La semana pasada Venezuela fue soberana de México a través de Nueva York. Tal es la doble procedencia de quien no tengo duda de que es uno de los pianistas más importantes del planeta, y que está llamado a hacer época por la potencia, nitidez y singularidad histórica de su estilo: Benito González.
Originario de Maracaibo Venezuela, donde naciera en mayo del 75, Benito es además y por si fuera poco un autodidacta, lo que supone ya que estamos ante un prodigio del arte y de la vida, de un regalo de los dioses de no importa cuántas religiones o de la naturaleza, si quisiéramos ponerlo en términos del ateísmo inmanente de Spinoza: un regalo refulgente y poderoso de la naturaleza.
Y un autodidacta sí señor, que hace que tiemble el piano cuando posa sus manos sobre él del mismo modo en que yo pude ver dos veces; dos veces fue que pude ver temblar a un piano de cola tal como lo hiciera temblar González en el Zinco cuando McCoy Tyner posaba sus manos sobre los pianos correspondientes en el Lunario de la ciudad de México por ahí de 2008 o 2009, y años antes en el Jazz Café de Camden Town de Londres. No es por forzar las cosas ni mucho menos, porque sabemos todos que Tyner es la fuente principal de inspiración estilística de Benito, pero es que sólo con él es que yo soy capaz de compararlo.
Criado en una familia de músicos, y dando sus primeros pasos frente al órgano de la iglesia local, fue que entonces hubo de escuchar Benito un buen día de no sabemos bien qué año o mes o dónde a Chick Corea —según cuenta fue tocando ‘Return to forever’— para que viniera entonces el alumbramiento y la transfiguración irreversible: ‘¿Qué es eso?’, preguntó a su mamá, ‘yo quiero tocar esa música’, le dijo. El resto es historia.
Algo así leí también que ocurrió con Austin Peralta —otro que estaba llamado a marcar toda una época pero que tristemente falleció a sus escasos veintitantos años— cuando, siendo ya un niño prodigio que a los seis o siete te tocaba de memoria a todo Mozart, escuchó por azar a Bill Evans para abandonar al instante la música clásica y volcarse por entero al jazz piano de una forma verdaderamente extraordinaria y sorprendente. Joey Alexander es algo similar: un regalo de la naturaleza. Desconozco la edad a la que Benito, por su parte, supo que, al escuchar a Corea, había encontrado la dirección que le iba a dar a su destino.
De él no sabía nada hasta hace muy poco. Fue mi querido y admirado amigo Mario Patrón —otro exponente poderoso del jazz piano mexicano— el que me dio su referencia mientras platicábamos con Luri Molina y Edy Vega en el camerino de Jazzatlán minutos antes de que comenzara su concierto. Creo que yo les mencioné a otro venezolano, Otmaro Ruiz, del que me habló hace muchos años Enrique Nery. ‘Otmaro, claro que sí. Pero de Venezuela no te pierdas entonces tampoco a Benito González’, me dijo más o menos Mario: ‘escucharlo además en vivo es algo sorprendente, difícil de traducir al lenguaje de palabras, irradia una fuerza verdaderamente increíble’.
De regreso a casa, luego del magnífico concierto del Mario Patrón Jazz Trío, me fui escuchando a González en Spotify y comprendí al instante lo que me había dicho Mario. De esto no tiene más de siete meses más o menos.
Y siete son los meses que llevaba escuchando la sorprendente, madura y consolidada producción discográfica de Benito González; y siete eran también los meses que no dejaba de recomendar a quien pudiera que prestara atención a Benito González pues se trataba de un acontecimiento en toda regla: heredero y continuador en línea directa de la trayectoria que del Hard bop, en contraposición al Cool jazz (que de alguna manera parte de Bill Evans), trazaría McCoy Tyner más o menos luego de la aparición de Kind of Blue en aquél año de 1959 que partiría en dos al siglo XX, y que desembocaría en el torrente poderoso, complejo y soberbio de las vanguardias jazzísticas del último tramo del siglo, particularmente el free jazz y el jazz modal. Eran siete entonces los meses que habían pasado desde aquélla conversación en Jazzatlán cuando pude ver por fin hace algunas semanas el anuncio de que venía a México Benito González para presentarse en varios escenarios entre CDMX y Querétaro.
