Chestertoniana

IX. Sobre la perfección, o por qué no me gustan los restaurantes de lujo

Creo que fue Epicuro el que dijo que lo importante no es lo que comes, sino con quién comes. Ahí sí que coincido por completo con él, sin perjuicio de que, puestos a optar en cuanto a escuelas filosóficas de la época helenística, yo por quienes me inclino sin pensarlo es con los estoicos, para quienes el sentido de la vida está en la razón a diferencia de los epicúreos, que lo encontraban en el placer.

En todo caso, puede que esto haya sido algo que quizás tuviera en mente Manuel Vázquez Montalbán cuando dijo –o hizo que alguno de sus personajes dijera– que él no vivía para comer, sino que comía para vivir.

Yo me siento más bien un estoico cuando se trata de la comida, y sobre todo cuando se trata de los restaurantes de lujo, y más que un gourmet buena vida me gusta ponerme en plan estoico cual Marco Aurelio, que gustaba de dormirse en el suelo en completa austeridad así fuera el hombre más poderoso de su tiempo. Mi amigo Sebastián Pineda dice por cierto que toda la prédica que hace el presidente López Obrador por la austeridad, más que franciscana, es estoica, lo cual me parece formidable y da ciertamente mucho para una buena reflexión al respecto.

Y es que hay algo que me pasa con los restaurantes de lujo: los abomino. Habría que intentar explicar las razones un poco, para que no se nos quede esto en el plano del capricho o el subjetivismo.

Creo que la primera razón tiene que ver con el hecho de que lo que impera en la sociología de los restaurantes de lujo es la impostura. Todo ahí es impostado, y lo que en realidad importa, sirviéndonos de la formulación epicúrea, no es tanto con quién comes (en el sentido de tu comensal) y ni siquiera lo que comes, sino dónde lo haces y quiénes son los que ves comer y los que te ven comer (el famoso “ver y ser visto”). Si la gente que ves comer es bonita (gente bien), entonces tú puedes pasar a sentirte parte de ellos, al margen de que lo que te estén sirviendo –cobrándote por ello por lo general un ojo de la cara– no te guste en absoluto aunque siempre se afirme que todo es delicioso para no quedar tan mal.

Ahora bien, y dejando de lado la fantochería e impostura superlativa y chocante que viene a la hora de que todo mundo quiere lucirse y sentirse culto eligiendo vinos, tal vez la razón clave de mi desagrado hacia los restaurantes de lujo tenga que ver con la perfección. Porque los restaurantes de lujo son formas, o intentos, de perfección. Y la perfección es incómoda por imposible, porque así como no se puede todo en la vida tampoco nada, en la vida, puede ser perfecto.  

O esto es lo que me ha inspirado leer el texto de Chesterton ‘A propósito de las gárgolas’ (Alarmas y digresiones, Acantilado, 2015), que es una suerte de defensa populista de la imperfección a través de un análisis del significado de lo grotesco, que a su vez desarrolla mediante una reflexión sobre las tres grandes etapas del arte: el clásico o naturalista (en donde se alaba al sol), el medieval o gótico (en donde se alaba a Dios) y el moderno o realista (en donde ya no se alaba a nada).

Explica primero Chesterton que la reflexión de la que está por hablarnos surge a resultas de haber visto en algún momento que visitaba una abadía abandonada el rostro con los ojos saltones de los monstruos tallados que solían usarse como canalones ornamentales en las catedrales de la Edad Media. La cuestión se detona al intentarse explicar las razones por las que algo tan horroroso como una gárgola era usada como ornamento en una catedral. La clave está en el sentido del arte cristiano, que es propiamente gótico.

