Sobre la periodización de la Historia Contemporánea.
La actualidad dinámica de nuestro “presente generacional en marcha” hace problemática de todo punto la determinación o elección de los criterios de clasificación y explicación de las fases internas de esa Edad Contemporánea aún abierta y en despliegue ante nosotros, habida cuenta de que de la elección de los criterios y parámetros en litigio se desprenden por necesidad posiciones partidistas, asumidas en el presente, por parte de quien en la clasificación está involucrado: es imposible, por ejemplo, ponderar neutralmente, de manera absoluta, a la Revolución francesa y dejar intacta al mismo tiempo la valoración de la Revolución bolchevique de 1917 (por aquello de que “los bolcheviques hicieron la revolución vestidos de jacobinos así como los jacobinos hicieron la revolución, también, a su vez, vestidos de romanos”), del mismo modo que es imposible hablar de la Revolución mexicana, positiva o negativamente, ignorando la influencia que tuvo sobre la cubana de 1959, y de la que a su vez tuvo ésta sobre la bolivariana de Venezuela. O de otra manera: si se condena a una, se tiene que condenar, en principio, a todas por igual:
‘Lo peor es ser el tonto útil. De unos o de otros. Lograr no serlo, en casos como este, es faena peliaguda, porque hay que tomar partido, y definirse. Se trata de la postura frente a una revolución, que junto con la guerra es la forma de manifestación de la política más intensa, desgarradora y trágica que a los hombres se les ha ofrecido. Además, por si esto fuera poco, ocurre que la posición que tomes con respecto a una revolución en particular la tienes que hacer extensiva, por consistencia metodológica, a todas las demás en general. Y entonces todo se complica, porque la brocha gorda no es opción. Y es que es sólo a través de la revolución, o de la guerra, que es como decir de la tragedia -esta es la cuestión-, como se ingresa en la historia. Lo demás es música celestial, que no es ciertamente aquello por lo cual Churchill, Bolívar, Stalin, Hitler, Roosevelt, Carranza o Napoleón, o Fidel Castro, están en la historia. Y a ver quién es el que me viene a decir ahora que unos sí y otros no. Que los buenos sí y los malos no. O que de eso no se trata. Porque todos están, y por la misma razón: porque hicieron de la guerra, en un sentido u otro, la expresión más alta de la política.’ Ismael Carvallo Robledo, ‘La cuestión cubana’, (https://laclandestinavirtud.org/2016/04/08/la-cuestion-cubana/)
Hay una conexión más intensa y dramática, entonces, si se puede decir así, entre la dialéctica presente de la política y la interpretación de la historia contemporánea en el sentido dicho; es una intensidad de muy distinto grado a la que pudiera quizás encontrarse en las disputas que, en el terreno de los especialistas, se diera entre los partidarios, pongamos por caso, de Aníbal frente los de Escipión en el contexto de los análisis históricos de las Guerras Púnicas, tan lejos cronológicamente de nosotros.
‘[n]adie puede escribir acerca de la historia del siglo XX como escribiría sobre la de cualquier otro período, aunque sólo sea porque nadie puede escribir sobre su propio período vital como puede (y debe) hacerlo sobre cualquier otro que conoce desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de los trabajos de historiadores posteriores. Mi vida coincide con la mayor parte de la época que se estudia en este libro y durante la mayor parte de ella, desde mis primeros años de adolescencia hasta el presente, he tenido consciencia de los asuntos públicos, es decir, he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi condición de contemporáneo más que de estudioso. Esta es una de las razones por las que durante la mayor parte de mi carrera me he negado a trabajar como historiador profesional sobre la época que se inicia en 1914, aunque he escrito sobre ella por otros conceptos. Como se dice en la jerga del oficio, “el período al que me dedico” es el siglo XIX. Creo que en este momento es posible considerar con una cierta perspectiva histórica el siglo XX corto, desde 1914 hasta el fin de la era soviética, pero me apresto a analizarlo sin estar familiarizado con la bibliografía especializada y conociendo tan sólo una ínfima parte de las fuentes de archivo que ha acumulado el ingente número de historiadores que se dedican a estudiar el siglo XX’. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX. 1914-1991 (Crítica, Barcelona, 1995).
¿Cómo mantenerse neutral, para poner otro ejemplo, ante una valoración positiva de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, o del período de la tercera junta militar en Argentina durante los primeros años de la octava década del siglo pasado? No estamos diciendo con esto que los análisis objetivos sean imposibles de manera categórica. Estamos diciendo que son, en un grado mucho más elevado, de mayor carga problemática y de mucha mayor imantación ideológico-política, razón por la cual nos anima la convicción de que la política, en su devenir, es trágica.
‘En esa verdadera dialéctica de conservación y renovación que constituye todo progreso histórico, el pasado no se integra y realiza totalmente en el presente. Es depurado, reducido a lo esencial. Pero esta selección constante entre lo vivo y lo muerto del pasado histórico, que constituye la sustancia real de toda política en acto, no puede estar sujeta al capricho. Si una fracción de la totalidad del proceso histórico es aislada del conjunto, escindida de las causas que la provocaron y de las consecuencias que acarreó, si se establece un nexo arbitrario entre ella y el presente, se abandona el firme terreno del historicismo concreto para incurrir en la manifestación de una necesidad política del momento. Se deja de hacer ciencia historiográfica y se permanece en el estrecho marco de una ideología política inmediata. Es imposible determinar de antemano lo que se conservará del pasado en el proceso dialéctico. Esto deriva del proceso mismo que en la historia real siempre se desmenuza en innumerables momentos parciales. La acción política deviene momento historiográfico cuando modifica el conjunto de relaciones en las que el hombre se integra. Cuando conociendo las posibilidades que ofrece la coyuntura histórica sabe organizar la voluntad de los hombres alrededor de la transformación del mundo. El político revolucionario es historiador en la medida en que obrando sobre el presente interpreta el pasado. En su acción práctica supera toda veleidad ideológica y acciona sobre el pasado «verdadero», sobre la historia real y efectiva cristalizada en una estructura, o lo que es lo mismo, en el conjunto de las condiciones materiales de una sociedad. «La estructura –dice Gramsci– es pasado real, precisamente porque es el testimonio, el «documento» incontrovertible de lo que se hizo y de lo que continúa subsistiendo como condición del presente y del porvenir.» Sin embargo, siempre existe la posibilidad del error: que se considere vital lo que no lo es, o que no se ubique con corrección un proceso de cambio que germina, y que de tal manera la acción política queda rezagada.’ José Aricó, ‘Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura’, Córdoba, Argentina, abril-junio, 1963.
