Chestertoniana

XVII. Poesía y religión

Los que me conocen saben bien que soy ateo, además de que lo soy de manera radical: Dios no existe ni puede existir. Soy ateo por sistema, como lo era Spinoza o como lo fue también Gustavo Bueno.

Debo decir eso sí que, en el principio, fui ateo de una manera rudimentaria, torpe e ignorante, en el sentido de que la razón de mi ateísmo se redujo a la ausencia de formación religiosa en el seno familiar (ni mi padre ni mi madre me hablaron nunca de religión o de Dios, tan solo lo intentó mi abuela, pero sin éxito alguno), al grado de que, de mis hermanos, soy el único que sigue sin bautizarse. Digamos que soy un desalmado en toda regla, lo que no significa ni mucho menos que sea yo una mala persona, como lo saben también muy bien quienes me conocen.

Las sutilezas en mi ateísmo vinieron después, muy tardíamente en realidad, a través de la filosofía. Hegel, Marx y Bueno en un primer momento, y después Spinoza, en ese orden, han sido las referencias. El animal divino de Bueno, que es su teoría de la religión, es una obra suprema, de las más importantes del siglo XX, y es el fundamento que en su despliegue se transforma en una catedral del ateísmo católico. Sí, lo dije bien: ateísmo católico, que es en realidad también la perspectiva del mío.

Y esto es así porque se reconoce la existencia de coordenadas históricas y culturales, como las católicas, dentro de las cuales se perfila y se le da contenido a la idea de Dios, que puede ser muy distinta a la perfilada y llenada en las coordenadas islámicas o protestantes o budistas, lo que supone ya un ateísmo implícito al poner en perspectiva comparada las distintas formas en que se manifiesta esa idea de Dios, que tal como la entendemos hoy es de origen aristotélico.

Por eso digo que las sutilezas vinieron después, como ocurrió también con la Ética de Spinoza, un libro que leí en pandemia y que representa también todo un acontecimiento. Spinoza es un materialista (de los primeros y fundamentales de la modernidad, al igual que Hobbes), además de que es también un panteísta, en el sentido de que Dios está manifestado en todo: Deus sive natura, es decir, “Dios o la naturaleza”, es la conocida frase con la que se resume la idea de que hay una única sustancia divina que es tanto Dios como naturaleza al mismo tiempo que se manifiesta en diversos modos, ya sea en cuanto principio que produce (“Naturaleza naturante”, o algo así como naturaleza activa), ya sea en cuanto realidad producida (“Naturaleza naturada”, o algo así como naturaleza pasiva). Es esta idea inmanente de Dios (panteísta, precisamente) la que hizo que los rabiosos detractores de Spinoza dijeran que estaba confundiendo al creador con la creatura, lo cual implicaba ya el ateísmo, haciendo de él por tanto un impío y abominable y despreciable hereje en toda regla.

Hegel por su parte decía algo que me pareció interesantísimo al referirse a la trinidad cristiana: ‘en la trinidad es donde está lo racional del cristianismo, y es ahí donde la filosofía encuentra la razón’; esto, más su afirmación de que, del mismo modo en que Grecia hiciera con Roma dándole las bases de su pensamiento, el germanismo hizo lo propio con el cristianismo manifestándose como su expresión filosófica fundiendo en una misma figura histórica germanidad, romanidad y cristiandad, así como la tesis de que las tres figuras fundamentales de la última fase de despliegue del espíritu (el espíritu absoluto) son las de arte, religión y filosofía, son ideas y razonamientos que, además de constatar mi estulticia adolescente y juvenil, pavimentaron el terreno para llegar a la teoría atea de la religión de Bueno con una consistencia filosófica mucho más elaborada y sólida, convencido de que, aunque no exista ni pueda existir, la de Dios es una de las ideas fundamentales de la historia, y que el ateo está obligado, más que cualquier otro, a encarar el problema de la religión desde la inmanencia de sus fundamentos teológicos, que deben ser tratados y estudiados no obstante, y eso sí, filosóficamente (Bueno distingue tres modos de aproximación a la religión: el mitológico, el teológico y el filosófico, siendo éste último ya plenamente ateo, pero no por eso menos interesado en la religión y sus fundamentos).

Chesterton me diría que todo esto que estoy diciendo son pedanterías, o más aún: estupideces. Porque él de lo que quiere hablar es de poesía y religión. Y por cierto que todo esto que vengo diciendo es lo que me ha permitido, por ejemplo, comprender y deleitarme intelectualmente con él de la manera en la que lo hago, sólo que en su caso hablando dentro de la fe (modo mitológico y teológico) y en el mío fuera de ella (modo filosófico), siendo entonces mi admiración y respeto hacia él la verificación fehaciente de que –digamos–, como Bueno o Spinoza, me tomo en serio el tema de la religión, que es lo que nos diferencia a los ateos de los agnósticos, que no se lo toman en serio, limitándose a suspender todo juicio al respecto y dejar que cada quien resuelva su problema espiritual como mejor pueda, dando lo mismo –es decir ecualizando– si es haciendo yoga o meditación x, y o z, o haciéndose musulmán o budista o presbiteriano, confundiendo ocho con ochenta y ochocientos y ochenta mil.

‘Creo que fue esa estupenda escritora, tan sutil, Vernon Lee –nos dice en ‘El alma que hay en toda leyenda’ (La sal de la vida y otros ensayos, Madrid, Renacimiento, 2017)– la que cayó en la herejía literaria de decir que todo poeta es panteísta. Yo sólo aceptaría esta afirmación en su forma correcta: ningún poeta, jamás, ha sido ni será panteísta. Imposible. Walt Whitman, precisamente, intentaba a veces ser panteísta, por cuestión de principios, y por eso el gran genio se quedó corto en cuanto a poeta’.

Aquí lo que veo es que lo que acaso haya querido decir Vernon Lee es que la maravilla poética del mundo en tanto que su estetización verbal, es sólo posible por virtud de ser la naturaleza del mundo la sustancia divina misma, es decir, por ser ella misma Dios (Deus sive natura), ante lo que Chesterton estaría reaccionando furibundo porque para el católico la única posibilidad de amar poéticamente al mundo es por haber sido creación de Dios, pero nunca por confundirse con él, porque entonces se estaría cayendo en el error de confundir al creador con la creatura.

La poesía sería entonces para Lee la manifestación inmanente de la maravilla que compele al poeta a estetizar la totalidad del mundo, mientras que para Chesterton la poesía no sería otra cosa que la manifestación del misterio de la creación que el poeta traduce, maravillado, apreciando lo que de sobrenatural hay en tal creación, es decir, lo que hay “de más” en el proceso, siendo ese “algo más” aquello que define el ámbito mistérico de toda religión, y también el de la poesía; tal sería el punto de contacto entre poesía y religión:

‘En resumen, a una religión no le basta con incluirlo todo. Tiene que incluirlo todo, y algo más. Es decir, tiene que incluirlo todo, y además incluir algo. Tiene que responder a ese hondo y misterioso anhelo humano, el anhelo de todo; aunque la naturaleza de ese anhelo sea demasiado honda como para que la definamos lógicamente con facilidad. Jamás dejará de describirlo la poesía. Casi podríamos decir que toda poesía es la descripción de ese anhelo. Incluso donde solamente hay religión natural, siempre habrá poesía sobrenatural.’

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