Se trata de lo siguiente: el arte clásico griego imitaba a los dioses para adorarlos: ‘adoraban al sol, dice Chesterton, no de manera idólatra, sino por ser la corona dorada del dios a quien todos los niños ven casi con tanta claridad como al sol’. El arte cristiano medieval, en cambio, lo imitaba todo: enanos, pelícanos, monos y locos para adorar a su dios. ¿Y por qué lo imitaba todo?, porque para el cristiano el sol no era sólo propiedad exclusiva y perfecta del dios de los antiguos (su corona): el sol ‘brilla por doquier sobre lo bueno y lo malo y sobre el fango y los monstruos… el sol, el símbolo de nuestro padre –le hace decir Chesterton a un sacerdote en su relato– da vida a todas las cosas terrenales que rebosan fealdad y energía. Todas las exageraciones son verdaderas, si exageran lo correcto. Apuntemos al cielo con cuernos, colmillos, aletas, troncos y colas, con tal de que apunten a lo alto’.

Así es como explica Chesterton en su fábula el surgimiento del estilo gótico cristiano: ‘y bajo esa nueva inspiración planearon una suntuosa catedral al estilo gótico, con todos los animales de la tierra trepando por ella, y todas las cosas feas imaginables transmutadas en una belleza común, porque todas rogaban a Dios’.

Pero ocurre luego que al rico, ‘que se había vuelto desenfrenado en la larga paz’, se opuso a que se permitiera ver gárgolas y fealdad en las catedrales, y comenzó entonces una reyerta sobre el particular, entre medio de la cual el sacerdote recibió una pedrada que le hizo perder el sentido y, sobre todo, la memoria. Al despertar, volvió a ver ‘las ranas, los elefantes, los monos, las jirafas, las setas, los tiburones y todos los objetos feos que había juntado para mayor gloria de Dios. Pero olvidó por qué los había juntado. No recordó el designio ni el objeto. Los amontonó en una pila de diez metros de altura; y, cuando terminó, los ricos e influyentes estallaron en aplausos apasionados y gritaron: “¡Esto es verdadero! ¡Esto es realismo! ¡Así es como son las cosas!”’.

A diferencia del arte cristiano, que vio la belleza en todo lo imperfecto pero porque sabe que todos por igual, bellos y feos, pueden ver hacia arriba para adorar a Dios, el arte realista toma el mundo como tal pero sin saber para qué: ‘el paganismo en el arte era la belleza pura; fue el amanecer. El cristianismo era una belleza creada mediante el dominio de un millón de monstruos de fealdad; y eso, a mi entender –nos dice Chesterton– fue el cénit y el mediodía. El arte y la ciencia modernos equivalen en la práctica a disponer de ese millón de monstruos sin ser capaz de dominarlos; y me atreveré a llamarlos desintegración y decadencia. Las mejores creaciones de los mármoles de Elgin (Escocia) son unos caballos espléndidos camino del templo de una virgen. El cristianismo, con sus gárgolas y grutescos, se limitaba a afirmar que un asno podía pasar por delante de todos los caballos del mundo cuando iba de verdad al templo. La fábula es un asno santo que va a la iglesia. El realismo es un asno perdido que no sabe adónde va’.

Así es la incomodidad que me produce la perfección de un restaurante de lujo: me hace sentir como un asno perdido que no sabe adónde va o por y para qué está ahí. Y tengo la impresión de que Chesterton –y mi querido amigo chestertoniano Fernando Muñoz– pensaba –y piensa– más o menos como yo, porque de lo contrario no habría sido tan enfático Chesterton, y Fernando también, en su interés por recordarnos a todos sobre lo mucho que le gustaban –y le gustan– las tabernas de pueblo.  

Ahora bien, y para volver a la formulación de Epicuro según la cual lo importante es con quién comes, debo decir que si se trata de mi mejor amigo –que sé que le gustan los buenos restaurantes–, o del amor de mi vida, yo puedo comer en el lugar que sea, trátese del más caro de la ciudad o de una fonda, pero porque lo estoy haciendo con ellos, y la perfección está en la belleza común plasmada ya sea a través de mi amistad con él, o en el brillo con el que se le iluminan a ella los ojos al reírse junto conmigo.  

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