Sobre Anatomía de un instante, de Javier Cercas, 2009.
¡Al suelo todo el mundo!, fue el grito que pudo escucharse más o menos con claridad la tarde del 23 de febrero de 1981 en el hemiciclo del Congreso de los Diputados en Madrid. Yo tenía escasos seis años y desde luego que no recuerdo nada en absoluto de todo aquello. Supongo que la noticia se habrá comentado en los medios mexicanos, pero hasta ahí.
Sólo pude saber del 23F español cuando, hace más o menos veinte años, vi el clásico documental de Victoria Prego La Transición Política Española, que fue transmitido en México por Canal 22. Recuerdo que fue todo un acontecimiento formativo ese documental, que seguí puntualmente según la programación que se tenía para los efectos, y que no recuerdo ya si era semanal o cada tercer día o algo así. El hecho es que no me perdí un solo capítulo.
Fueron los años en que mi consciencia política encontró un punto de condensación ya muy definido, calibrado a partir de mi lectura de las obras completas de Jesús Reyes Heroles (de lo que ya he hablado en otro lugar), de las memorias de Regis Debray (de lo que ya he hablado aquí y que fue lo que me decantó hacia el lado izquierdo del espectro político-ideológico), de mis visitas constantes a la cafetería de la librería Gandhi vieja de Miguel Ángel de Quevedo (que fue algo así como “mi Ateneo” personal), y en efecto –y no exagero– del seguimiento apasionado (era para mí una aventura emocionante en toda regla verlo, y tomar nota de todo cuanto sucedió) de aquél documental en el que se reconstruye un proceso que para muchos fue canónico, la transición democrática española, y en los que Felipe González, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Manuel Fraga, Torcuato Fernández Miranda, el Rey Juan Carlos y desde luego que Adolfo Suárez eran presentados como personajes de novela yo no sé si de Stendhal o de Pérez Galdós, o tal vez de Luis Spota o de Martín Luis Guzmán, protagonistas de un acontecimiento epocal que estaba cumpliendo una función esencial al iluminar una certeza categórica en los términos de mi formación: era la certeza de que la política es el corazón de una sociedad, y que de ella depende todo lo demás al ser la trama constitutiva del “telar de cada época”, como diría Carlos Marx.
Recuerdo luego que Manuel Camacho solía decir que a él le hubiera gustado jugar el papel del Adolfo Suárez mexicano, en el sentido de fungir como una suerte de pivote articulador que desde dentro del sistema político propiciara la apertura y posterior transición política en México, tan es así que el partido que formó junto con Marcelo Ebrard se llamó Partido de Centro Democrático en réplica conceptual casi idéntica de la efímera Unión de Centro Democrático de Suárez.
Años después, habiendo ya pasado por mi etapa decisiva de formación en Madrid, volví con el tema de la transición española pero ya desde un punto de vista por completo crítico y distanciado, habiendo visto desde una óptica mucho más cercana y rigurosa los entresijos de lo que terminé caracterizando como un fracaso histórico político contundente toda vez que, lejos de resolver, acentuó el problema de la división de España por vía del estatuto de autonomías, y que analicé entonces a la luz de la reseña que hice de un libro en cuyo título se dice todo: La CIA en España: espionaje, intrigas y política al servicio de Washington, de Alfredo Grimaldos, y que publiqué en otro sitio bajo el título no menos elocuente y escéptico de “El mito de la transición democrática española: la CIA en España”.
Habría que decir que fueron muchos los años en los que de alguna manera estuve involucrado intelectualmente con España y su historia tanto universal como reciente, en el sentido de que seguía, al nivel casi que de militante (acaso haya sido un involucramiento iniciado por aquélla pasión detonada por el documental de Victoria Prego) los debates, los problemas, la evolución político-ideológica, las obras de historiografía, la crítica, el desenvolvimiento de la prensa, los revisionismos, la obra de Pio Moa, la de Bueno, la de Carrillo, la de Pilar Urbano, la de Elliott o Moradiellos, o la de Umbral o Albiac o Juan Manuel de Prada o Gregorio Morán, o también las opiniones lapidarias de Sánchez Dragó o, más aún, las de García Trevijano (y recientemente también las de Dalmacio Negro), las discusiones sobre la república o la guerra civil, la deriva progresista y burguesa de toda la izquierda, la pesadilla de Podemos, la historia de la ETA, etc., al grado de que me atrevo a afirmar que, modestia aparte, puedo opinar con una solvencia que muy pocos pueden tener en México sobre el problema fundamental de España a un nivel de mucha mayor profundidad de la que se puede tener atendiendo solamente a la prensa, las redes o el juego superficial y efímero de los partidos políticos y su siglas, pero al 23F no volví en realidad jamás nunca, y digamos que me fui alejando de las cuestiones españolas en los últimos tres o cuatro años cerrando en realidad un ciclo en el que estuve involucrado de manera personal por más de quince años y que se ha ido para siempre.