Hay entonces, ya lo vemos, muchas formas de clasificar las fases constitutivas del período Contemporáneo de la Historia Universal. Desde las coordenadas del materialismo histórico y de la militancia comunista, Eric Hobsbawm (1917-2012) desarrolló, en efecto, la que quizá pueda ser tenida como la más ambiciosa y completa historia del mundo contemporáneo, constituida por cuatro tomos titulados La era de la revolución, que abarca de 1789 a 1848, La era del Capital, de 1848 a 1875, La era del Imperio, de 1875 a 1914 e Historia del siglo XX, de 1914 a 1991 como tenemos dicho (tómese nota de que el título original en inglés del último tomo es The age of extremes. The short Twentieth century. 1914-1991).
Como vemos, el ciclo largo de la Edad Contemporánea refractado en dos siglos (el XIX y el XX) tiene como cortes históricos, para Hobsbawm, a la Revolución francesa de 1789 y la caída de la Unión Soviética doscientos años después, distribuida primero en una fase de aceleración revolucionaria por toda Europa y América, hasta 1848 (La era de la revolución), un repliegue del Capital y las burguesías nacionales, después, hasta 1875, que reaccionan ante los avances del movimiento social y obrero organizado y, en general, contra la radicalización del liberalismo por vía socialista -o contra las consecuencias prácticas a las que, previo paso por David Ricardo, llevó Carlos Marx a Adam Smith- (La era del Capital), abriéndole paso luego, teniendo como corte histórico a la Guerra Franco-Prusiana, a la lucha por la repartición de los mercados mundiales por parte de las grandes potencias europeas hasta la Primera Guerra Mundial de 1914 (La era del Imperio), terminando con un corto siglo XX marcado por los extremos ideológico-políticos del nacionalismo, el fascismo, el nazismo y el comunismo.
Es una perspectiva muy similar a la que, por otro lado, utilizara Imanuel Wallerstein en su libro Después del liberalismo (1995), en donde sostiene que, si bien es cierto que el colapso del orden soviético supuso el desfallecimiento del marxismo-leninismo como fuerza ideológica fundamental -por lo menos de 1917 hasta 1989-, no es dable por otro lado afirmar que tal colapso y tal desfallecimiento habrían de suponer, como se afirmó al instante, el triunfo del liberalismo: se trató más bien del fracaso de los dos proyectos ideológicos de la Edad Contemporánea: el proyecto liberal (iniciado en 1789) y el proyecto socialista de cuño marxista-leninista (iniciado en 1917).
José Luis Romero, analizando las cosas desde coordenadas bien distintas, plantea que el signo más visible de lo que según su cómputo se nos manifiesta como Tercera Edad (que es nuestra Edad Contemporánea) fue la irrupción del movimiento romántico que se endereza como reacción “dramática” contra el Iluminismo, sobre todo a la luz de la radicalización de sus presupuestos ideológicos, llamados a desembocar en la eclosión revolucionaria en Francia en 1789. Acaso podamos hacer coincidir simbólicamente esa emergencia romántica en el mundo Europeo burgués con la muerte de Mozart, que fallece en 1791, en pleno proceso de sacudimiento político proveniente de Francia, y cerrando con ello -la muerte de Mozart- el ciclo clásico en la historia de la música para dar paso al ciclo romántico que habría de encontrar en Beethoven a uno de sus polos de gravitación más poderosos y luminiscentes.
‘El tradicionalismo, el retorno a lo medieval idealizado, la exaltación del nacionalismo y el cristianismo, todo ello apareció de pronto en las conciencias occidentales como una revelación, como si las conciencias occidentales hubieran despertado repentinamente sobresaltadas de una pesadilla racionalista –diabólica o prometeica- y hubieran descubierto que debían volver a lo que juzgaban –sin pensarlo mucho- que era su cauce tradicional. Así si inaugura, en lo que tiene de más brillante y más llamativa, la Tercera Edad.’ José Luis Romero, La cultura occidental (Siglo XXI, Buenos Aires, 2004).
Desde luego que es imposible que “se invente” otra historia. Los acontecimientos fundamentales están a la vista de todos (primer ciclo de revoluciones: las atlánticas, romanticismo, liberalismo, expansión imperialista, segundo ciclo de revoluciones: la comunista, la nacionalista y la fascista, Guerras Mundial, Guerra Fría, orden post-Guerra Fría o Nuevo orden mundial); de lo que se trata, según tenemos dicho, es de la disputa por la definición de las tendencias fundamentales determinativas del acomodo, cambio o mantenimiento de las variables político-económicas, ideológicas y geopolíticas de la dialéctica de nuestra Edad Contemporánea. Y es que Romero dice que, de hecho, nada se pierde en realidad de forma definitiva con la configuración de nuestro tiempo:
‘El orden cristiano-feudal de la Primera Edad se reajustó al comienzo de la Segunda adjudicando un significado más alto al legado romano. La realidad creada por el ascenso de la burguesía se impuso por un instante, pareció luego que iba a ser ahogada y obtuvo finalmente el reconocimiento de su legitimidad en el nuevo ajuste con que, en el siglo XVIII, se cierra la Segunda Edad. Pero lo sustancial que había de origen cristiano –lo metafísico- en el complejo occidental reverdeció al trastabillar por entonces el orden de la realidad. Pareció un retorno, pero se trataba solamente de un nuevo equilibrio entre los elementos del complejo.’ La cultura occidental.
Jaime Vicens Vives (1910-1960) va mucho más allá, señalando en su Historia general moderna la improcedencia de considerar a la Edad Moderna y la Contemporánea como dos fases distintas, manteniendo la tesis de partida desde la cual habría de tratarse más bien de una misma gran fase histórica:
‘Consideramos los cinco siglos que integran la Historia Moderna como un todo coherente. La Revolución francesa, tanto tiempo adoptada como fin de etapa, sólo es un mero accidente en la marcha general del proceso histórico que se inicia en el Renacimiento y se disgrega en la crisis del siglo XX. La realidad de los hechos demuestra la continuidad de sus trayectorias esenciales durante dicho período: capitalismo, descubrimiento, conquista y explotación de la Tierra por Europa, burguesía nacional, potencialidad del Estado, triunfo de la fe en la razón y la ciencia, y defensa de la Catolicidad contra los sucesivos movimientos desintegradores.
