Para mi entrañable amiga Natalia García, que fue quien me habló de Belloc.
Yo la verdad es que a veces ya no entiendo. Es común escuchar quejas amargas sobre la baja calidad de la clase política de aquí o allá, o del bajo nivel de debate parlamentario en un mismo sentido. Lo curioso es que argumentos de este tipo suelen ir acompañados de una suerte de certeza sobreentendida, según la cual en el pasado, qué tan pasado no importa en realidad, las cosas eran diferentes, o más bien quizá, eran mejores.
Esto me recuerda el “mito de la Edad de oro” de la que habla Woody Allen en su película Medianoche en París (2011), que trata de un joven romántico norteamericano aspirante a gran escritor que anda de visita en París con su prometida, que no lo entiende y no soporta sus veleidades literario-intelectuales mientras lo ve suspirando por las calles evocadoras del mítico París de los escritores y los artistas y la bohemia (Hemingway, Picasso, Gertrude Stein, Joyce), que él idealiza como espíritus sublimes de épocas pasadas que, por serlo, eran mejores; hasta que por obra de un designio misterioso le es posible viajar en el tiempo para así conocer en el pasado a sus héroes, que ve paradójicamente repitiendo el mismo lamento respecto de su tiempo y su pasado correspondiente, que también interpretaban como algo mejor: los miembros de la “generación perdida” (Gertrude Stein) del París de los años 20, por ejemplo, se lamentaban de su tiempo y hablaban azorados de su pasado inmediato, el de la generación de fines del XIX; pero cuando nuestro personaje se traslada a los tiempos de esa generación, veía que también hacían lo propio: se lamentaban de su presente diciendo que la previa había sido mejor, y así ad infinitum, en una espiral de insatisfacción permanente con la contemporaneidad en función del contraste con un pasado que es visto, siempre, como algo que fue mejor.
Todo esto me vino a la mente ahora que leí el formidable prólogo de Hilaire Belloc a los Ensayos de Chesterton (Porrúa, 1997), en donde resulta ser que, al correr del año de 1933, se leía ya esa misma especie de lamento que comentamos, en este caso ni más ni menos que sobre la política inglesa, al tenor de lo siguiente: ‘Es ya demasiado tarde para enderezar las cosas en este sector –dice Belloc–; la profesión parlamentaria en Inglaterra, pese a su larga tradición nacional, ha perdido el vigor y el respeto de antaño. Como forma podrá dilatarse indefinidamente, pero en la actualidad rara vez ejerce un efecto vital en los negocios públicos. Éstos obedecen ahora al régimen impuesto casi abiertamente por los grandes monopolios, en especial los vínculos de la banca, y el comentario sobre los discursos políticos y los votos se ha hecho cosa fútil’.
Es ya demasiado tarde, decía en 1933 Hilaire Belloc, sin que siquiera comenzara todavía la segunda guerra mundial, aunque ya el amigo Hitler hubiera sido ungido como canciller alemán ese mismo año. Tres años después moriría Chesterton.
Llama la atención también el hecho de que el lamento de Belloc estaba dirigido a evidenciar el punto de que la política como tal se había vaciado de contenido –por decirlo de algún modo–, en función de una de las figuras fundamentales, si no es que la figura fundamental de la economía moderna, y que fue también señalada con claridad por alguien que estaba en las antípodas de una posición como la suya o la del propio Chesterton, que fue el caso de Lenin: el monopolio. Y más aún, el monopolio controlado por las Altas Finanzas.
Generacionalmente, las cosas eran vistas de la manera siguiente: ‘El grupo que integrábamos, reconoció que el principal acontecimiento social de nuestra generación había sido la destrucción de la libertad determinada por el crecimiento universal del monopolismo capitalista, y la ruina de la independencia económica en la masa ciudadana’. En ese marco de transición epocal es que sitúa Belloc su comentario de caracterización y valoración de su amigo, que en realidad escribió bajo el título ‘Lugar de G.K. Chesterton en las letras inglesas’.
De eso trataba su texto proemial, pero para ello era menester ubicar las cosas en el plano de una transición en el sentido dicho, para poder así situar y comprender, en toda su significación, sentido y contexto de determinación, a personajes tan extraordinarios y tan perfectamente bien construidos en términos literarios como el Padre Brown, Gabriel Syme (El hombre que fue jueves) o Michael Herne (El regreso de don Quijote).
Porque Chesterton extrae el material con el que edificó su grandeza intelectual y literaria del conjunto de contradicciones y antagonismos estructurales entre medio de cuya colisión y contraste, en el tránsito de un Antiguo Régimen en vías de extinción hacia un Nuevo Régimen que se levantaba soberbio desde la base central de operaciones de la revolución industrial, el mundo moderno estaba abriéndose paso para devorar a pueblos y naciones por igual, haciendo que todo lo sólido fuera poco a poco desvaneciéndose en el aire, como señaló también otro gigante de aquellos tiempos como lo fue Carlos Marx.
