Chestertoniana

VI. Charlotte Brontë o el encanto de una ignorancia ardiente y lúcida

Obligado es aquí comenzar primero con una confesión de parte: voy a hablar de una autora –o autoras más bien– que no he leído aún, y que ni siquiera tengo en mi biblioteca. Se trata de las hermanas Brontë –Charlotte (Jane Eyre), Emily (Cumbres Borrascosas) y Anne (Agnes Grey)–, a las que llego a través de un artículo de Chesterton dedicado a la primera que aparece en Tipos diversos (Sevilla, Renacimiento, 2011).

Creo que hace años leí algo sobre ellas, también, en un libro de Harold Bloom, escrito desde la perspectiva –tan característica en él– de hacer acopio de las obras fundamentales constitutivas del canon occidental entendido como canon por excelencia de la literatura, y que desarrolló Bloom combativamente contra la Escuela del Resentimiento (teorías de género, críticas o decoloniales), matriz ideológica de la Tiranía de la Corrección Política que desde los 60 del siglo XX comenzó a abrirse paso en las universidades norteamericanas como arma de destrucción neo-anarquista del saber (así hay que decirlo ya, con todas sus letras y sin rodeos) a través de su relativización contextual y nominalista ejecutada por vía del expediente afrancesado y frankfurtiano (Foucault, Derrida, Deleuze, Escuela de Frankfurt) de reinterpretarlo todo desde la antropología, la etnología, el feminismo y el relativismo hippie-postmoderno, y contra el cual, en el caso de la literatura, quiso Bloom solamente defender y atenerse al criterio del genio, la belleza, la sabiduría y el esplendor intelectual objetivos ahí donde estuvieran (o con la substantividad poética objetiva, para decirlo de otra manera), y que hoy cualquier crítico decolonial del sur global resentido, en efecto, reduciría a imposición eurocéntrica, racista, clasista, hetero-patriarcal y simbólicamente violenta.  

Debo confesar también que tengo una relación especial con la literatura del siglo XIX, de la que proceden las tres Brontë en comento y que explica de algún modo el hecho de que no las tenga siquiera en mi biblioteca: porque no están ahí, en el XIX quiero decir, las claves de mi gusto literario, que yo sitúo más bien en el tránsito del XIX al XX, y particularmente en la primera mitad de este último (Malraux, Broch, Mann, Saint-Exupéry, Malaparte, Aub, Revueltas, Vasconcelos, Torrente Ballester, Lezama, Marechal). He tocado y leído a Tolstoi, a Dostoievski, a Balzac, a Stendhal y a Melville, e intenté comenzar con Pérez Galdós siguiendo el criterio de Torres Bodet de Tres inventores de realidad: Stendhal, Pérez Galdós y Dostoievski. De todos sólo me han tocado en serio la médula Balzac y Melville, sobre todo Melville, cuyo Moby Dick es una obra suprema y de un tono épico que destila una profunda gravedad bíblica de la que cuesta recuperarse ciertamente.

Pero henos aquí otra vez con Chesterton, que nos habla con generosidad y genio sobre las hermanas Brontë, y como siempre toca la diana con la claridad latina que Borges le atribuyera: ‘[Charlotte] Brontë se hallaba –nos dice para entrar en materia– en la misma situación de la dama loca en una población rural. Sus excentricidades constituyen una infinita fuente de cándidas conversaciones dentro de ese círculo tan extremadamente apacible y bucólico que es el mundo literario’.

Se trata de caracterizar los atributos poéticos de Charlotte Brontë, que es sobre la que mayormente habla en su texto Chesterton, situándola en el marco epocal de la novela inglesa de costumbres. He aquí la tesis nuclear de su argumento: ‘Charlotte Brontë electrificó al mundo demostrando que una verdad infinitamente más antigua y elemental podía ser transmitida en una novela en la que ninguna persona, buena o mala, tuviera ni una sola costumbre. Su obra representa la primera gran afirmación de que la vida rutinaria del mundo civilizado es un disfraz tan falso y de mal gusto como los trajes de un baile de máscaras. Demostró que pueden existir abismos en el interior de una institutriz y eternidades dentro de un manufacturero; su heroína es la solterona común con vestido de lana merina y alma de llama. Resulta significativo advertir que Charlotte Brontë, siguiendo de modo consciente o inconsciente la acusada tendencia de su genio, fue la primera en eliminar de la heroína no sólo el oro y los diamantes falsos de la opulencia y la moda, sino incluso también el oro y los diamantes auténticos de la belleza física y la elegancia. Instintivamente, sintió que todo lo exterior ha de hacerse feo para que todo lo interior pueda tornarse sublime. Eligió a la más fea de las mujeres en el más feo de los siglos, y dentro de ellos descubrió todos los infiernos y paraísos de Dante’.    

Este esquema me recuerda la tesis de Eric Auerbach en Mímesis, cuando explica la función histórica que para la poética hubo de tener el cristianismo, al bajar la posibilidad del heroísmo y la grandeza trágica del mundo de los dioses y los gobernantes griegos al modesto mundo de un carpintero pobre. Todos los infiernos y paraísos son entonces posibles por igual, arriba y abajo, porque las cadenas del ser están en realidad, como por su parte nos dice Cheever en El escándalo de los Wapshot, hechas de modestas ambiciones, modestas tristezas y también modestas alegrías. El genio de Brontë se nos manifiesta entonces, según Chesterton, en esta capacidad para describir la forma en que los encantos más sublimes de la existencia humana pueden aparecer plasmados en una inocencia sin pulimento y carente de atractivo, como la de una heroína suya vestida siempre con ropa humilde y deslavada.

Es el encanto de la esperanza que se trasluce en una mirada ingenua pero lúcida y ávida al mismo tiempo, con la que Brontë nos demuestra ‘la futilidad de esa suposición de los hombres que consiste en creer que el placer puede obtenerse fundamentalmente con vestir traje de noche a diario y tener un palco en el teatro las noches de estreno. No es el hombre de placeres el que disfruta el placer. No es el hombre de mundo el que sabe apreciar el mundo. El hombre que ha aprendido a hacer todo lo convencional, al mismo tiempo ha aprendido perfectamente a hacerlo todo de manera prosaica. Es el hombre de modales desmañados cuyo traje de noche no le sienta bien, que lleva los guantes rotos y nunca recibirá un cumplido el que se halla verdaderamente pleno de los primitivos éxtasis de la juventud. En realidad está demasiado atemorizado por la sociedad como para disfrutar de sus triunfos. Pero existe en él ese temor, que es uno de los ingredientes eternos de la alegría.’

Esta hermosa dialéctica entre el temor y la alegría como tensión propiciadora, que Chesterton explica en función del hecho de que para un creyente como él el temor de Dios es el principio fundamental del goce, anima las páginas de la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë, que juzga quizá como el libro más verdadero jamás escrito, y que, por eso mismo, por darnos verdades tan contundentes sobre la vida, nos obliga a veces a contener la respiración ante la maravilla, que Chesterton nos señala, producida por la aproximación al mundo desde una ignorancia ardiente, modesta y lúcida.  

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