Para muchos historiadores la época moderna corresponde a un gigantesco proceso de disgregación de todos los valores personales y colectivos. Para otros, en cambio, es un período de franco e ininterrumpido progreso de la Humanidad hacia metas de felicidad utópicas. Entre ambas interpretaciones extremas y las numerosísimas intermedias, nosotros nos limitamos a constatar la cruda realidad de los hechos.’ Jaime Vicens Vives, Historia general moderna (Barcelona, Editorial Vicens Vives, 1981).
John Lukács (1924) dispone las cosas de una manera similar (The Legacy of the Second World War, Yale University Press, 2010; El siglo XX, El Colegio de México, 2014), introduciendo además el criterio de conexión entre las Edades y su configuración geopolítica.
‘La amplia apelación a la Segunda Guerra Mundial sugiere la segunda de una serie, el segundo capítulo o tal vez incluso la continuación de la Primera Guerra Mundial. Hay razones para formular las cosas así, pero nuestra perspectiva debe de ser más amplia. Mil novecientos cuarenta y cinco, el fin de la Segunda Guerra Mundial, marcó muchas cosas. Fue el final de un período de grandes guerras; fue el final de la Edad Europea; fue el final de los imperios coloniales; y también quizá fue el final de toda la Historia Moderna’ (The Legacy of the Second World War).
‘Algo sobre el término century: su significado actual de siglo no lo adquirió hasta mediados del siglo XVII, cuando apareció en inglés y en francés. Antes se refería a un regimiento de cien soldados; en latín, centuria (de donde viene centurión, su jefe). El significado nuevo fue un síntoma del surgimiento de la conciencia histórica. Como lo fue ponerles nombre a las tres edades: Antigua, Media y Moderna. Los hombres de la Edad media no sabían que eran medievales. Sabían que las cosas estaban cambiando –unas para peor, otras para mejor-, pero nada más. El otoño de la Edad Media, el libro del gran historiador holandés Johan Huizinga, se publicó en 1920. Quinientos años antes, nadie, o casi nadie, habría entendido lo que significaba el título. En el siglo XX nuestra conciencia histórica se ha desarrollado tanto, y en tantos aspectos, que va cundiendo la percepción de que nos hallamos ante el otoño de la Edad Moderna. Aún es más clara la percepción de que el siglo XX ha supuesto también el fin de la Edad Europea… A esto hay que añadir que el siglo XX ha sido (atendiendo a la historia y no a los números) un siglo corto, de setenta y cinco años, que va de 1914 a 1989, marcado por las dos guerras mundiales (seguramente las últimas), de las que fueron consecuencia la revolución y el estado comunista de Rusia, con la caída del mismo al final, en 1989. (El siglo XIX histórico duró más: noventa y nueve años, desde la derrota de Napoleón en 1815 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914).’ (El siglo XX, El Colegio de México, 2014.)
Como es evidente según la diversidad de autores analizados, la interpretación y fasificación de la historia es una cuestión abierta a debate y polémica; un debate y una polémica que van a su vez variando de criterios y parámetros al compás del avance de la dialéctica de la política que, en su despliegue, derriba o reconstruye plataformas de interpretación (José Aricó: el político revolucionario se hace historiador en la medida en la que, obrando sobre el presente, interpreta el pasado). Y es esa variabilidad de perspectivas la que imposibilita considerar a uno u otro período como una época acabada.
Esta es una de las razones de peso para impugnar desde sus fundamentos a lo que podemos llamar “el mito de la modernidad”, entendida como una época de luz y racionalidad que habría supuesto, en su emergencia, el trazado de una brecha de corte entre la oscuridad medieval y lo que vino después. Y si es dable refutar los fundamentos del “mito de la modernidad” se debe al hecho de que los propios acontecimientos del presente (como lo puede ser la consolidación del fundamentalismo islámico) están obligándonos a reconstruir parcelas del pasado dentro de cuyos arcos temporales parecen estar definidas claves ideológico-políticas que hoy, paradójicamente, cobran de nuevo una acuciante actualidad (porque, para decirlo con Aricó nuevamente, siempre existe la posibilidad del error: que se considere vital lo que no lo es, o que se considere muerto lo que aún está vivo):
‘Se trata, en todo caso, de una nueva variable, que delimita una nueva morfología en la geopolítica mundial y que pone en entredicho los presupuestos mismos de una de las interpretaciones de la racionalidad occidental: la liberal democrática. Su incapacidad para entender el problema es señal de su decadencia.
Y es que lo que verdaderamente está en juego es precisamente nuestro sistema de racionalidad, pero para comprenderlo a cabalidad es necesario incorporar más siglos hacia atrás. Esa es la clave que nos aporta la tercera caída simbólica. La clave no está en el racionalismo liberal e ilustrado del siglo XVIII. Tampoco está en Hegel. Está más atrás: en los fundamentos escolásticos de occidente, que se perfilaron y delimitaron dialécticamente contra el islam. Este es uno de los pilares que soportan la compleja estructura teórica de, por ejemplo, la Divina Comedia de Dante, ese poeta tomista. Y cómo él supo verlo muy bien, la plataforma fundamental de configuración racional de lo que hoy es nuestro mundo fue la cristiandad. El baluarte, la iglesia católica, dentro de cuyas paredes tuvo lugar el arduo trabajo intelectual de Occidente durante siglos, una de cuyas principales floraciones fue ni más ni menos que la transformación, a través de Santo Tomás en disputa contra el averroísmo, de la filosofía griega, posibilitando con ello, more tomista, el desarrollo de los conceptos de la ciencia moderna. Del correcto dimensionamiento de esto depende nuestro futuro. ¿Qué jefe de Estado tendrá la capacidad para decirlo con solvencia y con todas sus letras, sin temer con ello parecer un conservador o reaccionario sino más bien un racionalista, que entre otras cosas ha leído, y entendido, a Dante?’ Grupo Promacos, ‘Las tres caídas del mundo contemporáneo’, El Catoblepas, 151, septiembre, 2014 (http://www.nodulo.org/ec/2014/n151p08.htm).