Era la semana de la completa soberanía de Venezuela sobre México de la que vengo hablando no sé si me explico. A mí me tocó verlo en el Zinco Jazz Club, el viernes 10 pasado, en el corazón del centro histórico de la ciudad de México, circunstancia que, por lo demás, me permitió comprobar una vez más que vivo en una de las ciudades más extraordinarias del mundo, insertada en el más fino circuito del jazz mundial que, a través de Benito González, por ejemplo, nos equidista con San Petersburgo, Milán, Chicago o Nueva York.
Quedé con un querido amigo para la ocasión, y llegamos al punto de las nueve de la noche. El concierto estaba anunciado para arrancar más o menos a las 10. A la hora de elegir mesa no dudé en optar por la que estaba exactamente enfrente del teclado del piano, lo que suponía que vería de espaldas a Benito, pero con una cercanía de no más de medio metro entre él y yo. Haciéndome un poco a la izquierda podría parecer incluso que estaba tocando a mi lado así nomás.
Tenía mucho tiempo de no ir al Zinco, pero al entrar me sentí como en casa toda vez que hace muchos años esa era prácticamente mi base de operaciones semanal, y es por tanto un lugar lleno de recuerdos entrañables: fue ahí por ejemplo cuando me acodé en la barra, luego de su concierto, junto a nuestro querido y llorado Eugenio Toussaint para presentarme y para decirle cuánto era lo que yo lo admiraba y que estudiaba con Enrique Nery, tras de lo cual, generoso, sencillo y con esa sonrisa un poco triste detrás de la que se escondía algún tipo de dolor a lo Bill Evans, tomó el ejemplar de sus partituras editadas que él mismo había usado en el concierto para dármelo con una firma y un mensaje bello para mí.
La expectación en el Zinco era total. La música de fondo era un jazz sensacional que nos situaba en un mood de completa vanguardia, aunque no lograba detectar a quién estaban poniendo. Había varios extranjeros en el bar, que en poco tiempo fue llenándose casi casi que al cien por ciento mientras yo hablaba de libros, filosofía y filosofía política con mi querido amigo Alejandro (luego de esa noche decidí encargar Los orígenes del totalitarismo de Hanna Arendt que por variedad de razones no he leído aún pero que, luego de compartirme sus impresiones, me sentí obligado a trabajarme ya).
Alrededor de las diez de la noche más o menos dio inicio el concierto. Todos guardamos silencio de pronto y las tonalidades armónicas que estaban de fondo fueron absorbidas por el estruendo del piano –que temblaba ¿ya me entienden?– de Benito González, que de inmediato puso a todo el auditorio en la sintonía de los acordes de cuarta y del jazz modal con una potencia arrasadora y volcánica, generando una tensión creativa e improvisacional exigente y demandante para el auditorio, en manifestación soberana y arrogante pero extraordinaria y genial qué duda cabe, además de encantadora por tener Benito González siempre una sonrisa de gozo total en el rostro, que se estructuraba a partir de escalas de alta velocidad y energía, y de la que emanaba una fuerza indescriptible según hubo de decirme hace meses, en efecto, Mario Patrón.
Fueron dos sets en total. De cinco piezas el primero y de cuatro el segundo más un encore. A Benito lo acompañaban Luri Molina (de México) en el contrabajo, Christian Mendoza (de Chile) en el saxofón y Juan Ale Sáenz (de México) en la batería. La evocación que los cuatro lograron configurar nos llevó al bar entero de manera directa a Coltrane y a McCoy Tyner, transformados por cuatro intérpretes latinoamericanos de altísimo nivel en un concierto soberbio, exquisito, complejo, demandante, de clase mundial.
La primera pieza fue de hecho creada, según entendí, para la ocasión y aún no tenía título, pero la inspiración directa era de Coltrane. Después vino Flatbush Avenue, del más reciente álbum de Benito Sing to the world (2021), seguida de uno de los clásicos de McCoy, Fly with the wind, de 1975. Después otra pieza de su álbum, Smile, para cerrar el primer set otra vez con Coltrane y su Giant Steps. Una hora aproximada de música de alta intensidad y electrizante, que subió la tensión del Zinco en piezas que más o menos duraban diez minutos cada una con solos de alto refinamiento de cada uno de los elementos del cuarteto, y con un sax de Mendoza que contrabalanceaba con potencia y sincronía perfecta, a una misma escala energética, la fuerza desbordante y catártica del piano de Benito González.
Luego vino la calma por un aproximado de quince o veinte minutos, que fueron aprovechados por muchos para salir a fumar pero con una expectación incrementada al doble o al triple luego de la muestra prodigiosa de talento y virtuosismo del primer set. Al término de la pausa fuimos convocados de nuevo para escuchar una pieza cuyo nombre no pude detectar, pero que me recordó mucho a Monk, seguida de Safari, My Favorite Things y Giant Steps otra vez.
