La brevedad de los días

La brevedad de los días XV ~ Víctor Serge

Miércoles 18 de diciembre, 2019. Víctor Serge. Estoy casi seguro de que su nombre lo leí por vez primera a través de Regis Debray. Se trataba de una entrevista, en la que hablaba de alguno de sus viajes a la ciudad de México y cuyo principal interés era conocer la obra pictórica que Vlady Serge había dejado en las paredes mexicanas. De lo que hablaba, como sabemos, eran los murales de la Biblioteca Lerdo de Tejada, que titulara Vlady como Las revoluciones y sus elementos.

Al instante nació ahí mi interés y atención por la obra del padre de Vlady, Víctor Serge, tras del cuál vendría, como siempre, el torrente incontenible por conseguir cuanto pudiera en las librerías de viejo que fuera capaz de recorrer mejor antes que después: estoy viendo en mi mesa El caso Tuláyev, Literatura y Revolución, Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941), El año I de la revolución rusa, Medianoche en el siglo, Vida y muerte de León Trotsky y un solitario tomo primero de alguna colección de no sé cuántos tomos más, que reúne los textos Lenin: 1917 y La defensa de Petrogrado (Año II de la revolución rusa). En mis cajas reacomodadas hace unas semanas sé muy bien que tengo Ciudad conquistada, y he recibido hace muy poco sus diarios del 36 al 47 en preciosa edición en inglés de New York Review of Books classics: Notebooks. 1936-1947.

Recuerdo muy bien sus Memorias de mundos desaparecidos (1901-1941), un libro bellísimo, apasionado y apasionante que editara Siglo XXI en espléndido trabajo de diseño, con un prólogo de Jaime Labastida que tampoco puedo olvidar por el efecto tan sobrecogedor que me produjo su lectura. El efecto fue tal que, en algún blog previo y colectivo que tuve por ahí (algo realizado en homenaje a José Revueltas, pues llevaba el nombre de Los días terrenales), transcribí en su totalidad el texto de Labastida por la pura necesidad de compartirlo. Todos los comentarios de quien lo pudo leer fueron siempre en el mismo sentido: es un prólogo de gran profundidad y de brillo poético indiscutible. Para Labastida, estamos ante un libro desgarrado y trágico, escrito por un hombre que sobrevivió ‘a tres generaciones de hombres valientes’, y que pudo ver de cerca, con el privilegio de esos pocos que logran tocar el motor de la historia, acontecimientos que troquelaron el siglo XX y que marcaron las líneas fundamentales dentro de las cuales se despliega, aún, nuestro presente:

De allí su intransigencia; de allí también su carácter trágico –nos dice Labastida. Las primeras líneas del libro nos arrojan a la atmósfera en la que se habrá de desarrollar la narración. Quiero subrayar estos dos conceptos: primero, el de atmósfera; segundo, el de narración. Pues eso habrá de hallarse en este libro: un relato, una narración por la cual se nos da a conocer el sentido político y filosófico de una serie trágica de sucesos, en los que el autor es partícipe y testigo (por eso aparecen muchos hombres que actúan mientras él está en la sombra o en un segundo plano). Además, esos sucesos se desarrollan en lo que podríamos llamar una atmósfera de orden moral o, dicho de otro modo, los hechos que la memoria trae hacia sí se inscriben en una atmósfera moral, creada por la conciencia lúcida del autor (Prólogo, p. XXIII).

André Breton, Victor Serge, Benjamin Péret and his wife

[Serge, Benjamin Péret, Remedios Varo y André Bretón, Francia, entre enero y marzo de 1941]

Sin duda alguna es la atmósfera que poéticamente configura Serge con su pluma aquello por lo cual quedé atrapado durante mucho tiempo. Era el modelo nuevamente de Malraux, y también de Revueltas o de Martín Luis Guzmán el que tenía frente a mí: el hombre de letras ávido de lucidez que interviene en una guerra, en una revolución o en un proyecto político trazado en función de las grandes ideas y de las grandes acciones históricas, que casi siempre tienen que ser, por necesidad, acciones trágicas, como lo sabe bien mi amigo Norberto Fuentes, el biógrafo de Fidel Castro.

Muchos de los autores que entonces y ahora leía y leo con pasión vasconcélica figuraban en las memorias de Serge como sus contemporáneos e interlocutores, partícipes todos del despliegue de un drama yo no sé si homérico o dantesco o lowryiano, que apenas intuían o percibían pero que, en todo caso, se les ofrecía como acontecimiento irresistible la consciencia de la necesidad del cual los arrastraba como sombras sin poder quedarse atrás.

Páginas 190 y 191. Gramsci. Antonio Gramsci vivía en Viena en plan de emigrado laborioso y bohemio, acostándose tarde, levantándose temprano, militando con el Comité ilegal del PC italiano. Paseaba una pesada cabeza de frente alta y ancha, de boca delgada, sobre un cuerpo debilucho, cuadrado de hombros y quebrado hacia adelante, de jorobado. Sus manos frágiles y finas tenían encanto en el gesto. Inhábil para el ajetreo de la existencia cotidiana, perdiéndose de noche en las calles familiares, tomando un tranvía equivocado, despreocupado de la comodidad de la guarida y de la calidad de la comida, era inteligentemente de este mundo. Ducho por intuición y dialéctica, pronto para discernir lo falso y traspasarlo con un dardo irónico. Tenía una visión muy clara. Nos interrogamos sobre los 250 mil obreros admitidos de una sola vez en el PC ruso justo después de la muerte de Lenin. ¿Qué valían esos proletarios si habían esperado la muerte de Vladimir Illich para venir al partido? Después de Matteoti, diputado como él, amenazado como él, inválido y débil, execrado pero respetado por Mussolini, Gramsci había permanecido en Roma para proseguir el combate. Contaba a menudo anécdotas de su infancia miserable; cómo había estado a punto de hacerse sacerdote, carrera a la que lo destinaba su familia; desenmascaraba con pequeñas risas sarcásticas a algunos signatarios del fascismo a los que conocía bien. Cuando la crisis rusa empezó a agravarse, Gramsci, para no verse desgarrado, hizo que su partido lo enviara a Italia, él que era reconocible a primera vista por su deformidad y su gran frente. Encarcelado en junio de 1928 con Umberto Terracini y algunos otros, la mazmorra fascista lo mantuvo apartado de las luchas de tendencia que provocaron casi en todas partes la eliminación de los militantes de su generación. Nuestros años negros fueron para él años de resistencia obstinada. (Al salir de la deportación a la URSS, yo acababa de llegar a París y seguía una manifestación del Frente Popular, en 1937, doce años más tarde, cuando me pusieron en la mano un volante comunista con el retrato de Antonio Gramsci, muerto el 27 de abril de aquél año, en una enfermería penitenciaria de Italia, después de ocho años de cautiverio).

