Chestertoniana

XVIII. Ascetismo y felicidad

Puede que a muchos suene un poco rara, o más bien exagerada, la afirmación de Chesterton según la cual ‘toda verdadera dicha se expresa en términos de ascetismo’, aparecida en su artículo ‘Francisco’ (Tipos diversos, Madrid, Renacimiento), donde comenta la biografía de San Francisco de Asís de Adderley.

Y es que, claro, ¿cómo va a ser el ascetismo lo que está detrás de la verdadera dicha, si la dicha está más bien asociada a la abundancia, la prodigalidad y la frugalidad, al disfrute y la felicidad, mientras que el ascetismo sería más bien su opuesto, algo asociado al recato, el sacrificio, la abstinencia, la renuncia, el encierro o el ayuno?

La clave está, según Chesterton, en la concepción errónea que se tiene de ascetismo, por eso la reacción tan inmediata: ‘El ascetismo, en el sentido religioso –nos dice–, significa el repudio de la gran mayoría de los goces humanos a cambio de la felicidad suprema del único goce, el goce religioso’.  

Hasta aquí todos estaríamos de acuerdo con Chesterton, o más bien él con nosotros, lo que nos conecta de hecho con la segunda de las tres fases de despliegue de la sistematización filosófica de felicidad: la primera es la de Aristóteles, para quien la felicidad está conectada con la vida intelectual, teorética o contemplativa (por eso sólo el filósofo puede ser feliz); la segunda (que es la que nos estaría recordando Chesterton), es la de Santo Tomás, que como buen aristotélico mantiene la fórmula: “la felicidad es la vida contemplativa”, sólo que le añade un contenido concreto excluyendo cualquier otro: la felicidad es la vida contemplativa “de Dios”, que es el fundamento del goce religioso, diría también entonces Chesterton.

En la tercera etapa, a partir –poco a poco– del siglo XVIII hasta nuestros días, desaparece la conexión entre la felicidad y la vida contemplativa (ya sea la de la pura índole intelectual, ya sea la de Dios, pues ambas cosas comenzarían a dejar paulatinamente de importar), y queda conectada con el carpe diem, con el “disfrute del aquí y el ahora”; o de otra manera: mientras que Aristóteles había descartado la ruta de las virtudes sensibles, por provisionales y contingentes, como vía para alcanzar la felicidad privilegiando en cambio las intelectuales, porque ellas y sólo ellas son eternas, el mundo moderno invirtió la selección, desplazando a las virtudes intelectuales por las sensibles toda vez que lo eterno (ya sea la eternidad asociada a la interminable vida intelectual, ya sea la actualizada interminablemente en la contemplación de Dios) desfallece cada vez más como componente de la vida para abrirle paso a una forma un poco más modesta de felicidad, cosa que John Cheever habría defendido por su parte en El escándalo de los Wapshot cuando dijo que “toda experiencia humana exaltada era una impostura, y que las cadenas del ser eran cadenas de humildes preocupaciones”, y por tanto también, podríamos pensar, de humildes felicidades.  

Pero entonces nos saca Chesterton del error, volviendo a lo del ascetismo, y aclara: ‘Sin embargo, el ascetismo no está en absoluto restringido al ascetismo religioso: existe un ascetismo científico, por ejemplo, que sostiene que sólo la verdad es satisfactoria; existe un ascetismo estético que sostiene que sólo el arte es satisfactorio; e incluso existe un ascetismo epicúreo que sostiene que sólo la cerveza y los bolos son satisfactorios. Puesto que la alabanza de cualquier cosa implica que el orador que la ensalza sería capaz de vivir con ella sola, tenemos ahí el germen y la esencia del ascetismo’.

Aquí lo que nos estaría diciendo Chesterton es que lo que hace del asceta un asceta, es el hecho de aferrarse a algo al tiempo de rechazar cualquier otra cosa como alternativa, siendo el caso del religioso un ascetismo particular mediante el que el asceta en cuestión renuncia y rechaza, en efecto, todo lo que no sea o conduzca al verdadero y único goce, que es el goce religioso (o la contemplación de Dios): ‘Insistimos en que los ascetas eran pesimistas por renunciar a siete decenas de años a cambio de una felicidad eterna. Y olvidamos que la simple proposición de una felicidad eterna es, por su propia naturaleza, diez mil veces más optimista que diez mil saturnales paganas’.

Ya veo a cada quien tomando posición al respecto. Unos dirán que todo ascetismo es malo en el sentido de que cualquier extremo es peligroso, por aquello de la maldición del obseso; otros dirán que lo fundamental en la vida es encontrar un punto de apoyo medular para aferrarte a él y levantar a partir de ahí una vida apasionada (yo podría ser más o menos uno de esos, se los confieso; imagino que Balzac también lo fue); unos pocos, casi nadie, pensarán que es mejor conducirse en función de los criterios de pobreza, castidad y obediencia, que es la norma del asceta franciscano –son unos héroes, la verdad sea dicha–, negando los de la propiedad, el amor y la libertad, que es la del laico común y corriente.

Pero otros más tal vez coincidan con Cheever, y creo que Chesterton lo haría, condenando por pedantes los grandes sacrificios o los grandes proyectos de trascendencia –ya sea intelectual, ya sea religiosa–, optando en cambio por privilegiar las modestas felicidades del día a día a partir de las cuales están hechas también, en realidad, las cadenas del ser.

Cuando tomaba la mano de mi madre en la cama recostado a su lado, enferma y ya desahuciada, poniéndole una canción bella de Morricone —Cinema Paradiso le daba mucha paz en medio de la tormenta del dolor– para escucharla juntos en un esquema diario que yo me inventé para irme despidiendo de ella, era una forma sui generis en la que en medio de una preocupación eterna y humilde, que era la de saber que ella se iría para ya no volver más, estábamos encontrando entre los dos, también, una momentánea y provisional y humilde, y triste, felicidad.

Escuchar Cinema Paradiso de Morricone junto a mi madre era una manera humilde de despedirme de ella.
Era una felicidad triste.
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