El momento más extraordinario para mí, en medio de lo magistral y apoteósico de cada una de las interpretaciones fue cuando, habiendo terminado una pieza y haciendo la pausa de unos cuantos segundos para seguir, alguien del público gritó ‘¡¡My Favorite Things!!’, ante lo que Benito preguntó –no habiendo escuchado bien– ‘¿cuál?’, ‘My Favorite Things’, replicó la persona, un instante milimétrico después de lo cual el Zinco Jazz Club, en el corazón del centro histórico de la ciudad de México y pasada ya la media noche, se cimbró ante la evocación del comienzo eterno de ese piano sentencioso y ceremonial de McCoy Tyner que va preparando la atmósfera suprema y exigente y de evocación casi religiosa, acompañado de Steve Davis al contrabajo y Elvin Jones en la batería en aquél disco histórico de 1961, para dar entrada a John Coltrane con esa melodía inconfundible e inolvidable que, este pasado viernes 10 de diciembre, fue reproducida por un cuarteto de latinoamericanos de talento desbordante y de pasión irradiadora liderados por un genio poderoso originario de Maracaibo Venezuela pero procedente de Nueva York, para ofrecernos una muestra suprema de lo que el jazz supone como género propiciador del despliegue de la potencia creativa de los hombres que, mediane el arte, se sublima para dar vida a las formas extraordinarias y generosas de la alta cultura.
Fue uno de los conciertos más extraordinarios a los que he ido en mucho tiempo, y me confirmo en la convicción de que en éste, como en muchos otros planos de la vida social, intelectual y cultural, ni México ni Venezuela ni Latinoamérica entera la piden nada a nadie, y podemos medirnos con cualquiera en el momento que se nos requiera. Benito González es un jugador de grandes ligas y de talla mundial, y esa noche en el Zinco se comportó sencillo, franco y generoso, con ausencia total de vanidad cual sabio estoico de tiempos de la antigüedad clásica. Una maravilla de persona.
La semana pasada, sí señor, Venezuela fue soberana en México a través de Nueva York. El recuerdo, sin duda alguna, me queda para siempre y eso está muy bien. Eso está muy bien.
Benito González tocando el Steinway del Zinco Jazz Club
La semana pasada Venezuela fue soberana de México a través de Nueva York. Tal es la doble procedencia de quien no tengo duda de que es uno de los pianistas más importantes del planeta, y que está llamado a hacer época por la potencia, nitidez y singularidad histórica de su estilo: Benito González.
Originario de Maracaibo Venezuela, donde naciera en mayo del 75, Benito es además y por si fuera poco un autodidacta, lo que supone ya que estamos ante un prodigio del arte y de la vida, de un regalo de los dioses de no importa cuántas religiones o de la naturaleza, si quisiéramos ponerlo en términos del ateísmo inmanente de Spinoza: un regalo refulgente y poderoso de la naturaleza.
Y un autodidacta sí señor, que hace que tiemble el piano cuando posa sus manos sobre él del mismo modo en que yo pude ver dos veces; dos veces fue que pude ver temblar a un piano de cola tal como lo hiciera temblar González en el Zinco cuando McCoy Tyner posaba sus manos sobre los pianos correspondientes en el Lunario de la ciudad de México por ahí de 2008 o 2009, y años antes en el Jazz Café de Camden Town de Londres. No es por forzar las cosas ni mucho menos, porque sabemos todos que Tyner es la fuente principal de inspiración estilística de Benito, pero es que sólo con él es que yo soy capaz de compararlo.
Criado en una familia de músicos, y dando sus primeros pasos frente al órgano de la iglesia local, fue que entonces hubo de escuchar Benito un buen día de no sabemos bien qué año o mes o dónde a Chick Corea —según cuenta fue tocando ‘Return to forever’— para que viniera entonces el alumbramiento y la transfiguración irreversible: ‘¿Qué es eso?’, preguntó a su mamá, ‘yo quiero tocar esa música’, le dijo. El resto es historia.
Algo así leí también que ocurrió con Austin Peralta —otro que estaba llamado a marcar toda una época pero que tristemente falleció a sus escasos veintitantos años— cuando, siendo ya un niño prodigio que a los seis o siete te tocaba de memoria a todo Mozart, escuchó por azar a Bill Evans para abandonar al instante la música clásica y volcarse por entero al jazz piano de una forma verdaderamente extraordinaria y sorprendente. Joey Alexander es algo similar: un regalo de la naturaleza. Desconozco la edad a la que Benito, por su parte, supo que, al escuchar a Corea, había encontrado la dirección que le iba a dar a su destino.
