En la mañanera de este lunes, el presidente López Obrador hizo mención de uno de los economistas norteamericanos (aunque de origen canadiense) más interesantes para mí que además he venido estudiando recientemente: John Kenneth Galbraith [1908-2006], siendo así que, de hecho, tengo en mi escritorio su extraordinario ‘El nuevo Estado industrial’, de 1967, además de que me estoy trabajando en Kindle ‘El Dinero. De dónde vino y adónde fue’.

La referencia del presidente fue hecha de manera particular en relación a su libro ‘Una sociedad mejor’, haciendo alusión a lo que ahí planteaba Galbraith sobre el problema de la correlación entre la desintegración familiar como causa estructural de la drogadicción y la delincuencia, específicamente en la sociedad norteamericana.

Ya no recuerdo bien cómo fue que llegué a él, pero lo más seguro es que fue en librerías de viejo, que ha sido por años mi lugar de abastecimiento bibliográfico en un orden del 90% de mi biblioteca.

De él recuerdo particularmente su ‘Historia de la economía’, que junto con el clásico ‘Historia de las doctrinas económicas’ de Eric Roll y la ‘Introducción a la economía’ de Maurice Dobb, también clásica, conforman un espléndido tríptico introductorio al pensamiento económico que puede complementarse a su vez, profundizando ya a otro nivel, con la monumental ‘Historia del análisis económico’ de Schumpeter y el ‘Tratado de teoría económica’ de Francisco Zamora.

Recuerdo muy bien –y la suelo utilizar mucho suscribiéndola puntualmente– la tesis de Galbraith a la hora de explicar a Marx, cuando dice algo así como que si bien Adam Smith, John Stuart Mill o Thomas Malthus cambiaron la historia de la economía y del pensamiento económico, Marx en cambio cambió la historia del mundo.

En ‘El nuevo Estado industrial’, Galbraith señala que fue Marx el que detecta que la economía de las grandes corporaciones es el sistema capitalista en sí, y que, para el tiempo que escribió el libro (fines de la década de los 60 del siglo pasado), la vida económica de las sociedades estaba dominada por un centenar de grandes corporaciones que controlan los precios del mercado a través de la planificación; la gran empresa, por tanto, requiere de poder político e ideológico para mantener su predominio económico, y termina siendo en realidad lo mismo –una macro organización productiva controlada por una tecnoestructura situada en su cúspide– en un sistema socialista o capitalista, que es la tesis manejada prácticamente de manera idéntica por Schumpeter en ‘Capitalismo, socialismo y democracia’ al hablar del monopolio y la gran corporación, cuyo efecto en un sistema económico era el de sofocar la innovación mediante el laberinto de la burocracia .

En las teorías ortodoxas vigentes en el momento en que escribía Galbraith, el mercado era el nexo que ligaba la producción con el consumo; él imponía los precios y a él se subordinaban, por tanto, las grandes y las pequeñas empresas garantizando, de este modo, el sistema de la libre competencia. Estas tesis asignaban un papel meramente auxiliar y secundario al gobierno o Estado en el libre juego de la economía, pero lo que hace Galbraith es desmentir sus supuestos analizando la anatomía real del sistema tal como estaba desplegado en esos tiempos en Estados Unidos.

Como es evidente, la discusión mantiene intacta su vigencia en lo relativo a la dialéctica entre la economía y los gobiernos, lo que encarece aún más la importancia de que el presidente haya recuperado a un autor tan interesante e importante como Galbraith.

Desde el punto de vista de la militancia, se ubicó siempre del lado demócrata-liberal, órbita que, en su configuración norteamericana, sobre todo la más reciente, no coincide con mi perspectiva: yo no soy progresista, soy nacional-popular, y esa es la dirección que la izquierda debe de seguir, a mi juicio, en el proceso de desdoblamiento y continuidad de la Cuarta Transformación. 

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