En todo caso, y a efectos de ensayar una reconstrucción crítica de la Historia Contemporánea, vamos a seguir los criterios definidos por la Escuela de Filosofía de Oviedo tal como quedan expuestos en la presentación de los XI Encuentros de Filosofía (Gijón, Asturias, 2006), dedicadas al análisis de los Problemas de una redefinición política del Continente iberoamericano en los términos que siguen:
Tras la Primera y Segunda Guerra Mundial el «Género humano realmente existente» se organizó políticamente a partir de Naciones políticas, teóricamente soberanas, que se coordinaron parcialmente primero en la Sociedad de las Naciones («Pacto de la Sociedad de las Naciones», Versalles, 28 de junio de 1919) y después, prácticamente en su totalidad, al terminar la segunda guerra, en la Organización de las Naciones Unidas («Conferencia de San Francisco», 26 de junio de 1945).
Sin perjuicio de lo cual las unidades políticas nacionales (51 Estados fundadores de la ONU en 1945, 191 Estados en la ONU de 2006) jamás se han mantenido exentas, sino insertas en algún tipo de estructuras supranacionales, que han sido establecidas, obviamente, según diversos criterios. Dejando de lado los criterios de las razas, las principales reagrupaciones ideológicas a escala supranacional que aquí tomamos como referencias son las siguientes:
(1) La reagrupación de los Estados políticos en cinco o seis unidades supranacionales denominadas «Culturas» (principalmente por el alemán Oswald Spengler, tras la primera guerra mundial) o «Civilizaciones» (principalmente por el inglés Arnold Toynbee, tras la segunda guerra mundial). La denominación de «culturas», aplicada a estas unidades supraestatales, ha ido cediendo, en las últimas décadas, debido seguramente a la tendencia, cada vez más acusada, hacia la utilización del término «cultura» a escala no supraestatal sino infraestatal (nacional-regional, nacionalidad étnica, &c.), coincidente en ocasiones con la escala nacional política («cultura alemana», «cultura bávara», «cultura francesa», «cultura bretona», «cultura española», «cultura vasca»). En consecuencia, la denominación «civilizaciones» tiende a sustituir a la denominación «culturas», a escala supranacional; otra cuestión es la interpretación ideológica de estas supuestas civilizaciones (como si pudiera haber más de una civilización en cada época histórica) y la interpretación, también ideológica, por no decir metafísica, de las interacciones entre ellas (para unos son de conflicto, «conflicto de civilizaciones», para otros, que hacen ecolalia de la fórmula de Huntington, son de armonía, «alianza de civilizaciones»).
(2) Tras la segunda guerra mundial cristalizó una reorganización ideológica del «Género humano» en dos grandes unidades supranacionales, denominadas «Bloques»: el denominado bloque capitalista y el denominado bloque comunista, que también recibieron las denominaciones respectivamente de bloque democrático, libre, o Primer mundo (a veces «Occidente»); y de bloque totalitario, tiránico, o Segundo mundo. A esta reorganización a escala planetaria sucedió (tras la conferencia de Bandung, 18-24 de abril de 1955) una organización trimembre, por adición de una clase negativa, los Países No Alineados, que se correspondían más o menos con lo que comenzó entonces a llamarse Tercer mundo.
(3) Tras la caída de la Unión Soviética la organización ideológica del Género humano en bloques se desmoronó, y fue abriéndose camino la ideología de la Globalización, apoyada en el efectivo incremento de las interacciones entre las unidades de referencia. Pero la Globalización fue una idea que, en el terreno económico, estaba dada en función de las Naciones políticas, como se comprueba por ejemplo en el estrecho vínculo entre las empresas «globales» y las empresas deslocalizadas (precisamente de los Estados nacionales). Pero muy pronto la ideología de la globalización tendió a formularse al margen de las 191 unidades políticas que se sientan en la Asamblea General de las Naciones Unidas, subrayando la condición del Género humano, regido por la Declaración de los Derechos Humanos, de «comunidad internacional sin fronteras», democrática, libre, solidaria, tolerante y respetuosa de cualquier cultura.
(4) Ahora bien, lo cierto es que estas ideologías armonistas humanistas en ascenso en los principios del siglo XXI no han borrado las líneas de frontera, sean o no ideológicas, de las grandes unidades supranacionales, pero no universales; de unidades supranacionales establecidas según los criterios de las culturas, de las civilizaciones, de los bloques, de las religiones (cristianismo, islamismo, animismo, &c.) o de los sistemas económicos o políticos (capitalismo, socialismo, derechas, izquierdas, liberales, &c.). En cualquier caso los diversos criterios para establecer estas líneas de frontera supranacionales, por su evidente carga ideológica y partidista, tienden a replegarse, al menos en la superficie (por ejemplo, las ideologías ecumenistas tienden a quitar importancia a las fronteras religiosas: «¡Clérigos de todos los países, uníos!»).
Un modo más neutro de aproximarse a las unidades supranacionales establecidas por los diferentes criterios (en gran parte superponibles), es el que asumimos aquí como hipótesis de trabajo, desde una perspectiva predominantemente geopolítica, a saber, el criterio de las «unidades continentales». Las identidades de estos Continentes no es meramente territorial, sino también cultural y lingüística, y con claras connotaciones políticas y religiosas; por supuesto las unidades continentales no son unidades sustanciales, ya hechas, sino unidades procesuales, históricas y en continua transformación.
En la morfología continental del Género humano, estas unidades supranacionales engloban poblaciones del orden de trescientos o más millones de personas, vinculadas a territorios continuos (salvo excepciones puntuales). Las unidades continentales de las que hablamos son las siguientes: Europa (como comunidad geopolítica en la que se integran hoy 25 Naciones políticas), Rusia, China, India, «Continente islámico», «Continente angloamericano» y «Continente iberoamericano». La organización continental de la «Humanidad» presente no agota la totalidad de los 6.500 millones de hombres: Japón, Corea, Indonesia, incluso África (dejando aparte su mera unidad territorial) no pueden propiamente considerarse como continentes, en el sentido dicho.
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Sobre la periodización de la Historia Contemporánea.