Pero fue entonces que me crucé con un libro de Alessandro Baricco, Una cierta idea de mundo (Anagrama, 2020, y del que ya hablé aquí también hace tiempo), en el que hace un comentario muy elogioso de Anatomía de un instante de Javier Cercas, que es su toma de cartas en el asunto del 23F, precisamente. Yo desde luego que supe de su publicación, pero no le presté demasiada atención al pensar que se trataba de una novela histórica, y es muy difícil, salvo que se trate de algún clásico del género, que me interesen ese tipo de textos.
Pero Baricco disipó cualquier duda: no es ni novela ni novela histórica, es un ensayo en toda regla. Una crónica de historia contemporánea realizado por un escritor con una solvencia prosística indiscutible. Decidí entonces hacerme con el libro, y lo acabo de terminar hace un par de semanas más o menos.
Lo que me decidió por comprarlo es la cita de Borges comentada por Baricco en su libro, y que tiene que ver con lo que hizo a su vez que Javier Cercas se decidiera por escribir algo sobre el tema del 23F y que se relaciona con la imagen que ha dado la vuelta al mundo: el hemiciclo del palacio de las Cortes españolas con los elementos de la Guardia Nacional al frente y un Adolfo Suárez sentado solitario en su escaño con el resto de los escaños por completo vacíos al estar todos sus ocupantes –la clase política española de la democracia en gestación– escondidos debajo de cada uno de ellos. Toda una clase política puesta de rodillas. Y entonces explica Cercas:
‘Fue una imagen obligada en todos los reportajes televisivos sobre el golpe: la imagen de Adolfo Suárez petrificado en su escaño mientras, segundos después de la entrada del teniente coronel Tejero en el hemiciclo del Congreso, las balas de los guardias civiles zumban a su alrededor y todos los demás diputados presentas allí –todos menos dos: el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo– se tumban en el suelo para protegerse del tiroteo. Por supuesto, yo había visto decenas de veces esa imagen, pero por algún motivo aquel día la vi como si la viese por vez primera: los gritos, los disparos, el silencio aterrorizado del hemiciclo y aquel hombre recostado contra el respaldo de cuero azul de su escaño de presidente del gobierno, solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos. De repente me pareció una imagen hipnótica y radiante, minuciosamente compleja, cebada de sentido; tal vez porque lo verdaderamente enigmático no es lo que nadie ha visto, sino lo que todos hemos visto muchas veces y pese a ello se niega a entregar su significado, de repente me pareció una imagen enigmática. Fue ella la que disparó la alarma. Dice Borges que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es”. Viendo aquel 23 de febrero a Adolfo Suárez sentado en su escaño mientras zumbaban a su alrededor las balas en el hemiciclo desierto, me pregunté si en ese momento Suárez había sabido para siempre quién era y qué significado encerraba aquella imagen remota, suponiendo que encerrase alguno.”
Es una idea poderosa ciertamente la de Borges: hay un solo instante, uno solo en la vida de una persona en la que sabe con certeza plena quién es y quién será para toda la vida. Acaso sea ese momento aquél en el que nace tu primer hijo; o tal vez en el que sabes de pronto a qué habrás de dedicarte por el resto de tu vida o cuando descubres tu pasión fundamental; o cuando ante un arma apuntándote de frente tú sencillamente no te mueves ni un centímetro porque sabes que estás dispuesto a dar la vida por aquello que precisamente, gracias a que tienes el fusil en cuestión frente a ti, estás dándote cuenta de que es lo que en realidad te constituye, y no piensas dar un paso atrás.
A partir de ese dispositivo problemático es como Cercas despliega un poderío narrativo extraordinario, pues no hay un solo error sintáctico, de ritmo o de orquestación narrativa, uno sólo en todo el libro, que se lee entonces con una fluidez ciertamente magnífica, lo que hace de ésta una obra perfecta en toda regla y a todos los efectos, edificada a partir de la reconstrucción histórica, política y personal que hace de las tres figuras centrales de esa escena: Suárez (‘Viva Italia’), Carrillo (‘Un revolucionario frente al golpe’) y Gutiérrez Mellado (‘Un golpista frente al golpe’) y que desembocan en el escenario fundamental y dramático contextualizado en dos capítulos (‘La placenta del golpe’, ‘Todos los golpes del golpe’) de una finura extraordinaria en términos de análisis de la fenomenología política (Pilar Urbano diría que le faltó solamente el contexto geopolítico, cosa que de hecho es verdad), para ofrecernos los pormenores históricos de ese hemiciclo con la clase política de la naciente democracia española en el suelo excepción hecha de ellos tres, precisamente, ofreciéndosenos como la escena final con la que en realidad se cierra la Guerra Civil española y se termina por tanto, con ello, el siglo XX español.