De él no sabía nada hasta hace muy poco. Fue mi querido y admirado amigo Mario Patrón —otro exponente poderoso del jazz piano mexicano— el que me dio su referencia mientras platicábamos con Luri Molina y Edy Vega en el camerino de Jazzatlán minutos antes de que comenzara su concierto. Creo que yo les mencioné a otro venezolano, Otmaro Ruiz, del que me habló hace muchos años Enrique Nery. ‘Otmaro, claro que sí. Pero de Venezuela no te pierdas entonces tampoco a Benito González’, me dijo más o menos Mario: ‘escucharlo además en vivo es algo sorprendente, difícil de traducir al lenguaje de palabras, irradia una fuerza verdaderamente increíble’.
De regreso a casa, luego del magnífico concierto del Mario Patrón Jazz Trío, me fui escuchando a González en Spotify y comprendí al instante lo que me había dicho Mario. De esto no tiene más de siete meses más o menos.
Y siete son los meses que llevaba escuchando la sorprendente, madura y consolidada producción discográfica de Benito González; y siete eran también los meses que no dejaba de recomendar a quien pudiera que prestara atención a Benito González pues se trataba de un acontecimiento en toda regla: heredero y continuador en línea directa de la trayectoria que del Hard bop, en contraposición al Cool jazz (que de alguna manera parte de Bill Evans), trazaría McCoy Tyner más o menos luego de la aparición de Kind of Blue en aquél año de 1959 que partiría en dos al siglo XX, y que desembocaría en el torrente poderoso, complejo y soberbio de las vanguardias jazzísticas del último tramo del siglo, particularmente el free jazz y el jazz modal. Eran siete entonces los meses que habían pasado desde aquélla conversación en Jazzatlán cuando pude ver por fin hace algunas semanas el anuncio de que venía a México Benito González para presentarse en varios escenarios entre CDMX y Querétaro.
Era la semana de la completa soberanía de Venezuela sobre México de la que vengo hablando no sé si me explico. A mí me tocó verlo en el Zinco Jazz Club, el viernes 10 pasado, en el corazón del centro histórico de la ciudad de México, circunstancia que, por lo demás, me permitió comprobar una vez más que vivo en una de las ciudades más extraordinarias del mundo, insertada en el más fino circuito del jazz mundial que, a través de Benito González, por ejemplo, nos equidista con San Petersburgo, Milán, Chicago o Nueva York.
Quedé con un querido amigo para la ocasión, y llegamos al punto de las nueve de la noche. El concierto estaba anunciado para arrancar más o menos a las 10. A la hora de elegir mesa no dudé en optar por la que estaba exactamente enfrente del teclado del piano, lo que suponía que vería de espaldas a Benito, pero con una cercanía de no más de medio metro entre él y yo. Haciéndome un poco a la izquierda podría parecer incluso que estaba tocando a mi lado así nomás.
Tenía mucho tiempo de no ir al Zinco, pero al entrar me sentí como en casa toda vez que hace muchos años esa era prácticamente mi base de operaciones semanal, y es por tanto un lugar lleno de recuerdos entrañables: fue ahí por ejemplo cuando me acodé en la barra, luego de su concierto, junto a nuestro querido y llorado Eugenio Toussaint para presentarme y para decirle cuánto era lo que yo lo admiraba y que estudiaba con Enrique Nery, tras de lo cual, generoso, sencillo y con esa sonrisa un poco triste detrás de la que se escondía algún tipo de dolor a lo Bill Evans, tomó el ejemplar de sus partituras editadas que él mismo había usado en el concierto para dármelo con una firma y un mensaje bello para mí.
La expectación en el Zinco era total. La música de fondo era un jazz sensacional que nos situaba en un mood de completa vanguardia, aunque no lograba detectar a quién estaban poniendo. Había varios extranjeros en el bar, que en poco tiempo fue llenándose casi casi que al cien por ciento mientras yo hablaba de libros, filosofía y filosofía política con mi querido amigo Alejandro (luego de esa noche decidí encargar Los orígenes del totalitarismo de Hanna Arendt que por variedad de razones no he leído aún pero que, luego de compartirme sus impresiones, me sentí obligado a trabajarme ya).