Belloc dice, en todo caso, que seis son los elementos fundamentales y necesarios para comprender el genio literario de G.K. Chesterton, a fin de poder encuadrar su lugar en las letras inglesas: uno, su medular carácter nacional, es decir inglés, parangonable solamente con el perfil al que, en ese mismo sentido, pudo dar forma y vida Samuel Johnson; dos, la precisión puntual y absoluta en todo cuanto escribió; tres, el paralelismo y la paradoja como instrumentos privilegiados de formulación dialéctica con la que levanta una arquitectura de certezas verdaderamente sorprendente, luminosa y casi que inigualable; cuatro, el sentido profundo de la historia, desde el que columbraba el tránsito pausado de las épocas para encapsular luego, en dos líneas, una frase o un párrafo, sus claves esenciales; cinco, la fe cierta, prolongada y vertebradora de sentido y de certidumbre; y seis, la caridad cristiana: ‘amaba a sus semejantes –nos dice Belloc–. A través de este afecto comprendía a todos, entendió al hombre común; y esa virtud, tan perceptible en su vida privada, y ancho río en su discurso diario, era a la vez apoyo y desmedro de su fama. Era apoyo, porque le daba acceso a toda mente; los hombres siempre escucharán a un amigo, y tanto era amigo de aquéllos para quienes escribía, que estaban dispuestos a escucharlo, aunque les causara gran perplejidad’.
Hace casi cien años, Hilaire Belloc veía –suponemos que– con desesperación la decadencia y vaciamiento de la política inglesa, al atestiguar la forma en que se evaporaba el sentido y sustancia de tal actividad a merced de los poderes económicos que, ya desde entonces, se levantaban como titanes invencibles (Jünger habría también de comprender esto muy bien). El paralelismo con nuestra época es ciertamente sorprendente, evidencia que por lo demás aparece también para cualquiera que se tome la molestia de pasar sus ojos por el Imperialismo, fase superior del capitalismo de Lenin.
En todo caso, la feliz certeza con la que podemos todos quedarnos es que, de esta suerte, Chesterton –y Belloc mismo– puede todavía seguir hablándonos al oído para comprender mejor nuestro presente, con la ventaja de que, al hacerlo, además de acariciarnos con las palabras y las paradojas, habrá de sacarnos más de una vez una generosa, y genuina, carcajada, recordándonos que tampoco hemos de tomaros las cosas tan en serio, y que procuremos disfrutar, en la medida de nuestras posibilidades, cada vez un poco mas de los pequeños y eternos y modestos goces de la vida.
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Para mi entrañable amiga Natalia García, que fue quien me habló de Belloc.
Yo la verdad es que a veces ya no entiendo. Es común escuchar quejas amargas sobre la baja calidad de la clase política de aquí o allá, o del bajo nivel de debate parlamentario en un mismo sentido. Lo curioso es que argumentos de este tipo suelen ir acompañados de una suerte de certeza sobreentendida, según la cual en el pasado, qué tan pasado no importa en realidad, las cosas eran diferentes, o más bien quizá, eran mejores.
Esto me recuerda el “mito de la Edad de oro” de la que habla Woody Allen en su película Medianoche en París (2011), que trata de un joven romántico norteamericano aspirante a gran escritor que anda de visita en París con su prometida, que no lo entiende y no soporta sus veleidades literario-intelectuales mientras lo ve suspirando por las calles evocadoras del mítico París de los escritores y los artistas y la bohemia (Hemingway, Picasso, Gertrude Stein, Joyce), que él idealiza como espíritus sublimes de épocas pasadas que, por serlo, eran mejores; hasta que por obra de un designio misterioso le es posible viajar en el tiempo para así conocer en el pasado a sus héroes, que ve paradójicamente repitiendo el mismo lamento respecto de su tiempo y su pasado correspondiente, que también interpretaban como algo mejor: los miembros de la “generación perdida” (Gertrude Stein) del París de los años 20, por ejemplo, se lamentaban de su tiempo y hablaban azorados de su pasado inmediato, el de la generación de fines del XIX; pero cuando nuestro personaje se traslada a los tiempos de esa generación, veía que también hacían lo propio: se lamentaban de su presente diciendo que la previa había sido mejor, y así ad infinitum, en una espiral de insatisfacción permanente con la contemporaneidad en función del contraste con un pasado que es visto, siempre, como algo que fue mejor.
Todo esto me vino a la mente ahora que leí el formidable prólogo de Hilaire Belloc a los Ensayos de Chesterton (Porrúa, 1997), en donde resulta ser que, al correr del año de 1933, se leía ya esa misma especie de lamento que comentamos, en este caso ni más ni menos que sobre la política inglesa, al tenor de lo siguiente: ‘Es ya demasiado tarde para enderezar las cosas en este sector –dice Belloc–; la profesión parlamentaria en Inglaterra, pese a su larga tradición nacional, ha perdido el vigor y el respeto de antaño. Como forma podrá dilatarse indefinidamente, pero en la actualidad rara vez ejerce un efecto vital en los negocios públicos. Éstos obedecen ahora al régimen impuesto casi abiertamente por los grandes monopolios, en especial los vínculos de la banca, y el comentario sobre los discursos políticos y los votos se ha hecho cosa fútil’.