Pilar Urbano dice también que en realidad no fue un golpe de Estado, sino un golpe de Gobierno destinado a fungir como corrector del sistema pero desde dentro del mismo, es decir, como mecanismo para cambiar el gobierno sin cambiar el Estado, y que tenía como contexto geopolítico, en efecto, el interés de Estados Unidos de quitarse de encima a un Adolfo Suárez que estaba asumiendo una postura semejante a la de De Gaulle en Francia, en el sentido de afirmar un cierto orgullo nacional y nacionalista español (falangista era Suárez a fin de cuentas) desde el que se reusaba a plegarse al enroque geopolítico de la OTAN.
Removido Suárez, España pasaría entonces a formar parte de esa alianza militar Atlántica. Y removido el marxismo leninismo de los estatutos del PSOE en el Congreso de Suresnes de 1974, España podría pasar entonces a ser gobernada por “la izquierda” en dirección al progresismo socialdemócrata inofensivo aunque no por eso menos irritante de nuestros días.
Pero de esto no habla ni tiene por qué hablar ya Anatomía de un instante, porque lo que quiso responderse Cercas –y con ello redactó una de las mejores obras narrativas de la literatura contemporánea en lengua española– es qué hace, en términos políticos, sociales, ideológicos y de carácter, que un hombre (ya sea comunista, falangista o nacionalista) se mantenga firme y de pie cuando un destacamento de la Guardia Civil entra en un recinto legislativo para someter a toda la clase política de una democracia en gestación y ponerla en el suelo con excepción de él o ellos. Santiago Carrillo declararía luego que él lo hizo porque pensó que un líder de los comunistas españoles no podía permitirse, jamás, morir arrodillado.
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Sobre Anatomía de un instante, de Javier Cercas, 2009.
¡Al suelo todo el mundo!, fue el grito que pudo escucharse más o menos con claridad la tarde del 23 de febrero de 1981 en el hemiciclo del Congreso de los Diputados en Madrid. Yo tenía escasos seis años y desde luego que no recuerdo nada en absoluto de todo aquello. Supongo que la noticia se habrá comentado en los medios mexicanos, pero hasta ahí.
Sólo pude saber del 23F español cuando, hace más o menos veinte años, vi el clásico documental de Victoria Prego La Transición Política Española, que fue transmitido en México por Canal 22. Recuerdo que fue todo un acontecimiento formativo ese documental, que seguí puntualmente según la programación que se tenía para los efectos, y que no recuerdo ya si era semanal o cada tercer día o algo así. El hecho es que no me perdí un solo capítulo.
Fueron los años en que mi consciencia política encontró un punto de condensación ya muy definido, calibrado a partir de mi lectura de las obras completas de Jesús Reyes Heroles (de lo que ya he hablado en otro lugar), de las memorias de Regis Debray (de lo que ya he hablado aquí y que fue lo que me decantó hacia el lado izquierdo del espectro político-ideológico), de mis visitas constantes a la cafetería de la librería Gandhi vieja de Miguel Ángel de Quevedo (que fue algo así como “mi Ateneo” personal), y en efecto –y no exagero– del seguimiento apasionado (era para mí una aventura emocionante en toda regla verlo, y tomar nota de todo cuanto sucedió) de aquél documental en el que se reconstruye un proceso que para muchos fue canónico, la transición democrática española, y en los que Felipe González, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Manuel Fraga, Torcuato Fernández Miranda, el Rey Juan Carlos y desde luego que Adolfo Suárez eran presentados como personajes de novela yo no sé si de Stendhal o de Pérez Galdós, o tal vez de Luis Spota o de Martín Luis Guzmán, protagonistas de un acontecimiento epocal que estaba cumpliendo una función esencial al iluminar una certeza categórica en los términos de mi formación: era la certeza de que la política es el corazón de una sociedad, y que de ella depende todo lo demás al ser la trama constitutiva del “telar de cada época”, como diría Carlos Marx.