Alrededor de las diez de la noche más o menos dio inicio el concierto. Todos guardamos silencio de pronto y las tonalidades armónicas que estaban de fondo fueron absorbidas por el estruendo del piano –que temblaba ¿ya me entienden?– de Benito González, que de inmediato puso a todo el auditorio en la sintonía de los acordes de cuarta y del jazz modal con una potencia arrasadora y volcánica, generando una tensión creativa e improvisacional exigente y demandante para el auditorio, en manifestación soberana y arrogante pero extraordinaria y genial qué duda cabe, además de encantadora por tener Benito González siempre una sonrisa de gozo total en el rostro, que se estructuraba a partir de escalas de alta velocidad y energía, y de la que emanaba una fuerza indescriptible según hubo de decirme hace meses, en efecto, Mario Patrón.
Fueron dos sets en total. De cinco piezas el primero y de cuatro el segundo más un encore. A Benito lo acompañaban Luri Molina (de México) en el contrabajo, Christian Mendoza (de Chile) en el saxofón y Juan Ale Sáenz (de México) en la batería. La evocación que los cuatro lograron configurar nos llevó al bar entero de manera directa a Coltrane y a McCoy Tyner, transformados por cuatro intérpretes latinoamericanos de altísimo nivel en un concierto soberbio, exquisito, complejo, demandante, de clase mundial.
La primera pieza fue de hecho creada, según entendí, para la ocasión y aún no tenía título, pero la inspiración directa era de Coltrane. Después vino Flatbush Avenue, del más reciente álbum de Benito Sing to the world (2021), seguida de uno de los clásicos de McCoy, Fly with the wind, de 1975. Después otra pieza de su álbum, Smile, para cerrar el primer set otra vez con Coltrane y su Giant Steps. Una hora aproximada de música de alta intensidad y electrizante, que subió la tensión del Zinco en piezas que más o menos duraban diez minutos cada una con solos de alto refinamiento de cada uno de los elementos del cuarteto, y con un sax de Mendoza que contrabalanceaba con potencia y sincronía perfecta, a una misma escala energética, la fuerza desbordante y catártica del piano de Benito González.
Luego vino la calma por un aproximado de quince o veinte minutos, que fueron aprovechados por muchos para salir a fumar pero con una expectación incrementada al doble o al triple luego de la muestra prodigiosa de talento y virtuosismo del primer set. Al término de la pausa fuimos convocados de nuevo para escuchar una pieza cuyo nombre no pude detectar, pero que me recordó mucho a Monk, seguida de Safari, My Favorite Things y Giant Steps otra vez.
El momento más extraordinario para mí, en medio de lo magistral y apoteósico de cada una de las interpretaciones fue cuando, habiendo terminado una pieza y haciendo la pausa de unos cuantos segundos para seguir, alguien del público gritó ‘¡¡My Favorite Things!!’, ante lo que Benito preguntó –no habiendo escuchado bien– ‘¿cuál?’, ‘My Favorite Things’, replicó la persona, un instante milimétrico después de lo cual el Zinco Jazz Club, en el corazón del centro histórico de la ciudad de México y pasada ya la media noche, se cimbró ante la evocación del comienzo eterno de ese piano sentencioso y ceremonial de McCoy Tyner que va preparando la atmósfera suprema y exigente y de evocación casi religiosa, acompañado de Steve Davis al contrabajo y Elvin Jones en la batería en aquél disco histórico de 1961, para dar entrada a John Coltrane con esa melodía inconfundible e inolvidable que, este pasado viernes 10 de diciembre, fue reproducida por un cuarteto de latinoamericanos de talento desbordante y de pasión irradiadora liderados por un genio poderoso originario de Maracaibo Venezuela pero procedente de Nueva York, para ofrecernos una muestra suprema de lo que el jazz supone como género propiciador del despliegue de la potencia creativa de los hombres que, mediane el arte, se sublima para dar vida a las formas extraordinarias y generosas de la alta cultura.
Fue uno de los conciertos más extraordinarios a los que he ido en mucho tiempo, y me confirmo en la convicción de que en éste, como en muchos otros planos de la vida social, intelectual y cultural, ni México ni Venezuela ni Latinoamérica entera la piden nada a nadie, y podemos medirnos con cualquiera en el momento que se nos requiera. Benito González es un jugador de grandes ligas y de talla mundial, y esa noche en el Zinco se comportó sencillo, franco y generoso, con ausencia total de vanidad cual sabio estoico de tiempos de la antigüedad clásica. Una maravilla de persona.
La semana pasada, sí señor, Venezuela fue soberana en México a través de Nueva York. El recuerdo, sin duda alguna, me queda para siempre y eso está muy bien. Eso está muy bien.
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