La actualidad dinámica de nuestro “presente generacional en marcha” hace problemática de todo punto la determinación o elección de los criterios de clasificación y explicación de las fases internas de esa Edad Contemporánea aún abierta y en despliegue ante nosotros, habida cuenta de que de la elección de los criterios y parámetros en litigio se desprenden por necesidad posiciones partidistas, asumidas en el presente, por parte de quien en la clasificación está involucrado: es imposible, por ejemplo, ponderar neutralmente, de manera absoluta, a la Revolución francesa y dejar intacta al mismo tiempo la valoración de la Revolución bolchevique de 1917 (por aquello de que “los bolcheviques hicieron la revolución vestidos de jacobinos así como los jacobinos hicieron la revolución, también, a su vez, vestidos de romanos”), del mismo modo que es imposible hablar de la Revolución mexicana, positiva o negativamente, ignorando la influencia que tuvo sobre la cubana de 1959, y de la que a su vez tuvo ésta sobre la bolivariana de Venezuela. O de otra manera: si se condena a una, se tiene que condenar, en principio, a todas por igual:
‘Lo peor es ser el tonto útil. De unos o de otros. Lograr no serlo, en casos como este, es faena peliaguda, porque hay que tomar partido, y definirse. Se trata de la postura frente a una revolución, que junto con la guerra es la forma de manifestación de la política más intensa, desgarradora y trágica que a los hombres se les ha ofrecido. Además, por si esto fuera poco, ocurre que la posición que tomes con respecto a una revolución en particular la tienes que hacer extensiva, por consistencia metodológica, a todas las demás en general. Y entonces todo se complica, porque la brocha gorda no es opción. Y es que es sólo a través de la revolución, o de la guerra, que es como decir de la tragedia -esta es la cuestión-, como se ingresa en la historia. Lo demás es música celestial, que no es ciertamente aquello por lo cual Churchill, Bolívar, Stalin, Hitler, Roosevelt, Carranza o Napoleón, o Fidel Castro, están en la historia. Y a ver quién es el que me viene a decir ahora que unos sí y otros no. Que los buenos sí y los malos no. O que de eso no se trata. Porque todos están, y por la misma razón: porque hicieron de la guerra, en un sentido u otro, la expresión más alta de la política.’ Ismael Carvallo Robledo, ‘La cuestión cubana’, (https://laclandestinavirtud.org/2016/04/08/la-cuestion-cubana/)
Hay una conexión más intensa y dramática, entonces, si se puede decir así, entre la dialéctica presente de la política y la interpretación de la historia contemporánea en el sentido dicho; es una intensidad de muy distinto grado a la que pudiera quizás encontrarse en las disputas que, en el terreno de los especialistas, se diera entre los partidarios, pongamos por caso, de Aníbal frente los de Escipión en el contexto de los análisis históricos de las Guerras Púnicas, tan lejos cronológicamente de nosotros.
‘[n]adie puede escribir acerca de la historia del siglo XX como escribiría sobre la de cualquier otro período, aunque sólo sea porque nadie puede escribir sobre su propio período vital como puede (y debe) hacerlo sobre cualquier otro que conoce desde fuera, de segunda o tercera mano, ya sea a partir de fuentes del período o de los trabajos de historiadores posteriores. Mi vida coincide con la mayor parte de la época que se estudia en este libro y durante la mayor parte de ella, desde mis primeros años de adolescencia hasta el presente, he tenido consciencia de los asuntos públicos, es decir, he acumulado puntos de vista y prejuicios en mi condición de contemporáneo más que de estudioso. Esta es una de las razones por las que durante la mayor parte de mi carrera me he negado a trabajar como historiador profesional sobre la época que se inicia en 1914, aunque he escrito sobre ella por otros conceptos. Como se dice en la jerga del oficio, “el período al que me dedico” es el siglo XIX. Creo que en este momento es posible considerar con una cierta perspectiva histórica el siglo XX corto, desde 1914 hasta el fin de la era soviética, pero me apresto a analizarlo sin estar familiarizado con la bibliografía especializada y conociendo tan sólo una ínfima parte de las fuentes de archivo que ha acumulado el ingente número de historiadores que se dedican a estudiar el siglo XX’. Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX. 1914-1991 (Crítica, Barcelona, 1995).
¿Cómo mantenerse neutral, para poner otro ejemplo, ante una valoración positiva de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, o del período de la tercera junta militar en Argentina durante los primeros años de la octava década del siglo pasado? No estamos diciendo con esto que los análisis objetivos sean imposibles de manera categórica. Estamos diciendo que son, en un grado mucho más elevado, de mayor carga problemática y de mucha mayor imantación ideológico-política, razón por la cual nos anima la convicción de que la política, en su devenir, es trágica.
‘En esa verdadera dialéctica de conservación y renovación que constituye todo progreso histórico, el pasado no se integra y realiza totalmente en el presente. Es depurado, reducido a lo esencial. Pero esta selección constante entre lo vivo y lo muerto del pasado histórico, que constituye la sustancia real de toda política en acto, no puede estar sujeta al capricho. Si una fracción de la totalidad del proceso histórico es aislada del conjunto, escindida de las causas que la provocaron y de las consecuencias que acarreó, si se establece un nexo arbitrario entre ella y el presente, se abandona el firme terreno del historicismo concreto para incurrir en la manifestación de una necesidad política del momento. Se deja de hacer ciencia historiográfica y se permanece en el estrecho marco de una ideología política inmediata. Es imposible determinar de antemano lo que se conservará del pasado en el proceso dialéctico. Esto deriva del proceso mismo que en la historia real siempre se desmenuza en innumerables momentos parciales. La acción política deviene momento historiográfico cuando modifica el conjunto de relaciones en las que el hombre se integra. Cuando conociendo las posibilidades que ofrece la coyuntura histórica sabe organizar la voluntad de los hombres alrededor de la transformación del mundo. El político revolucionario es historiador en la medida en que obrando sobre el presente interpreta el pasado. En su acción práctica supera toda veleidad ideológica y acciona sobre el pasado «verdadero», sobre la historia real y efectiva cristalizada en una estructura, o lo que es lo mismo, en el conjunto de las condiciones materiales de una sociedad. «La estructura –dice Gramsci– es pasado real, precisamente porque es el testimonio, el «documento» incontrovertible de lo que se hizo y de lo que continúa subsistiendo como condición del presente y del porvenir.» Sin embargo, siempre existe la posibilidad del error: que se considere vital lo que no lo es, o que no se ubique con corrección un proceso de cambio que germina, y que de tal manera la acción política queda rezagada.’ José Aricó, ‘Pasado y Presente. Revista trimestral de ideología y cultura’, Córdoba, Argentina, abril-junio, 1963.
