Después siguió adelante rápidamente, pero no tanto como para no tener tiempo de preguntarse, al tiempo que sentía una remota punzada, por qué, si no había razón para que la iluminación de aquélla noche a su lado no fuera la señal definitoria de la que se habrían de desplegar las radiaciones luminiscentes dentro de cuyo haz iban a definirse los parámetros de una ruta y de un ritmo de la existencia conjunta; por qué –debía tener entonces tiempo para preguntarse–, por qué parecía ser que esa era la luz que mejor definía las líneas de su figura cuando la realidad era que la insinuación hacía evidente que era más bien la cálida obscuridad de la noche la que mejor las destacaba recortadas sobre el fondo de una sábana blanca tibia y revuelta.
“Pues si la lumbre que está en ti es obscuridad, la obscuridad ¿cuánta será?”, recordó entonces las palabras del Evangelio según San Mateo que José Revueltas evocara en uno de sus cuentos para plantearse entonces el problema fundamental de saber cuál era la cantidad de luz o de obscuridad, y cuál la cercanía de sus ojos requeridos para poder ver con nitidez, sin que sea necesaria la agresividad de una luz blanca e intensa y torpe, la textura de su piel ésta sí bella y blanca y tersa, y los ángulos desde cuya perspectiva era posible observar y deleitarse con puntos escondidos y prohibidos de su cuerpo ante la embestida suya y húmeda respecto de la cual ella no oponía ya resistencia alguna en cómplice y humilde cesión de voluntad arrodillada, y que al permitir así el acompasamiento de sus cuerpos en la sincronía callada de su cama –de esa cama pequeña e íntima y de esa noche obscura y tierna y sólo de ellos dos–, hacían posible el despliegue cadencioso y solemne de las más bellas formas de la poesía.
Seguía adelante muy rápidamente, el autobús avanzaba sin parar con destino conocido. Pero ya no tenía ninguna duda: ese era el blancor de piel perfecto y anhelado. Esa era la tersura indicada. Esas eran las inclinaciones requeridas. Esos eran los ángulos y esos los puntos. Esos eran los suspiros que él había soñado tener siempre. Esa la avidez deseosa y tímida aunque liberada y catalizada ya por fin. Esa era la complicidad y esa, madre mía, la intensidad. Ese era el nivel de obscuridad que era menester suministrar. Ese era el momento y ella era la mujer. Ella era la mujer. Era la mujer. Tú, ángel bello, tú alma mía, tú eres la mujer.
Lowry/ICR | Diciembre 23, 2021
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Después siguió adelante rápidamente, pero no tanto como para no tener tiempo de preguntarse, al tiempo que sentía una remota punzada, por qué, si no había razón para que la iluminación de aquélla noche a su lado no fuera la señal definitoria de la que se habrían de desplegar las radiaciones luminiscentes dentro de cuyo haz iban a definirse los parámetros de una ruta y de un ritmo de la existencia conjunta; por qué –debía tener entonces tiempo para preguntarse–, por qué parecía ser que esa era la luz que mejor definía las líneas de su figura cuando la realidad era que la insinuación hacía evidente que era más bien la cálida obscuridad de la noche la que mejor las destacaba recortadas sobre el fondo de una sábana blanca tibia y revuelta.
“Pues si la lumbre que está en ti es obscuridad, la obscuridad ¿cuánta será?”, recordó entonces las palabras del Evangelio según San Mateo que José Revueltas evocara en uno de sus cuentos para plantearse entonces el problema fundamental de saber cuál era la cantidad de luz o de obscuridad, y cuál la cercanía de sus ojos requeridos para poder ver con nitidez, sin que sea necesaria la agresividad de una luz blanca e intensa y torpe, la textura de su piel ésta sí bella y blanca y tersa, y los ángulos desde cuya perspectiva era posible observar y deleitarse con puntos escondidos y prohibidos de su cuerpo ante la embestida suya y húmeda respecto de la cual ella no oponía ya resistencia alguna en cómplice y humilde cesión de voluntad arrodillada, y que al permitir así el acompasamiento de sus cuerpos en la sincronía callada de su cama –de esa cama pequeña e íntima y de esa noche obscura y tierna y sólo de ellos dos–, hacían posible el despliegue cadencioso y solemne de las más bellas formas de la poesía.
Seguía adelante muy rápidamente, el autobús avanzaba sin parar con destino conocido. Pero ya no tenía ninguna duda: ese era el blancor de piel perfecto y anhelado. Esa era la tersura indicada. Esas eran las inclinaciones requeridas. Esos eran los ángulos y esos los puntos. Esos eran los suspiros que él había soñado tener siempre. Esa la avidez deseosa y tímida aunque liberada y catalizada ya por fin. Esa era la complicidad y esa, madre mía, la intensidad. Ese era el nivel de obscuridad que era menester suministrar. Ese era el momento y ella era la mujer. Ella era la mujer. Era la mujer. Tú, ángel bello, tú alma mía, tú eres la mujer.
Lowry/ICR | Diciembre 23, 2021
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