‘El mundo ideal siempre está cuerdo. El mundo real siempre está loco’, nos dice Chesterton nomás inicia su texto ‘Los Macbeth’ (La sal de la vida y otros ensayos, Madrid, Espuela de Plata): un extenso y bello comentario en forma de prólogo sobre una de las clásicas de Shakespeare.
Pero no voy a hablar ni de Macbeth ni de Shakespeare, sino de una de las múltiples cosas que se me detonan en la cabeza cada vez que leo a Chesterton, que en este sentido se parece muchísimo a Platón, que habla de muchas cosas además del tema titular de cada uno de sus diálogos, y es sublime ciertamente a la hora de alumbrar, en medio de conversaciones sobre cualquier cosa, perlas luminiscentes del entendimiento que perduran en su brillo hasta nosotros: Chesterton también es algo así como magia pura a borbotones en cada cosa que escribe.
Y es que lo que me sugiere todo esto es el problema de lo que se hace cuando te das cuenta de que, en efecto, el mundo está loco, pero lo quieres hacer cuerdo: porque todo depende, como siempre, de lo que entiendas por una y otra cosa. Y es que ¿qué es a fin de cuentas la cordura, y qué es también en correspondencia la locura?
El mundo ideal siempre está cuerdo, y el real loco, nos dice entonces Chesterton, ‘pero está loco por cosas distintas, según el momento –aclara–; todas las cosas que ha sido son cambiantes y volubles. La única cosa realmente digna de confianza es aquello que jamás ha existido’.
A mi lo que me recuerda de inmediato todo esto de la locura y la cordura es al progresismo ingenuo y bienintencionado, que ante el mal prefiere darle la espalda como un niño caprichoso con los ojos cerrados deseando que ese mal (la guerra, la violencia, el crimen, los psicópatas) desaparezca, siendo lo cierto que cuando se voltea, y los abre, el mal sigue ahí. Y el niño entonces llora y patalea.
Esta es la imagen del adulto que ha creado el progresismo, que ha transformado a los adultos en niños queriendo hacer de los niños adultos, imponiéndoles “derechos” para que elijan su sexo si no “se sienten bien” con el que nacieron, o queriendo retirar la tutela de sus padres para que sean ellos los que “elijan” lo que quieren hacer con su vida.
Camille Paglia lo dice también de manera lapidaria, cuando explica la ingenuidad infantil de ciertas posturas feministas que plantean que una adolescente escultural tiene derecho a salir a la calle en bikini sin que nadie le grite ni le haga nada sólo porque el mundo infantilizado de los Derechos Humanos la ha adoctrinado para creer que ese derecho en efecto lo merece y la asiste, hasta que se cruza con un psicópata o un sociópata que le haga algo serio de verdad. Pero la culpa aquí no sería ni del sociópata, ni de la sociedad ni del patriarcado, dice Paglia, sino de los imbéciles ideólogos, y de los políticos que le creen y legislan según sus doctrinas supuestamente cuerdas, que hicieron creer a la adolescente escultural que si salía a la calle en bikini nada le iba a ocurrir, ignorando, en efecto, la locura del mundo.
Rafael del Águila dijo que todo esto se debe a la ideología de los Derechos Humanos, que es una retahíla infantil de buenas intenciones a partir de la cual se “imagina” un mundo cuerdo y sin mal alguno, es decir un mundo ideal, no sé si me explico, del que se desprende entonces la figura del ciudadano implacable e impecable que piensa ingenuamente que el bien se genera deseándolo.
El problema con esta ideología que lo permea todo desde el kínder hasta la universidad y los posgrados –lo cual supone que estamos ante una plaga que está ya por todos lados–, es que está generando adultos infantilizados que serán incapaces de comprender, o de tomar, decisiones trágicas, que es fundamentalmente aquello que hace que la vida de un adulto sea la vida de un adulto, y no la de un niño, además de que esto es también aquello que distingue a la política como un ámbito trágico de la acción humana.
Gabriel Albiac dijo alguna vez, por su parte, que todo este infantilismo idealista lo único que estaba haciendo era producir generaciones enteras de deprimidos y neuróticos que terminarán o en el suicidio o en el psiquiatra, frustrados porque el mundo que les pintaron en la escuela desde los criterios de los Derechos Humanos (o de la Agenda 2030 de la ONU, otra retahíla pánfila e infantil de buenos deseos) no existe ni puede existir, y que seguirá habiendo guerras, violencia, crímenes, psicópatas sexuales o narcotráfico.
El dilema es entonces el siguiente: o educamos a nuestros niños para que crean que el mundo ideal y cuerdo es posible, y que basta solo con desearlo o soñarlo así, o los preparamos para encarar con firmeza, gallardía y racionalidad la locura del mundo real. Chesterton, creo yo, optaría sin duda por lo segundo, es decir, optaría por no darle la espalda a la locura pensando ingenuamente que, al hacerlo, desaparecerá.