Hay entonces, ya lo vemos, muchas formas de clasificar las fases constitutivas del período Contemporáneo de la Historia Universal. Desde las coordenadas del materialismo histórico y de la militancia comunista, Eric Hobsbawm (1917-2012) desarrolló, en efecto, la que quizá pueda ser tenida como la más ambiciosa y completa historia del mundo contemporáneo, constituida por cuatro tomos titulados La era de la revolución, que abarca de 1789 a 1848, La era del Capital, de 1848 a 1875, La era del Imperio, de 1875 a 1914 e Historia del siglo XX, de 1914 a 1991 como tenemos dicho (tómese nota de que el título original en inglés del último tomo es The age of extremes. The short Twentieth century. 1914-1991).
Como vemos, el ciclo largo de la Edad Contemporánea refractado en dos siglos (el XIX y el XX) tiene como cortes históricos, para Hobsbawm, a la Revolución francesa de 1789 y la caída de la Unión Soviética doscientos años después, distribuida primero en una fase de aceleración revolucionaria por toda Europa y América, hasta 1848 (La era de la revolución), un repliegue del Capital y las burguesías nacionales, después, hasta 1875, que reaccionan ante los avances del movimiento social y obrero organizado y, en general, contra la radicalización del liberalismo por vía socialista -o contra las consecuencias prácticas a las que, previo paso por David Ricardo, llevó Carlos Marx a Adam Smith- (La era del Capital), abriéndole paso luego, teniendo como corte histórico a la Guerra Franco-Prusiana, a la lucha por la repartición de los mercados mundiales por parte de las grandes potencias europeas hasta la Primera Guerra Mundial de 1914 (La era del Imperio), terminando con un corto siglo XX marcado por los extremos ideológico-políticos del nacionalismo, el fascismo, el nazismo y el comunismo.
Es una perspectiva muy similar a la que, por otro lado, utilizara Imanuel Wallerstein en su libro Después del liberalismo (1995), en donde sostiene que, si bien es cierto que el colapso del orden soviético supuso el desfallecimiento del marxismo-leninismo como fuerza ideológica fundamental -por lo menos de 1917 hasta 1989-, no es dable por otro lado afirmar que tal colapso y tal desfallecimiento habrían de suponer, como se afirmó al instante, el triunfo del liberalismo: se trató más bien del fracaso de los dos proyectos ideológicos de la Edad Contemporánea: el proyecto liberal (iniciado en 1789) y el proyecto socialista de cuño marxista-leninista (iniciado en 1917).
José Luis Romero, analizando las cosas desde coordenadas bien distintas, plantea que el signo más visible de lo que según su cómputo se nos manifiesta como Tercera Edad (que es nuestra Edad Contemporánea) fue la irrupción del movimiento romántico que se endereza como reacción “dramática” contra el Iluminismo, sobre todo a la luz de la radicalización de sus presupuestos ideológicos, llamados a desembocar en la eclosión revolucionaria en Francia en 1789. Acaso podamos hacer coincidir simbólicamente esa emergencia romántica en el mundo Europeo burgués con la muerte de Mozart, que fallece en 1791, en pleno proceso de sacudimiento político proveniente de Francia, y cerrando con ello -la muerte de Mozart- el ciclo clásico en la historia de la música para dar paso al ciclo romántico que habría de encontrar en Beethoven a uno de sus polos de gravitación más poderosos y luminiscentes.
‘El tradicionalismo, el retorno a lo medieval idealizado, la exaltación del nacionalismo y el cristianismo, todo ello apareció de pronto en las conciencias occidentales como una revelación, como si las conciencias occidentales hubieran despertado repentinamente sobresaltadas de una pesadilla racionalista –diabólica o prometeica- y hubieran descubierto que debían volver a lo que juzgaban –sin pensarlo mucho- que era su cauce tradicional. Así si inaugura, en lo que tiene de más brillante y más llamativa, la Tercera Edad.’ José Luis Romero, La cultura occidental (Siglo XXI, Buenos Aires, 2004).
Desde luego que es imposible que “se invente” otra historia. Los acontecimientos fundamentales están a la vista de todos (primer ciclo de revoluciones: las atlánticas, romanticismo, liberalismo, expansión imperialista, segundo ciclo de revoluciones: la comunista, la nacionalista y la fascista, Guerras Mundial, Guerra Fría, orden post-Guerra Fría o Nuevo orden mundial); de lo que se trata, según tenemos dicho, es de la disputa por la definición de las tendencias fundamentales determinativas del acomodo, cambio o mantenimiento de las variables político-económicas, ideológicas y geopolíticas de la dialéctica de nuestra Edad Contemporánea. Y es que Romero dice que, de hecho, nada se pierde en realidad de forma definitiva con la configuración de nuestro tiempo:
‘El orden cristiano-feudal de la Primera Edad se reajustó al comienzo de la Segunda adjudicando un significado más alto al legado romano. La realidad creada por el ascenso de la burguesía se impuso por un instante, pareció luego que iba a ser ahogada y obtuvo finalmente el reconocimiento de su legitimidad en el nuevo ajuste con que, en el siglo XVIII, se cierra la Segunda Edad. Pero lo sustancial que había de origen cristiano –lo metafísico- en el complejo occidental reverdeció al trastabillar por entonces el orden de la realidad. Pareció un retorno, pero se trataba solamente de un nuevo equilibrio entre los elementos del complejo.’ La cultura occidental.
Jaime Vicens Vives (1910-1960) va mucho más allá, señalando en su Historia general moderna la improcedencia de considerar a la Edad Moderna y la Contemporánea como dos fases distintas, manteniendo la tesis de partida desde la cual habría de tratarse más bien de una misma gran fase histórica:
‘Consideramos los cinco siglos que integran la Historia Moderna como un todo coherente. La Revolución francesa, tanto tiempo adoptada como fin de etapa, sólo es un mero accidente en la marcha general del proceso histórico que se inicia en el Renacimiento y se disgrega en la crisis del siglo XX. La realidad de los hechos demuestra la continuidad de sus trayectorias esenciales durante dicho período: capitalismo, descubrimiento, conquista y explotación de la Tierra por Europa, burguesía nacional, potencialidad del Estado, triunfo de la fe en la razón y la ciencia, y defensa de la Catolicidad contra los sucesivos movimientos desintegradores.
