y, por ende, vulnerable en sumo grado. Eso lo entendió con perfecta lucidez el enemigo. Mejor, los enemigos. El externo y el interno. Y procedieron como tenían que proceder. Decapitando a su adversario. Sabían que, abatida la cabeza, el cuerpo se desangraría rápidamente. Las masas colombianas no estaban vertebradas por la columna de un partido organizado. Tenían un dirigente mesiánico y, por tanto, de que él existiera y estuviera al frente de ellas dependían su vigor y combatividad. Eliminado el conductor, el pueblo cayó en el desconcierto, el caos y la anarquía.’ (Ibid.)  

El Partido Liberal Colombiano había nacido cien años antes, en el histórico año de 1848 por haber sido el año de redacción y publicación del Manifiesto del Partido Comunista. Se trata del partido político más antiguo de Colombia, y uno de los más longevos en el mundo (el sexto, según algunos), seguido precisamente por el Partido Conservador Colombiano, fundado un año después. Entre los dos partidos replicarían la dialéctica político ideológica que en todo el continente habría de darse en función de dos tendencias históricas estructurales muy bien definidas: la católico tradicionalista, heredera del virreinato, y la liberal-masónico burguesa, heredera del positivismo y el surgimiento de las formas de vida y producción capitalistas cuyo mascarón de proa fue para todo el continente el capital británico.

Continuemos con Iriarte: ‘Minado por sus contradicciones internas, sus vacilaciones y retrocesos; por el miedo que sintió ante sus propios avances, el reformismo liberal se había derrumbado en 1946, dando paso a la instauración del primero de una serie de gobiernos del más nítido y tenebroso corte fascista. Una de las realidades que aprendí a ver con claridad en la tercera de estas tres décadas fue el marco internacional dentro del que se gestó el 9 de abril. Concluida la efímera luna de miel de la victoria aliada en 1945, se desató la guerra fría. En un tiempo tan corto que pareció inverosímil, la URSS se había recuperada de la devastación causada en sus tierras y ciudades por las hordas nazis, y ya había hecho detonar sus primeros artefactos atómicos, poniendo fin así al inicuo chantaje nuclear de Estados Unidos. En Europa, el Plan Marshall se volcaba “generosamente” a fin de reconstruir y ampliar los mercados europeos para la industria norteamericana en franca expansión e igualmente con el fin de levantar una sólida barrera anticomunista en el Viejo Continente. Por su parte, para la América Latina había sonado la hora de poner fin a los regímenes progresistas que durante la década del 30 había tolerado grandiosamente Franklin Delano Roosevelt. En virtud de inexorables leyes históricas, declinaba la era de Lázaro Cárdenas, Pedro Aguirre Cerda, Alfonso López Pumarejo y Getulio Vargas, para ceder su lugar a una nueva etapa de gorilatos y regímenes fascistas. Naturalmente, el que convenía a Colombia no era un gobierno de cuartelazo y botas. Era más adecuado guardar cierta afinidad con el estilo tradicional colombiano, con la “tradición civilista”, con el sistema de los gobiernos elegidos en comicios populares.’ (Ibid.)

Iniciada entonces la guerra fría e iniciada entonces también, en correspondencia, la etapa de violencia en Colombia, a la que habría que incorporar –y esto es algo fundamental para entender la integralidad del proceso histórico a escala continental– al Partido Comunista Colombiano, fundado en 1930, y sus derivaciones armadas ya sean orgánicas o inorgánicas, además del otro acontecimiento fundamental que once años después habría de tener lugar no muy lejos de ahí, en la isla de Cuba, cuando, corriendo el año de 1959, triunfara la Revolución cubana bajo el mando de aquél joven de veintiséis años que Perón había enviado a Bogotá para sabotear la cumbre imperialista de la que venimos hablando: Fidel Castro. Sin él, y esa revolución, tampoco se entiende nada en cuanto a la historia de la izquierda latinoamericana durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI. Ésta es la cuestión.

Fidel Castro durante el Bogotazo. La CIA lo habría de clasificar como «agitador peronista».
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