Recuerdo luego que Manuel Camacho solía decir que a él le hubiera gustado jugar el papel del Adolfo Suárez mexicano, en el sentido de fungir como una suerte de pivote articulador que desde dentro del sistema político propiciara la apertura y posterior transición política en México, tan es así que el partido que formó junto con Marcelo Ebrard se llamó Partido de Centro Democrático en réplica conceptual casi idéntica de la efímera Unión de Centro Democrático de Suárez.
Años después, habiendo ya pasado por mi etapa decisiva de formación en Madrid, volví con el tema de la transición española pero ya desde un punto de vista por completo crítico y distanciado, habiendo visto desde una óptica mucho más cercana y rigurosa los entresijos de lo que terminé caracterizando como un fracaso histórico político contundente toda vez que, lejos de resolver, acentuó el problema de la división de España por vía del estatuto de autonomías, y que analicé entonces a la luz de la reseña que hice de un libro en cuyo título se dice todo: La CIA en España: espionaje, intrigas y política al servicio de Washington, de Alfredo Grimaldos, y que publiqué en otro sitio bajo el título no menos elocuente y escéptico de “El mito de la transición democrática española: la CIA en España”.
Habría que decir que fueron muchos los años en los que de alguna manera estuve involucrado intelectualmente con España y su historia tanto universal como reciente, en el sentido de que seguía, al nivel casi que de militante (acaso haya sido un involucramiento iniciado por aquélla pasión detonada por el documental de Victoria Prego) los debates, los problemas, la evolución político-ideológica, las obras de historiografía, la crítica, el desenvolvimiento de la prensa, los revisionismos, la obra de Pio Moa, la de Bueno, la de Carrillo, la de Pilar Urbano, la de Elliott o Moradiellos, o la de Umbral o Albiac o Juan Manuel de Prada o Gregorio Morán, o también las opiniones lapidarias de Sánchez Dragó o, más aún, las de García Trevijano (y recientemente también las de Dalmacio Negro), las discusiones sobre la república o la guerra civil, la deriva progresista y burguesa de toda la izquierda, la pesadilla de Podemos, la historia de la ETA, etc., al grado de que me atrevo a afirmar que, modestia aparte, puedo opinar con una solvencia que muy pocos pueden tener en México sobre el problema fundamental de España a un nivel de mucha mayor profundidad de la que se puede tener atendiendo solamente a la prensa, las redes o el juego superficial y efímero de los partidos políticos y su siglas, pero al 23F no volví en realidad jamás nunca, y digamos que me fui alejando de las cuestiones españolas en los últimos tres o cuatro años cerrando en realidad un ciclo en el que estuve involucrado de manera personal por más de quince años y que se ha ido para siempre.
Pero fue entonces que me crucé con un libro de Alessandro Baricco, Una cierta idea de mundo (Anagrama, 2020, y del que ya hablé aquí también hace tiempo), en el que hace un comentario muy elogioso de Anatomía de un instante de Javier Cercas, que es su toma de cartas en el asunto del 23F, precisamente. Yo desde luego que supe de su publicación, pero no le presté demasiada atención al pensar que se trataba de una novela histórica, y es muy difícil, salvo que se trate de algún clásico del género, que me interesen ese tipo de textos.
Pero Baricco disipó cualquier duda: no es ni novela ni novela histórica, es un ensayo en toda regla. Una crónica de historia contemporánea realizado por un escritor con una solvencia prosística indiscutible. Decidí entonces hacerme con el libro, y lo acabo de terminar hace un par de semanas más o menos.
Lo que me decidió por comprarlo es la cita de Borges comentada por Baricco en su libro, y que tiene que ver con lo que hizo a su vez que Javier Cercas se decidiera por escribir algo sobre el tema del 23F y que se relaciona con la imagen que ha dado la vuelta al mundo: el hemiciclo del palacio de las Cortes españolas con los elementos de la Guardia Nacional al frente y un Adolfo Suárez sentado solitario en su escaño con el resto de los escaños por completo vacíos al estar todos sus ocupantes –la clase política española de la democracia en gestación– escondidos debajo de cada uno de ellos. Toda una clase política puesta de rodillas. Y entonces explica Cercas:
‘Fue una imagen obligada en todos los reportajes televisivos sobre el golpe: la imagen de Adolfo Suárez petrificado en su escaño mientras, segundos después de la entrada del teniente coronel Tejero en el hemiciclo del Congreso, las balas de los guardias civiles zumban a su alrededor y todos los demás diputados presentas allí –todos menos dos: el general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo– se tumban en el suelo para protegerse del tiroteo. Por supuesto, yo había visto decenas de veces esa imagen, pero por algún motivo aquel día la vi como si la viese por vez primera: los gritos, los disparos, el silencio aterrorizado del hemiciclo y aquel hombre recostado contra el respaldo de cuero azul de su escaño de presidente del gobierno, solo, estatuario y espectral en un desierto de escaños vacíos. De repente me pareció una imagen hipnótica y radiante, minuciosamente compleja, cebada de sentido; tal vez porque lo verdaderamente enigmático no es lo que nadie ha visto, sino lo que todos hemos visto muchas veces y pese a ello se niega a entregar su significado, de repente me pareció una imagen enigmática. Fue ella la que disparó la alarma. Dice Borges que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es”. Viendo aquel 23 de febrero a Adolfo Suárez sentado en su escaño mientras zumbaban a su alrededor las balas en el hemiciclo desierto, me pregunté si en ese momento Suárez había sabido para siempre quién era y qué significado encerraba aquella imagen remota, suponiendo que encerrase alguno.”