Es ya demasiado tarde, decía en 1933 Hilaire Belloc, sin que siquiera comenzara todavía la segunda guerra mundial, aunque ya el amigo Hitler hubiera sido ungido como canciller alemán ese mismo año. Tres años después moriría Chesterton.
Llama la atención también el hecho de que el lamento de Belloc estaba dirigido a evidenciar el punto de que la política como tal se había vaciado de contenido –por decirlo de algún modo–, en función de una de las figuras fundamentales, si no es que la figura fundamental de la economía moderna, y que fue también señalada con claridad por alguien que estaba en las antípodas de una posición como la suya o la del propio Chesterton, que fue el caso de Lenin: el monopolio. Y más aún, el monopolio controlado por las Altas Finanzas.
Generacionalmente, las cosas eran vistas de la manera siguiente: ‘El grupo que integrábamos, reconoció que el principal acontecimiento social de nuestra generación había sido la destrucción de la libertad determinada por el crecimiento universal del monopolismo capitalista, y la ruina de la independencia económica en la masa ciudadana’. En ese marco de transición epocal es que sitúa Belloc su comentario de caracterización y valoración de su amigo, que en realidad escribió bajo el título ‘Lugar de G.K. Chesterton en las letras inglesas’.
De eso trataba su texto proemial, pero para ello era menester ubicar las cosas en el plano de una transición en el sentido dicho, para poder así situar y comprender, en toda su significación, sentido y contexto de determinación, a personajes tan extraordinarios y tan perfectamente bien construidos en términos literarios como el Padre Brown, Gabriel Syme (El hombre que fue jueves) o Michael Herne (El regreso de don Quijote).
Porque Chesterton extrae el material con el que edificó su grandeza intelectual y literaria del conjunto de contradicciones y antagonismos estructurales entre medio de cuya colisión y contraste, en el tránsito de un Antiguo Régimen en vías de extinción hacia un Nuevo Régimen que se levantaba soberbio desde la base central de operaciones de la revolución industrial, el mundo moderno estaba abriéndose paso para devorar a pueblos y naciones por igual, haciendo que todo lo sólido fuera poco a poco desvaneciéndose en el aire, como señaló también otro gigante de aquellos tiempos como lo fue Carlos Marx.
Belloc dice, en todo caso, que seis son los elementos fundamentales y necesarios para comprender el genio literario de G.K. Chesterton, a fin de poder encuadrar su lugar en las letras inglesas: uno, su medular carácter nacional, es decir inglés, parangonable solamente con el perfil al que, en ese mismo sentido, pudo dar forma y vida Samuel Johnson; dos, la precisión puntual y absoluta en todo cuanto escribió; tres, el paralelismo y la paradoja como instrumentos privilegiados de formulación dialéctica con la que levanta una arquitectura de certezas verdaderamente sorprendente, luminosa y casi que inigualable; cuatro, el sentido profundo de la historia, desde el que columbraba el tránsito pausado de las épocas para encapsular luego, en dos líneas, una frase o un párrafo, sus claves esenciales; cinco, la fe cierta, prolongada y vertebradora de sentido y de certidumbre; y seis, la caridad cristiana: ‘amaba a sus semejantes –nos dice Belloc–. A través de este afecto comprendía a todos, entendió al hombre común; y esa virtud, tan perceptible en su vida privada, y ancho río en su discurso diario, era a la vez apoyo y desmedro de su fama. Era apoyo, porque le daba acceso a toda mente; los hombres siempre escucharán a un amigo, y tanto era amigo de aquéllos para quienes escribía, que estaban dispuestos a escucharlo, aunque les causara gran perplejidad’.
Hace casi cien años, Hilaire Belloc veía –suponemos que– con desesperación la decadencia y vaciamiento de la política inglesa, al atestiguar la forma en que se evaporaba el sentido y sustancia de tal actividad a merced de los poderes económicos que, ya desde entonces, se levantaban como titanes invencibles (Jünger habría también de comprender esto muy bien). El paralelismo con nuestra época es ciertamente sorprendente, evidencia que por lo demás aparece también para cualquiera que se tome la molestia de pasar sus ojos por el Imperialismo, fase superior del capitalismo de Lenin.
En todo caso, la feliz certeza con la que podemos todos quedarnos es que, de esta suerte, Chesterton –y Belloc mismo– puede todavía seguir hablándonos al oído para comprender mejor nuestro presente, con la ventaja de que, al hacerlo, además de acariciarnos con las palabras y las paradojas, habrá de sacarnos más de una vez una generosa, y genuina, carcajada, recordándonos que tampoco hemos de tomaros las cosas tan en serio, y que procuremos disfrutar, en la medida de nuestras posibilidades, cada vez un poco mas de los pequeños y eternos y modestos goces de la vida.
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