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‘El mundo ideal siempre está cuerdo. El mundo real siempre está loco’, nos dice Chesterton nomás inicia su texto ‘Los Macbeth’ (La sal de la vida y otros ensayos, Madrid, Espuela de Plata): un extenso y bello comentario en forma de prólogo sobre una de las clásicas de Shakespeare.
Pero no voy a hablar ni de Macbeth ni de Shakespeare, sino de una de las múltiples cosas que se me detonan en la cabeza cada vez que leo a Chesterton, que en este sentido se parece muchísimo a Platón, que habla de muchas cosas además del tema titular de cada uno de sus diálogos, y es sublime ciertamente a la hora de alumbrar, en medio de conversaciones sobre cualquier cosa, perlas luminiscentes del entendimiento que perduran en su brillo hasta nosotros: Chesterton también es algo así como magia pura a borbotones en cada cosa que escribe.
Y es que lo que me sugiere todo esto es el problema de lo que se hace cuando te das cuenta de que, en efecto, el mundo está loco, pero lo quieres hacer cuerdo: porque todo depende, como siempre, de lo que entiendas por una y otra cosa. Y es que ¿qué es a fin de cuentas la cordura, y qué es también en correspondencia la locura?
El mundo ideal siempre está cuerdo, y el real loco, nos dice entonces Chesterton, ‘pero está loco por cosas distintas, según el momento –aclara–; todas las cosas que ha sido son cambiantes y volubles. La única cosa realmente digna de confianza es aquello que jamás ha existido’.
A mi lo que me recuerda de inmediato todo esto de la locura y la cordura es al progresismo ingenuo y bienintencionado, que ante el mal prefiere darle la espalda como un niño caprichoso con los ojos cerrados deseando que ese mal (la guerra, la violencia, el crimen, los psicópatas) desaparezca, siendo lo cierto que cuando se voltea, y los abre, el mal sigue ahí. Y el niño entonces llora y patalea.
Esta es la imagen del adulto que ha creado el progresismo, que ha transformado a los adultos en niños queriendo hacer de los niños adultos, imponiéndoles “derechos” para que elijan su sexo si no “se sienten bien” con el que nacieron, o queriendo retirar la tutela de sus padres para que sean ellos los que “elijan” lo que quieren hacer con su vida.
Camille Paglia lo dice también de manera lapidaria, cuando explica la ingenuidad infantil de ciertas posturas feministas que plantean que una adolescente escultural tiene derecho a salir a la calle en bikini sin que nadie le grite ni le haga nada sólo porque el mundo infantilizado de los Derechos Humanos la ha adoctrinado para creer que ese derecho en efecto lo merece y la asiste, hasta que se cruza con un psicópata o un sociópata que le haga algo serio de verdad. Pero la culpa aquí no sería ni del sociópata, ni de la sociedad ni del patriarcado, dice Paglia, sino de los imbéciles ideólogos, y de los políticos que le creen y legislan según sus doctrinas supuestamente cuerdas, que hicieron creer a la adolescente escultural que si salía a la calle en bikini nada le iba a ocurrir, ignorando, en efecto, la locura del mundo.
Rafael del Águila dijo que todo esto se debe a la ideología de los Derechos Humanos, que es una retahíla infantil de buenas intenciones a partir de la cual se “imagina” un mundo cuerdo y sin mal alguno, es decir un mundo ideal, no sé si me explico, del que se desprende entonces la figura del ciudadano implacable e impecable que piensa ingenuamente que el bien se genera deseándolo.
El problema con esta ideología que lo permea todo desde el kínder hasta la universidad y los posgrados –lo cual supone que estamos ante una plaga que está ya por todos lados–, es que está generando adultos infantilizados que serán incapaces de comprender, o de tomar, decisiones trágicas, que es fundamentalmente aquello que hace que la vida de un adulto sea la vida de un adulto, y no la de un niño, además de que esto es también aquello que distingue a la política como un ámbito trágico de la acción humana.
Gabriel Albiac dijo alguna vez, por su parte, que todo este infantilismo idealista lo único que estaba haciendo era producir generaciones enteras de deprimidos y neuróticos que terminarán o en el suicidio o en el psiquiatra, frustrados porque el mundo que les pintaron en la escuela desde los criterios de los Derechos Humanos (o de la Agenda 2030 de la ONU, otra retahíla pánfila e infantil de buenos deseos) no existe ni puede existir, y que seguirá habiendo guerras, violencia, crímenes, psicópatas sexuales o narcotráfico.
El dilema es entonces el siguiente: o educamos a nuestros niños para que crean que el mundo ideal y cuerdo es posible, y que basta solo con desearlo o soñarlo así, o los preparamos para encarar con firmeza, gallardía y racionalidad la locura del mundo real. Chesterton, creo yo, optaría sin duda por lo segundo, es decir, optaría por no darle la espalda a la locura pensando ingenuamente que, al hacerlo, desaparecerá.
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