Es una idea poderosa ciertamente la de Borges: hay un solo instante, uno solo en la vida de una persona en la que sabe con certeza plena quién es y quién será para toda la vida. Acaso sea ese momento aquél en el que nace tu primer hijo; o tal vez en el que sabes de pronto a qué habrás de dedicarte por el resto de tu vida o cuando descubres tu pasión fundamental; o cuando ante un arma apuntándote de frente tú sencillamente no te mueves ni un centímetro porque sabes que estás dispuesto a dar la vida por aquello que precisamente, gracias a que tienes el fusil en cuestión frente a ti, estás dándote cuenta de que es lo que en realidad te constituye, y no piensas dar un paso atrás.
A partir de ese dispositivo problemático es como Cercas despliega un poderío narrativo extraordinario, pues no hay un solo error sintáctico, de ritmo o de orquestación narrativa, uno sólo en todo el libro, que se lee entonces con una fluidez ciertamente magnífica, lo que hace de ésta una obra perfecta en toda regla y a todos los efectos, edificada a partir de la reconstrucción histórica, política y personal que hace de las tres figuras centrales de esa escena: Suárez (‘Viva Italia’), Carrillo (‘Un revolucionario frente al golpe’) y Gutiérrez Mellado (‘Un golpista frente al golpe’) y que desembocan en el escenario fundamental y dramático contextualizado en dos capítulos (‘La placenta del golpe’, ‘Todos los golpes del golpe’) de una finura extraordinaria en términos de análisis de la fenomenología política (Pilar Urbano diría que le faltó solamente el contexto geopolítico, cosa que de hecho es verdad), para ofrecernos los pormenores históricos de ese hemiciclo con la clase política de la naciente democracia española en el suelo excepción hecha de ellos tres, precisamente, ofreciéndosenos como la escena final con la que en realidad se cierra la Guerra Civil española y se termina por tanto, con ello, el siglo XX español.
Pilar Urbano dice también que en realidad no fue un golpe de Estado, sino un golpe de Gobierno destinado a fungir como corrector del sistema pero desde dentro del mismo, es decir, como mecanismo para cambiar el gobierno sin cambiar el Estado, y que tenía como contexto geopolítico, en efecto, el interés de Estados Unidos de quitarse de encima a un Adolfo Suárez que estaba asumiendo una postura semejante a la de De Gaulle en Francia, en el sentido de afirmar un cierto orgullo nacional y nacionalista español (falangista era Suárez a fin de cuentas) desde el que se reusaba a plegarse al enroque geopolítico de la OTAN.
Removido Suárez, España pasaría entonces a formar parte de esa alianza militar Atlántica. Y removido el marxismo leninismo de los estatutos del PSOE en el Congreso de Suresnes de 1974, España podría pasar entonces a ser gobernada por “la izquierda” en dirección al progresismo socialdemócrata inofensivo aunque no por eso menos irritante de nuestros días.
Pero de esto no habla ni tiene por qué hablar ya Anatomía de un instante, porque lo que quiso responderse Cercas –y con ello redactó una de las mejores obras narrativas de la literatura contemporánea en lengua española– es qué hace, en términos políticos, sociales, ideológicos y de carácter, que un hombre (ya sea comunista, falangista o nacionalista) se mantenga firme y de pie cuando un destacamento de la Guardia Civil entra en un recinto legislativo para someter a toda la clase política de una democracia en gestación y ponerla en el suelo con excepción de él o ellos. Santiago Carrillo declararía luego que él lo hizo porque pensó que un líder de los comunistas españoles no podía permitirse, jamás, morir arrodillado.
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