Chestertoniana

III. la pregunta filosófica correcta

Carlos Marx decía, dando como siempre en el blanco, que el planteamiento de un problema equivale a su resolución, cosa que, a su vez, me recuerda aquélla afirmación de Espinosa de la Ética, cuando dice que las ideas adecuadas se suceden las unas a las otras de manera necesaria, al igual que las inadecuadas. En ambos casos se trata de plantear el hecho de que la realidad se nos hace inteligible dependiendo de las coordenadas a través de las cuales la apresamos para hacerla nuestra. Una variable equivocada, una mala ecuación o un enfoque incorrecto, pueden hacer que dos generaciones pierdan el tiempo enfrentándose ante una realidad mal entendida, o lo que es peor aún, ante un problema que en realidad no lo es tal. No por nada, para volver con él, decía también Carlos Marx que ninguna sociedad se plantea tareas para cuya ejecución no estén ya dadas, previamente, sus condiciones materiales de configuración y posibilidad. Era un materialista consumado, como es obvio aunque quizá no tan inútil recordar, sobre todo porque en estos tiempos ya prácticamente nadie lo lee, y mucho menos puede alguien saber ya qué cosa puede significar, hoy por hoy, ser materialista.      

El esclarecimiento de la geometría de las ideas viene a ser entonces, pienso yo, la tarea fundamental de la filosofía. Y controlar la geometría de las ideas significa entonces controlar también la de la realidad, porque las ideas no están en el cielo ni en la mente (ya sea la de Dios, que no existe, o en la de los hombres), sino que están en la realidad misma tal como ésta se nos ofrece objetiva y materialmente.

Chesterton dice por su parte (‘La manera correcta de hacer preguntas’, Vegetarianos, imperialistas y otras plagas. Artículos 1907, Madrid, Encuentro, 2019) que el principal objetivo de cualquier persona honesta en estos tiempos (escribía, recordemos, a principios del siglo XX) debería de ser hacer la pregunta filosófica correcta. Es una afirmación sugerente y encomiable, y casi que obvia e inofensiva. Pero no fue así, como nos recuerda inmediatamente con ironía al decir que, ‘para animarlos en esta empresa’ –la de hacerse la pregunta filosófica correcta–, ‘les diré que uno de los pocos hombres que se sabe que hizo la pregunta filosófica correcta acabó envenenado inmediatamente por la comunidad ilustrada de Atenas’.

Es el expediente Sócrates, como sabemos, que hizo que Luciano Canfora dijera que es, la de la filosofía, una profesión peligrosa. El aroma de este expediente está también en Don Quijote, que, necio como lo era, luchaba por hacer justicia allí donde fuera para él menester hacerlo, así fuera contra la voluntad de aquellos que se supone serían los beneficiarios de sus actos justos. Y es que pareciera que la gente no quiere ni la justicia ni la verdad, ni tampoco comprender.

Gustavo Bueno dice, en todo caso, que la enseñanza rigurosa y a profundidad de la filosofía tiene que darse antes y no después, o durante, la formación superior, esto es, que tiene que darse en el bachillerato. O de otra forma: que un joven, o un adolescente, debe de saber hacerse las preguntas filosóficas correctas antes de que elija irse para ingeniero, arquitecto o médico a la universidad. Pero no se trata –atención con esto– de que las preguntas filosóficas tengan que ver con el sentido de la vida, o de la muerte, o que giren alrededor de la nada, el bien o la eternidad. No, las preguntas filosóficas son aquéllas que te permiten llegar a la formulación y selección de las variables correctas para comprender mejor la geometría de la realidad práctica, cotidiana, según se nos da a la experiencia histórica y política, pues la política es la forma más acabada en la que la consciencia de los hombres se configura en su más alto grado de complejidad y maduración.

‘Puede que sea un defecto subjetivo, pero me irrita la manera en que se hacen las preguntas en este mundo moderno’, dice Chesterton en el inicio de su artículo. ‘Digo la manera en que se hacen las preguntas. No tengo quejas de la manera en que se responden. Siempre es difícil determinar cuándo una pregunta merece la pena; y cuando una pregunta es difícil siempre hay cabida para el error y la variedad’. Esto me recuerda la vez que leí sobre el momento en el que, ante la pregunta por saber si la felicidad le importaba, André Malraux respondió categórico y severo a su interlocutor: amigo mío, no pregunte estupideces.

Yo siempre he pensado que la filosofía sirve para ver lo que otros no pueden ver. Por eso, además de ser peligrosa si lo queremos ver así, la filosofía es también una forma de saber estratégico, porque más que a responder, te enseña a hacerte siempre las preguntas correctas.

Y es que, estrategias aparte, la verdad de las cosas es que aprender a formular las preguntas filosóficas correctas debería de ser, pienso yo, la ambición más sincera y elegante de toda persona honesta, sobre todo porque, así, le es dable evitar el bochorno de ir por la vida, ésta es la cuestión, preguntando estupideces.

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