Para muchos historiadores la época moderna corresponde a un gigantesco proceso de disgregación de todos los valores personales y colectivos. Para otros, en cambio, es un período de franco e ininterrumpido progreso de la Humanidad hacia metas de felicidad utópicas. Entre ambas interpretaciones extremas y las numerosísimas intermedias, nosotros nos limitamos a constatar la cruda realidad de los hechos.’ Jaime Vicens Vives, Historia general moderna (Barcelona, Editorial Vicens Vives, 1981).
John Lukács (1924) dispone las cosas de una manera similar (The Legacy of the Second World War, Yale University Press, 2010; El siglo XX, El Colegio de México, 2014), introduciendo además el criterio de conexión entre las Edades y su configuración geopolítica.
‘La amplia apelación a la Segunda Guerra Mundial sugiere la segunda de una serie, el segundo capítulo o tal vez incluso la continuación de la Primera Guerra Mundial. Hay razones para formular las cosas así, pero nuestra perspectiva debe de ser más amplia. Mil novecientos cuarenta y cinco, el fin de la Segunda Guerra Mundial, marcó muchas cosas. Fue el final de un período de grandes guerras; fue el final de la Edad Europea; fue el final de los imperios coloniales; y también quizá fue el final de toda la Historia Moderna’ (The Legacy of the Second World War).
‘Algo sobre el término century: su significado actual de siglo no lo adquirió hasta mediados del siglo XVII, cuando apareció en inglés y en francés. Antes se refería a un regimiento de cien soldados; en latín, centuria (de donde viene centurión, su jefe). El significado nuevo fue un síntoma del surgimiento de la conciencia histórica. Como lo fue ponerles nombre a las tres edades: Antigua, Media y Moderna. Los hombres de la Edad media no sabían que eran medievales. Sabían que las cosas estaban cambiando –unas para peor, otras para mejor-, pero nada más. El otoño de la Edad Media, el libro del gran historiador holandés Johan Huizinga, se publicó en 1920. Quinientos años antes, nadie, o casi nadie, habría entendido lo que significaba el título. En el siglo XX nuestra conciencia histórica se ha desarrollado tanto, y en tantos aspectos, que va cundiendo la percepción de que nos hallamos ante el otoño de la Edad Moderna. Aún es más clara la percepción de que el siglo XX ha supuesto también el fin de la Edad Europea… A esto hay que añadir que el siglo XX ha sido (atendiendo a la historia y no a los números) un siglo corto, de setenta y cinco años, que va de 1914 a 1989, marcado por las dos guerras mundiales (seguramente las últimas), de las que fueron consecuencia la revolución y el estado comunista de Rusia, con la caída del mismo al final, en 1989. (El siglo XIX histórico duró más: noventa y nueve años, desde la derrota de Napoleón en 1815 hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914).’ (El siglo XX, El Colegio de México, 2014.)
Como es evidente según la diversidad de autores analizados, la interpretación y fasificación de la historia es una cuestión abierta a debate y polémica; un debate y una polémica que van a su vez variando de criterios y parámetros al compás del avance de la dialéctica de la política que, en su despliegue, derriba o reconstruye plataformas de interpretación (José Aricó: el político revolucionario se hace historiador en la medida en la que, obrando sobre el presente, interpreta el pasado). Y es esa variabilidad de perspectivas la que imposibilita considerar a uno u otro período como una época acabada.
Esta es una de las razones de peso para impugnar desde sus fundamentos a lo que podemos llamar “el mito de la modernidad”, entendida como una época de luz y racionalidad que habría supuesto, en su emergencia, el trazado de una brecha de corte entre la oscuridad medieval y lo que vino después. Y si es dable refutar los fundamentos del “mito de la modernidad” se debe al hecho de que los propios acontecimientos del presente (como lo puede ser la consolidación del fundamentalismo islámico) están obligándonos a reconstruir parcelas del pasado dentro de cuyos arcos temporales parecen estar definidas claves ideológico-políticas que hoy, paradójicamente, cobran de nuevo una acuciante actualidad (porque, para decirlo con Aricó nuevamente, siempre existe la posibilidad del error: que se considere vital lo que no lo es, o que se considere muerto lo que aún está vivo):
‘Se trata, en todo caso, de una nueva variable, que delimita una nueva morfología en la geopolítica mundial y que pone en entredicho los presupuestos mismos de una de las interpretaciones de la racionalidad occidental: la liberal democrática. Su incapacidad para entender el problema es señal de su decadencia.
Y es que lo que verdaderamente está en juego es precisamente nuestro sistema de racionalidad, pero para comprenderlo a cabalidad es necesario incorporar más siglos hacia atrás. Esa es la clave que nos aporta la tercera caída simbólica. La clave no está en el racionalismo liberal e ilustrado del siglo XVIII. Tampoco está en Hegel. Está más atrás: en los fundamentos escolásticos de occidente, que se perfilaron y delimitaron dialécticamente contra el islam. Este es uno de los pilares que soportan la compleja estructura teórica de, por ejemplo, la Divina Comedia de Dante, ese poeta tomista. Y cómo él supo verlo muy bien, la plataforma fundamental de configuración racional de lo que hoy es nuestro mundo fue la cristiandad. El baluarte, la iglesia católica, dentro de cuyas paredes tuvo lugar el arduo trabajo intelectual de Occidente durante siglos, una de cuyas principales floraciones fue ni más ni menos que la transformación, a través de Santo Tomás en disputa contra el averroísmo, de la filosofía griega, posibilitando con ello, more tomista, el desarrollo de los conceptos de la ciencia moderna. Del correcto dimensionamiento de esto depende nuestro futuro. ¿Qué jefe de Estado tendrá la capacidad para decirlo con solvencia y con todas sus letras, sin temer con ello parecer un conservador o reaccionario sino más bien un racionalista, que entre otras cosas ha leído, y entendido, a Dante?’ Grupo Promacos, ‘Las tres caídas del mundo contemporáneo’, El Catoblepas, 151, septiembre, 2014 (http://www.nodulo.org/ec/2014/n151p08.htm).
