GAP Andrés Molina Enríquez

México vs. Ecuador, interpretación geopolítica

Es indiscutible que la situación generada a resultas del asalto de la policía de Ecuador a la embajada de México nos tomó a todos por sorpresa, y deja un antecedente de alta implicación en la historia reciente.

Son muchas las perspectivas para interpretar el acontecimiento. La periodística es tal vez la primera, pues ese fue el medio a través del cual nos fue posible enterarnos de lo ocurrido y es por tanto también, en correspondencia, la primera instancia de definición de las coordenadas de discusión.

Normalmente, el periodismo se maneja con una lógica de escándalo o sensacionalista, en virtud de la cual los periodistas funcionan con arreglo al criterio de buscar algo que “dé la nota” (según la expresión más habitual), es decir, que suscite el morbo, la sorpresa, el escándalo, efectivamente, y tanto mejor es la nota en cuestión si el medio que la publicita es el primero en hacerlo, generando lo que yo denomino “el síndrome del periodista” (querer ser el primero en saber algo, y el primero en difundirlo).

Lo común en esta perspectiva es exacerbar la presencia de los elementos violentos, ya sean policiales, militares o de otro tipo (el ejemplo canónico es el de las coberturas de lo que ocurre en Gaza), para imantar y polarizar –vale decir manipular– de inmediato a la opinión pública.

Otra perspectiva es la jurídico-institucional, que es aquélla que se despliega desde las coordenadas normativas en las que se codifica el acontecimiento en cuestión, y que en el caso que nos ocupa se presentó en el momento en el que tanto funcionarios (de presidencia, de la cancillería) como analistas (que son llamados en su calidad de “expertos” en los programas periodísticos, efectivamente) se manifestaron con arreglo a la violación o apego o desviación del marco normativo de referencia (como por ejemplo la Convención de Viena, sobre el Derecho de los Tratados o la Convención de Caracas, sobre Asilo Diplomático: pautas institucionales, efectivamente, del comportamiento diplomático de los Estados, como debe de ser) a partir del cual entonces les es posible emitir un juicio condenatorio, aprobatorio, crítico, ponderativo o valorativo de cada una de las posiciones en litigio, y que para nuestro caso, efectivamente, nos remite al ámbito del Derecho y, más concretamente, al del Derecho Internacional y el idealismo armonista, democrático e “institucionalista” de  las Relaciones Internacionales como las disciplinas y teorías desde las que se abordan y analizan conflictos como este (lo más común es ver al profesor o profesora cosmopolita y demócrata de alguna universidad privada como el ITAM, o pública como el CIDE, opinando obviedades cándidas y pánfilas al por mayor, como es el caso de un tal Fausto Pretelin, que me tocó ver dando su exquisita y sensible opinión de señorito en el programa de José Cárdenas sobre el particular, diciendo con afectación aristocrática y como papanatas integral según mi parecer, y sea dicho esto con todos los respetos, que Rafael Correa, ex presidente de Ecuador, o AMLO, “dividen a la sociedad”: vaya comentario tan inocuo, pánfilo y pusilánime).   

La otra perspectiva, que es la que yo privilegio siempre, es la geopolítica, y es aquella desde la que también se analizan los acontecimientos internacionales pero desde la lógica de la lucha a muerte por el espacio y el poder por encima y/o al margen del derecho (internacional en este caso), y que supone la adopción de una posición de realismo político duro y dialéctico anclado en la divisa política de Spinoza según la cual un Estado, para serlo de verdad, debe de inspirar o temor o respeto, de lo contrario deja de ser un Estado.

Desde la geopolítica, el régimen de Noboa en Ecuador hizo lo que hizo porque pudo, y si pudo es porque alguien más fuerte que él lo respalda.

Quién es ese alguien, y por cuánto tiempo lo seguirá respaldando es el enigma fundamental a descifrar.