Páginas 191 y 192. Lukács. La emigración húngara estaba profundamente dividida. Bela Kun era para la oposición de su partido una figura verdaderamente odiosa. Encarnaba la insuficiencia intelectual, la voluntad vacilante y la corrupción autoritaria. Varios de sus adversarios se morían de hambre en Viena. Yo apreciaba sobre todo a Georg Lukács, a quien debo mucho. Universitario en Budapest, luego comisario de una división roja en el frente, filósofo nutrido de Hegel, de Marx, de Freud, espíritu libre y riguroso, escribía grandes libros que no debían ver el día. Yo veía en él a uno de esos cerebros de primer orden que hubieran podido dar al comunismo una grandeza intelectual si el comunismo se hubiera desarrollado en cuanto movimiento social, en lugar de degenerar en movimiento de sostén de un poder autoritario. El pensamiento de Lukács lo llevaba a una visión totalitaria del marxismo que abarcaba para él todos los aspectos de la vida humana; su teoría del partido podía ser, según las circunstancias, admirable o mortal. Estimaba por ejemplo que la historia, puesto que no podía ser extraña a la política, debía ser escrita por historiadores al servicio del Comité Central. Hablábamos un día del suicidio de los revolucionarios condenados a muerte, esto a propósito de la ejecución en Budapest, en 1919, del poeta Otto Korwin, que había dirigido la Cheka húngara, y al que la “sociedad” vino a ver ahorcar como si se tratara de un espectáculo selecto. “El suicidio –dijo Lukács­– es algo en lo que yo había pensado cuando esperaba ser detenido y colgado con él; y llegué a la conclusión de que no tenía derecho a eso: un miembro del Comité Central debe dar el ejemplo.” (Encontré más tarde a Georg Lukács y a su compañera, en 1928 o 1929, en una calle de Moscú. Trabajaba en el Instituto Marx-Engels, sus libros eran ahogados, vivía valerosamente en el miedo; más o menos conformista, no se atrevió a darme la mano en un lugar público, pues yo estaba excluido y era conocido como opositor. Sobrevivió físicamente. Escribe pequeños artículos macilentos en las revistas del Komintern.)

Su libro sobre Trotsky es también muy hermoso, y profundamente apasionado y severo. Trotsky fue para él la máxima expresión de la vida como tragedia de la soledad.

Cuando contaba apenas cuarenta y cinco años ya le llamábamos “el Viejo”; como antes, a Lenin, cuando tenía la misma edad. Esto significaba, según el habla popular rusa, el Mayor en espíritu, aquel que merece la confianza más cierta. El sentimiento que él inspirara a lo largo de su vida entre todos aquellos que se le acercaron verdaderamente, fue, por cierto, éste: el de un hombre en el cual el pensamiento, la acción, la “vida personal”, formaban un bloque compacto y que seguiría su camino hasta el final, sin desfallecer un instante; el de un hombre con el cual, en cualquier circunstancia, podía contarse sin reservas. Jamás variaría en lo esencial, nunca desfallecería en la derrota; no retrocedería ante la responsabilidad ni frente al peligro, y jamás se le vio perder la cabeza en medio de la tormenta. Hecho para dominar las circunstancias, seguro de sí mismo, con un orgullo interior tan grande que lo hacía sencillo y sinceramente modesto. El orgullo de ser un instrumento lúcido de la historia. En la prisión, en el exilio, emigrado, viviendo en un cuartucho de hotel, en el campo de batalla, en el zenit del poder, ser apenas, con total desinterés, aquel que hace lo que debe hacerse para bien de los hombres en marcha. (p. 9, edición de Juan Pablos Editor, México, 1971).

Ahora que vuelvo sobre todos estos textos, me doy cuenta de lo mucho que me han influido. Han sido largos años, pacientes, de estudio y lectura solitaria. Yo me formé en esto, sin pretender nada nunca. Víctor Serge ha sido también esencial para mí. Ahora lo sé mejor.

En alguna semblanza personal que un amigo muy querido me pidió redactar, escribí que si alguien me preguntara sobre el lugar y época en las que me hubiera gustado haber vivido, mi respuesta sería que en la Viena de entreguerras, formando parte del grupo de discusión de Antonio Gramsci. La respuesta la escribí en función de la descripción tan perfecta, apasionada y hermosa que Víctor Serge hizo en sus Memorias de esa Viena, que imagino yo, no sé por qué, otoñal y crepuscular y en la que pude ver a Gramsci deambular distraído, y tal vez quizás un poco perdido, aunque también y siempre –y esto es lo esencial, y acaso aquello por lo que lo recuerdo tanto y tan bien– inteligentemente de este mundo.

serge notebooks

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