En todo caso, y a efectos de ensayar una reconstrucción crítica de la Historia Contemporánea, vamos a seguir los criterios definidos por la Escuela de Filosofía de Oviedo tal como quedan expuestos en la presentación de los XI Encuentros de Filosofía (Gijón, Asturias, 2006), dedicadas al análisis de los Problemas de una redefinición política del Continente iberoamericano en los términos que siguen:
Tras la Primera y Segunda Guerra Mundial el «Género humano realmente existente» se organizó políticamente a partir de Naciones políticas, teóricamente soberanas, que se coordinaron parcialmente primero en la Sociedad de las Naciones («Pacto de la Sociedad de las Naciones», Versalles, 28 de junio de 1919) y después, prácticamente en su totalidad, al terminar la segunda guerra, en la Organización de las Naciones Unidas («Conferencia de San Francisco», 26 de junio de 1945).
Sin perjuicio de lo cual las unidades políticas nacionales (51 Estados fundadores de la ONU en 1945, 191 Estados en la ONU de 2006) jamás se han mantenido exentas, sino insertas en algún tipo de estructuras supranacionales, que han sido establecidas, obviamente, según diversos criterios. Dejando de lado los criterios de las razas, las principales reagrupaciones ideológicas a escala supranacional que aquí tomamos como referencias son las siguientes:
(1) La reagrupación de los Estados políticos en cinco o seis unidades supranacionales denominadas «Culturas» (principalmente por el alemán Oswald Spengler, tras la primera guerra mundial) o «Civilizaciones» (principalmente por el inglés Arnold Toynbee, tras la segunda guerra mundial). La denominación de «culturas», aplicada a estas unidades supraestatales, ha ido cediendo, en las últimas décadas, debido seguramente a la tendencia, cada vez más acusada, hacia la utilización del término «cultura» a escala no supraestatal sino infraestatal (nacional-regional, nacionalidad étnica, &c.), coincidente en ocasiones con la escala nacional política («cultura alemana», «cultura bávara», «cultura francesa», «cultura bretona», «cultura española», «cultura vasca»). En consecuencia, la denominación «civilizaciones» tiende a sustituir a la denominación «culturas», a escala supranacional; otra cuestión es la interpretación ideológica de estas supuestas civilizaciones (como si pudiera haber más de una civilización en cada época histórica) y la interpretación, también ideológica, por no decir metafísica, de las interacciones entre ellas (para unos son de conflicto, «conflicto de civilizaciones», para otros, que hacen ecolalia de la fórmula de Huntington, son de armonía, «alianza de civilizaciones»).
(2) Tras la segunda guerra mundial cristalizó una reorganización ideológica del «Género humano» en dos grandes unidades supranacionales, denominadas «Bloques»: el denominado bloque capitalista y el denominado bloque comunista, que también recibieron las denominaciones respectivamente de bloque democrático, libre, o Primer mundo (a veces «Occidente»); y de bloque totalitario, tiránico, o Segundo mundo. A esta reorganización a escala planetaria sucedió (tras la conferencia de Bandung, 18-24 de abril de 1955) una organización trimembre, por adición de una clase negativa, los Países No Alineados, que se correspondían más o menos con lo que comenzó entonces a llamarse Tercer mundo.
(3) Tras la caída de la Unión Soviética la organización ideológica del Género humano en bloques se desmoronó, y fue abriéndose camino la ideología de la Globalización, apoyada en el efectivo incremento de las interacciones entre las unidades de referencia. Pero la Globalización fue una idea que, en el terreno económico, estaba dada en función de las Naciones políticas, como se comprueba por ejemplo en el estrecho vínculo entre las empresas «globales» y las empresas deslocalizadas (precisamente de los Estados nacionales). Pero muy pronto la ideología de la globalización tendió a formularse al margen de las 191 unidades políticas que se sientan en la Asamblea General de las Naciones Unidas, subrayando la condición del Género humano, regido por la Declaración de los Derechos Humanos, de «comunidad internacional sin fronteras», democrática, libre, solidaria, tolerante y respetuosa de cualquier cultura.
(4) Ahora bien, lo cierto es que estas ideologías armonistas humanistas en ascenso en los principios del siglo XXI no han borrado las líneas de frontera, sean o no ideológicas, de las grandes unidades supranacionales, pero no universales; de unidades supranacionales establecidas según los criterios de las culturas, de las civilizaciones, de los bloques, de las religiones (cristianismo, islamismo, animismo, &c.) o de los sistemas económicos o políticos (capitalismo, socialismo, derechas, izquierdas, liberales, &c.). En cualquier caso los diversos criterios para establecer estas líneas de frontera supranacionales, por su evidente carga ideológica y partidista, tienden a replegarse, al menos en la superficie (por ejemplo, las ideologías ecumenistas tienden a quitar importancia a las fronteras religiosas: «¡Clérigos de todos los países, uníos!»).
Un modo más neutro de aproximarse a las unidades supranacionales establecidas por los diferentes criterios (en gran parte superponibles), es el que asumimos aquí como hipótesis de trabajo, desde una perspectiva predominantemente geopolítica, a saber, el criterio de las «unidades continentales». Las identidades de estos Continentes no es meramente territorial, sino también cultural y lingüística, y con claras connotaciones políticas y religiosas; por supuesto las unidades continentales no son unidades sustanciales, ya hechas, sino unidades procesuales, históricas y en continua transformación.
En la morfología continental del Género humano, estas unidades supranacionales engloban poblaciones del orden de trescientos o más millones de personas, vinculadas a territorios continuos (salvo excepciones puntuales). Las unidades continentales de las que hablamos son las siguientes: Europa (como comunidad geopolítica en la que se integran hoy 25 Naciones políticas), Rusia, China, India, «Continente islámico», «Continente angloamericano» y «Continente iberoamericano». La organización continental de la «Humanidad» presente no agota la totalidad de los 6.500 millones de hombres: Japón, Corea, Indonesia, incluso África (dejando aparte su mera unidad territorial) no pueden propiamente considerarse como continentes, en el sentido dicho.
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