Chestertoniana

XXIII. Sobre la humildad

Una de las respuestas más ingeniosas que he conocido jamás, de esas que desconciertan a tu interrogador sin saber qué decir, fue aquella que dio el enigmático y formidable escritor argentino Juan Filloy cuando le preguntaron por el personaje histórico que más admiraba, a lo que respondió de una manera genial algo más o menos como esto (no tengo el libro a la mano, lo escribo de memoria): “a ese que quiso tirar la primera piedra porque podía, pero que no lo hizo. Vaya sentido de la elegancia y de la discreción”.

Otra respuesta genial que me viene al recuerdo en estos momentos es la que le dio Gustavo Bueno a Santiago Carrillo –el legendario secretario general del Partido Comunista de España–, cuando le preguntó por ahí de los 70 del siglo pasado sobre el país con el que era para él más adecuado comparar a la España de esos momentos, esperando por respuesta el nombre de Italia dado que por esos entonces andaba promoviendo el proyecto del Eurocomunismo junto con su homólogo italiano Enrico Berlinguer, a lo que Bueno le respondió dejándolo sin saber qué decir: Inglaterra, porque se trata de los herederos de los dos más grandes imperios modernos de occidente.

Es magnífica la respuesta de Filloy en todo caso, volviendo a lo nuestro, refiriéndose desde luego a la sentencia bíblica clásica (Juan 8:1-7) según la cual Jesús hubo de decirle a sus interlocutores que “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.

¿Qué tal que sí hubo alguien que estaba en efecto libre de todo pecado y que podía tirarla, pero que por no querer ponerse protagónico, y por tanto pesado y estupendo, no lo hizo? Fue una mezcla, efectivamente, de elegancia y discreción, y yo digo que tal vez también de humildad. Que es todo un tema.

Los romanos perdieron su imperio, según Maquiavelo, cuando el espíritu de humildad cristiano se apropió de su sentido común y los hizo débiles y tal vez pusilánimes, añadiría Nietzsche; algo como esto es lo que también pensaba Gibbon, pero a los dos los habría de refutar luego Pirenne, cuando vino a decir que fue más bien el cristianismo como estructura cultural lo que pudo mantener cohesionados políticamente los elementos dispersos y dispares de la matriz latino-romana luego de las invasiones germánicas, que, al cristianizarse, terminaron fundiéndose en ese magma histórico de largo alcance y profundidad civilizatoria. La verdadera ruptura vino a ser entonces la de las invasiones islámicas, y de ahí al día de hoy.

Este repudio humilde de naturaleza cristiana es lo que acaso pueda estar detrás, por vía de San Agustín, de la idea de que el poder (y por tanto la dominación) es negativa, razón por la cual no hay como tal una teoría del Estado o una teoría política propiamente cristiana, o por lo menos no la hay durante todo el período medieval hasta la ruptura que, de algún modo, se produjo a fines del siglo XIX cuando el papa León XIII emitiera su clásica encíclica Rerum novarum, base matricial de la Democracia Cristiana del siglo XX en tanto que corriente de pensamiento político de factura cristiana y vaticana.

Para Chesterton en todo caso y precisamente (‘El señor Wells y los gigantes’, Herejes, Acantilado), ‘todo el secreto del éxito práctico de la cristiandad reside en la humildad cristiana, por muy imperfecto que sea su cumplimiento’.

Es otra manera de ver las cosas, más sutil tal vez para los efectos de comprender la psicología de la acción humana, porque la humildad en el sentido cristiano vendría a suponer según Chesterton una liberación de la conducta, toda vez que ‘con la eliminación de cualquier cuestión de mérito o retribución, el alma queda súbitamente liberada para viajes increíbles. Si preguntamos a un hombre cuerdo cuánto merece, su mente se encoge instantánea e instintivamente. Duda de si merece seis pies de tierra. Pero si le preguntamos qué puede conquistar, puede conquistar las estrellas.’.

Hay un episodio que yo recuerdo –de hecho es increíble la forma en que se me quedó indeleble en la memoria– con bastante repudio de los tiempos en que viré el rumbo de mi vida de la ingeniería a la política, habiendo renunciado a mi trabajo de lo primero para dedicarme a la construcción de un partido político en cuyo movimiento y despliegue de alguna manera sigo insertado, aunque ya con un criterio y una línea propios y mucho más definidos.

En todo caso, había una chica ahí en el partido de cuyo nombre me acuerdo perfecto, pero queda mal mentarlo, que había estudiado ciencia política en el ITAM, y que me mostró cuán pedante, y también cuán estúpido, puede llegar a ser alguien cuando cree que se lo merece todo y no es humilde, como los que todavía creen en México que, por estudiar en el ITAM pongamos por caso, se lo merecen todo.  

Ocurre que un buen día, llegaron a las oficinas algunas cajas con los primeros números de la revista del partido (de hecho creo que fue de los primeros lugres donde publiqué algo); como no había mucha gente para recibirlas, tuvimos entre todos que ponernos a cargar cajas (no eran muy grandes ni mucho menos) para meterlas a la bodega, cosa que sin problemas nos pusimos todos a realizar, pues no pasaría de cinco minutos para terminar con la diligencia. Mientras lo hacíamos, me di cuenta de que ella estaba haciendo la tarea de muy mal humor, refunfuñando no sé cuántas cosas hasta que al pasar junto a mí se detuvo y como que dijo al aire algo más o menos como esto: “tantos años estudiando en el ITAM para tener que estar cargando cajas”.

En ese momento supe que era una cretina consumada, que pensaba que se lo merecía todo y que nos estaba haciendo a todos un favor por estar ahí con nosotros, humildes militantes y funcionarios de un pequeño partido en ciernes, mientras ella había tenido la magnanimidad y generosidad de bajar del Olimpo de su ITAM del octavo infierno para venirnos a decir cómo hay que hacer las cosas.

Después supe que fue funcionaria de alto nivel en gobiernos del PRI y del PAN, contratada por otros cretinos petulantes del ITAM como ella y ganando mucho dinero desde luego, que es a lo que iba desde siempre, podríamos pensar.

En ese momento de las cajas con las revistas del partido, en todo caso, supe muy bien también que jamás me iba yo a permitir llegar a semejante nivel de petulancia e imbecilidad, y que lo fundamental era la humildad ante todo, tan es así que hoy en día me gusta conducirme por dos conjuntos de divisas, las primeras para el ámbito estrictamente intelectual-individual, las segundas para mi desempeño profesional, sobre todo siendo el público el sector en el que lo hago.

Por cuanto a las primeras divisas, digamos que yo me muevo según la consigna del sabio estoico, caracterizado por la imperturbabilidad del alma, los intereses universales y la ausencia total de vanidad; por cuanto a las segundas, yo me guío en mi trabajo por lo que en alguna serie francesa vi caracterizar como la regla de las tres H del servidor público: humildad, honestidad y honorabilidad.

Tal podría ser la manera en que yo coincidiría con la alegre humildad de la que habla Chesterton, cuando dice en efecto que ‘esa alegre humildad, ese tomarnos a nosotros mismos con ligereza, y sin embargo estar prontos para una infinidad de triunfos inmerecidos, ese secreto es tan simple que todos han supuesto que debe ser algo muy siniestro y misterioso. La humildad es una virtud tan práctica que los hombres piensan que debe ser un vicio. La humildad es tan exitosa que suele ser confundida con orgullo. Y es fácil confundirla con él porque generalmente va acompañada por cierto simple amor al esplendor que equivale a la vanidad.’.

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