Ismael Carvallo Robledo.
[San Serapio. Francisco de Zurbarán. Óleo sobre lienzo. 1628. Wadsworth Atheneum Museum of Art. Hartford, Connecticut, Estados Unidos.]
El otro día, en un programa de radio se me pidió que enviara el mensaje que, por tradición, se suele dar los fines de año. Sin ninguna razón en particular, y debido más bien al apresuramiento que comporta la necesidad de servirse de la improvisación en tiempo real, omití, por increíble que parezca, hacer mención de la Navidad, hablando solamente sobre el 31 de diciembre para terminar deseando, para todos, el favor de la fortuna.
Al poco tiempo se me preguntó por la omisión. Quien lo hizo –una querida amiga-, temía que estuviera yo participando de la tendencia en curso en virtud de la cual en algunas sociedades occidentales, desde ciertas plataformas progresistas tipo Podemos en España, o la UNESCO, se pretende desactivar, neutralizar o sustraer cualquier contenido religioso de la estructura de instituciones que soporta los mecanismos de articulación de las relaciones sociales en la sociedad de referencia, haciéndolo mediante la codificación de la vida civil en general en un pautado socio-cultural con la amplitud y sistematicidad suficientes como para organizar a poblaciones de millones, una de cuyas funciones principales es la de la organización del calendario, en efecto, que es ininteligible al margen del minutero de religiones que, como el cristianismo, lleva siglos de colado histórico.
La razón que está detrás de esta tendencia es clara de todo punto: el respeto a quienes no profesan la religión en cuestión, en nuestro caso la cristiana (católica o protestante). Podemos: esa pesadilla ideológica cursi, pánfila y adolescente.
No les quiero contar el coraje que hice al saber que esa pudo haber sido la interpretación de mi olvido. Porque la razón fue que se trató de eso y nada más: de un olvido simple y coyuntural, y porque definitivamente no soy yo de los que creen que sea posible -ni prudente ni funcional- desconectar o separar las instituciones civiles de las instituciones religiosas. Y no digo esto porque sea yo católico practicante, religiosamente hablando, o creyente. No soy ni lo uno ni lo otro.
Y es que –además- la clave de la cuestión no estriba en que se practique, individualmente, una religión u otra, sino en la capacidad para ponderar la magnitud multisecular de una religión, practicada por millones, frente a otras, practicadas a su vez –también- por cientos de millones (hay un aproximado de dos mil doscientos millones de cristianos en el mundo, mil seiscientos millones de musulmanes y mil cien millones de hindúes, para poner tres ejemplos de notoriedad evidente). Es decir, que de lo que se trata aquí es de saber medir la densidad política específica de una religión, para calcular su potencial de transformación en tendencia social dominante.
Y la ponderación no se tiene que hacer nada más en función de la racionalidad implícita en la estructura dogmática de las religiones en litigio –que es algo de lo que ya hemos hablado en este espacio-, sino sobre todo en función de la densa red de conexiones (morales, pero también estéticas, artísticas, científicas o filosóficas) que a lo largo de siglos y siglos de historia ha producido una trabazón de contenidos tal que termina siendo imposible separar el orden civil del orden religioso, en virtud de que se trata, en realidad, de órdenes o dominios que, aunque parcialmente disociables, son en el límite inseparables.
Ocurre entonces que en el momento de cruzarnos con algún político, que, por un supuesto respeto, por su laicismo radical o su pretendida tolerancia religiosa, quiere borrar el ceremonial cívico cristiano que ha configurado la vida de sociedades políticas enteras a lo largo de los siglos; si quiere omitir la mención de esa festividad, la Navidad, tan importante en el cristianismo junto con la Pascua de resurrección y el Pentecostés, referencias todas que son centrales en la organización de nuestra vida y de nuestro sentido común, seamos creyentes o no; si nos cruzamos, decimos, con un político así, hay algo de lo que podemos estar seguros con rotundidad: que estamos frente a un fanático ignorante y peligroso, que no ha pisado jamás un museo de arte, o que no ha escuchado jamás la Pasión según San Mateo, de Bach, o un réquiem de una belleza tan eterna como el de Mozart.
Fanático porque se aferra solamente a un aspecto de las cosas. Ignorante, porque no entiende que no es el calendario nada más: es la historia del arte o de la música, por ejemplo, por no decir la de la filosofía, las que serían incomprensibles al margen del arte sacro o de la música sacra (o de la Escolástica), es decir, al margen de la religión, y porque no entiende que ha sido la Iglesia católica la única, la única plataforma que ha hecho posible que un campesino de Perote en Veracruz, o de Nacajuca en Tabasco o de Valparaíso en Chile, tenga contacto visual con una representación sacra de estilo barroco, novohispano o español, o flamenco o italiano, o que a sus oídos haya llegado el eco del coro de una Misa de Schubert o de Brahms.
Es un ignorante y un fanático. Pero también es peligroso, porque si hoy pide eliminar la Navidad, mañana, por consistencia, querrá eliminar a Bach o a Zurbarán.
Viernes 18 de diciembre. Diario Presente. Villahermosa, Tabasco.
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