Es sabida la tesis medular que Nietzsche expusiera en su Origen de la tragedia en la que afirma que la contraposición entre la abstracción analítica, o por mejor decir geométrica, y el desbordamiento o exaltación (como luego se dirá en el romanticismo alemán) artística, define la bifurcación entre el teatro y la filosofía que tuviera lugar en el orbe griego de la antigüedad, y que encuentra tal vez una verificación categórica en aquélla tesis clásica de Platón a cuya luz quedaron los poetas sentenciados al destierro de la polis a beneficio del orden geométrico que la constituye.
Europa continuó, básicamente, en el mismo sentido hacia adelante, nos dice Efrén Hernández en ‘El teatro que yo intento escribir’ (aparecida en América, núm. 70, septiembre de 1956, y reimpreso en las Obras completas de Efrén Hernández, Tomo II, FCE, México, 2012, pp. 21-23): ‘el teatro llegó a hacerse sentir como bagazo y se acudió, entonces, a la componenda, mistificada a todas luces de la ópera’.
Según esto, el despliegue del teatro occidental abandona el aliento místico y musical a golpe de racionalización especulativa, que habría de encontrar en Platón, pero sobre todo en Aristóteles, su cumbre definitoria. En Poemas y Teoremas (El Catoblepas, Junio, 2009), Gustavo Bueno ofrece una síntesis suprema de la línea platónica de racionalización geométrica de la poesía tal como pocos, si no es que nadie, ha podido ofrecer desde la filosofía a la altura de nuestro tiempo.
Pero lo que en todo caso Efrén estaba intentado hacer en la obra en cuestión (Casi sin rozar el mundo. Alta comedia en tres actos y cuatro cuadros), era atraer sin que se confunda con mezclar, a efectos de lograr que converjan y causen unidad, los alientos del logos y la música sin descuidar la evocación del misterio. A esto no pudo encontrar mejor nombre que el de poesía dramática.
Se estaba tratando entonces de moverse en un paralelogramo en donde pudiera darse cita la necesidad de activar la seducción creativa mediante los secretos de la música, a fin de no sucumbir al tratado intelectualista, que no es otra cosa para Efrén Hernández que un ‘logos privado de la gracia de la música’.
Y es que el teatro tiene para él una función configuradora del entendimiento mediante la potencia evocadora del verbo, que cifra la totalidad en elementos parciales mediante los que la experiencia del mundo y de los siglos queda expuesta a la asimilación del espectador. Y cita para los efectos a Max Dauthendey, que nos dice esto:
‘Y las melódicas voces de los actores forzaban a la gente a ver ahí campos y casas, estancias, árboles, soles, estrellas y noches. Y todos los espectadores veían agua, tierras y árboles y aire en las desnudas tablas, en las lisas paredes.
Decorados como ningún pintor es capaz de crear.
En el ambiente que enciende las pasiones, las imágenes y lugares lejanos se acercan, y aquellos centenares de hombres que ocupaban el teatro podían abarcar con la mirada toda la tierra y ser sabedores por un momento de lo que ordena el destino.’
Y luego añade Efrén, a manera de consigna, que ‘ojalá, además, y México (más equitativo sería decir la América Latina), haciendo un esfuerzo, por suerte unos hilitos menos que imposible, de sinceridad, viera por sacudirse esta más que doble década de siglos de deformaciones y prejuicios que están sobre nosotros, empezar a comprender ya, y de una buena vez, que en esencia nuestro espíritu es mucho más afín con el místico y contemplativo del oriental, que con el analizador, positivista y práctico del europeo.’
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Es sabida la tesis medular que Nietzsche expusiera en su Origen de la tragedia en la que afirma que la contraposición entre la abstracción analítica, o por mejor decir geométrica, y el desbordamiento o exaltación (como luego se dirá en el romanticismo alemán) artística, define la bifurcación entre el teatro y la filosofía que tuviera lugar en el orbe griego de la antigüedad, y que encuentra tal vez una verificación categórica en aquélla tesis clásica de Platón a cuya luz quedaron los poetas sentenciados al destierro de la polis a beneficio del orden geométrico que la constituye.
Europa continuó, básicamente, en el mismo sentido hacia adelante, nos dice Efrén Hernández en ‘El teatro que yo intento escribir’ (aparecida en América, núm. 70, septiembre de 1956, y reimpreso en las Obras completas de Efrén Hernández, Tomo II, FCE, México, 2012, pp. 21-23): ‘el teatro llegó a hacerse sentir como bagazo y se acudió, entonces, a la componenda, mistificada a todas luces de la ópera’.
Según esto, el despliegue del teatro occidental abandona el aliento místico y musical a golpe de racionalización especulativa, que habría de encontrar en Platón, pero sobre todo en Aristóteles, su cumbre definitoria. En Poemas y Teoremas (El Catoblepas, Junio, 2009), Gustavo Bueno ofrece una síntesis suprema de la línea platónica de racionalización geométrica de la poesía tal como pocos, si no es que nadie, ha podido ofrecer desde la filosofía a la altura de nuestro tiempo.
Pero lo que en todo caso Efrén estaba intentado hacer en la obra en cuestión (Casi sin rozar el mundo. Alta comedia en tres actos y cuatro cuadros), era atraer sin que se confunda con mezclar, a efectos de lograr que converjan y causen unidad, los alientos del logos y la música sin descuidar la evocación del misterio. A esto no pudo encontrar mejor nombre que el de poesía dramática.
Se estaba tratando entonces de moverse en un paralelogramo en donde pudiera darse cita la necesidad de activar la seducción creativa mediante los secretos de la música, a fin de no sucumbir al tratado intelectualista, que no es otra cosa para Efrén Hernández que un ‘logos privado de la gracia de la música’.
Y es que el teatro tiene para él una función configuradora del entendimiento mediante la potencia evocadora del verbo, que cifra la totalidad en elementos parciales mediante los que la experiencia del mundo y de los siglos queda expuesta a la asimilación del espectador. Y cita para los efectos a Max Dauthendey, que nos dice esto:
‘Y las melódicas voces de los actores forzaban a la gente a ver ahí campos y casas, estancias, árboles, soles, estrellas y noches. Y todos los espectadores veían agua, tierras y árboles y aire en las desnudas tablas, en las lisas paredes.
Decorados como ningún pintor es capaz de crear.
En el ambiente que enciende las pasiones, las imágenes y lugares lejanos se acercan, y aquellos centenares de hombres que ocupaban el teatro podían abarcar con la mirada toda la tierra y ser sabedores por un momento de lo que ordena el destino.’
Y luego añade Efrén, a manera de consigna, que ‘ojalá, además, y México (más equitativo sería decir la América Latina), haciendo un esfuerzo, por suerte unos hilitos menos que imposible, de sinceridad, viera por sacudirse esta más que doble década de siglos de deformaciones y prejuicios que están sobre nosotros, empezar a comprender ya, y de una buena vez, que en esencia nuestro espíritu es mucho más afín con el místico y contemplativo del oriental, que con el analizador, positivista y práctico del europeo.’
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