Yo no sé qué tan de acuerdo podría estar con Chesterton cuando habla sobre la conveniencia de que no se te entienda, o de que se te entienda mal (‘El señor Bernard Shaw’, Herejes, Acantilado). ‘El hombre que es mal entendido siempre tiene una ventaja sobre sus enemigos –nos dice–: que ellos no conocen su punto débil ni su plan de campaña’.
En un primer análisis parece sugerente la idea, y creo que fue Sun Tzu el que decía que una de las claves fundamentales para ganar una guerra era la de mantener todo el tiempo en la obscuridad tus verdaderas intenciones, de suerte tal que el enemigo estuviera confundido todo el tiempo y todo el tiempo estuviera errado también en cuanto a los elementos o estrategia a seguir en cada batalla, haciéndolos salir ‘contra un pájaro con redes o contra un pez con flechas’ (Chesterton).
Como ejemplo de esto pone a su contemporáneo Neville Chamberlain –político conservador británico que llegó a ser primer ministro poco tiempo después de que muriera Chesterton–, cosa que por lo demás nos parece natural al tratarse de un político una de cuyas virtudes fundamentales es precisamente la del manejo de la ambigüedad: ‘Él constantemente elude o derrota a sus oponentes porque sus capacidades y deficiencias reales son muy diferentes de las que le atribuyen tanto sus amigos como sus enemigos. Sus amigos lo describen como un incansable hombre de acción; sus oponentes lo presentan como un rudo hombre de negocios; pero en realidad él no es ninguna de las dos cosas, sino un admirable orador romántico y actor romántico’.
Habría que distinguir entonces los planos de implicación. En el caso del de la política, que es una arena movediza y ambigua verdaderamente exasperante en donde todo mundo tiene que dar la impresión de que sabe al cien por ciento lo que está ocurriendo, el ser incomprendido puede ser efectivamente una estrategia bien eficaz para los efectos de lograr tus objetivos.
Pero puede haber otros en los que no es una ventaja ni mucho menos, sino causa de soledad y amargura, como dijo Víctor Serge de Trotsky en su bello libro Vida y muerte de León Trotsky al referirse al hecho de que una de las cosas que más lamentó durante todos los años de su múltiple exilio fue la de que le hacían falta sus contemporáneos, que eran los que verdaderamente lo entendieron y lo entendían porque sólo era posible que tuviera lugar la comprensión desde la coincidencia de las experiencias compartidas:
‘la inteligencia del hombre, así sea un genio, necesita respirar. La grandeza intelectual del Viejo, estaba en función de la de su generación. Le era indispensable el contacto inmediato con hombres de su mismo temple espiritual, capaces de comprenderlo a media frase, o de enfrentársele en su mismo terreno. Le faltaban Bujarin, Piatakov, Preobrajenski, Racovski, Ivan Smirnov; le faltaba Lenin, para ser plenamente él mismo. Ya entre nosotros, más jóvenes y a pesar de que entre nosotros figuraban cerebros y caracteres como los de Elstin, Solntsev, Iakovin, Dingaelstaedt, Pankratov (¿habrán muerto?, ¿vivirán todavía?), él no podía ya explayarse a sus anchas: nos pesaba la ausencia de diez irrescatables años de pensamiento y experiencia’
Eso de la comprensión a media frase me pareció una idea genial de Serge, y es una de las características fundamentales de lo que constituye una verdadera conversación, que es la que en su despliegue te hace crecer y expandir horizontes, y moverte a tus anchas en función de un tejido el diseño de cuya trama la compartes con alguien para el que ya no son tan necesarias las contextualizaciones o las demasiadas explicaciones sino que, en efecto, a media frase ya sabe bien a dónde quieres ir.
La cosa en todo caso, volviendo con lo de la utilidad de la incomprensión para con los políticos, tiene su profundidad y su complejidad, y remite al problema de la mentira política según fue planteada por Platón o Tucídides (tú no puedes gobernar una ciudad sin mentirle), y también por Maquiavelo (la doxa para el pueblo, la episteme para el gobernante).
Para Platón, la mentira política es necesaria respecto de un punto en particular, a saber, aquel que tiene que ver con su origen (de la ciudad), que tienes que desplazar hacia atrás en el tiempo haciéndolo tan lejano que de hecho se pierde de vista en el horizonte al grado de que lo terminas transformando en un mito (el famoso mito fundacional del que se suele hablar); y si esto es así; si debes de mentirle a la ciudad puntualmente en todo lo que tiene que ver con su origen es para evitar señalarlo con toda precisión porque, como ya se sabía entonces y se tenía por tanto de hecho ya como una ley ontológica fundamental, todo lo que tiene un principio tiene por necesidad un fin, lo que implicaba el hecho desestabilizador de que si se era capaz de señalar el origen o principio de una ciudad, era porque entonces, por necesidad ineludible, había un fin. Mejor no hablar de eso, o si fuera necesario hacerlo, mentir.
Maquiavelo instrumentaliza tanto la mentira como la ambición psicológica del político (tan característica de ellos, y también tan chocante muchas veces cuando no es más que vanidad y protagonismo en estado puro) subordinándola de manera orgánica al fin fundamental dentro de cuyo despliegue estratégico se supone incorporado el político en cuestión. La famosa divisa maquiavélica precisamente tan mal comprendida según la cual “el fin justicia los medios” quiere decir que la clave de todo es el fin político en cuestión y no tanto los medios; y el fin fundamental en el que estaba pensando Maquiavelo no era otro que el de la unidad política, que en su caso concreto se le manifestaba históricamente como la unidad política nacional de Italia, que sólo hasta el Risorgimento del siglo XIX, por lo demás, se logró.
Así que, ante la afirmación de Chesterton en cuestión según la cual lo mejor es que no se te entienda demasiado o nada, o muy poco, habría que decir entonces que, como todo en la vida, depende del contexto, de la circunstancia y de los objetivos del incomprendido. Si los que no te comprenden tan bien son tus enemigos políticos, vas por buen camino; si los que no te comprenden son tus amigos e interlocutores, entonces no lo es tanto. Y si el que no se comprende eres tú mismo no sé si me explico, entonces lo que puedes estar seguro de tener es la certeza desoladora y amarga muy ciertamente de que, en definitiva y en resolución, eres un perfecto imbécil.
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Yo no sé qué tan de acuerdo podría estar con Chesterton cuando habla sobre la conveniencia de que no se te entienda, o de que se te entienda mal (‘El señor Bernard Shaw’, Herejes, Acantilado). ‘El hombre que es mal entendido siempre tiene una ventaja sobre sus enemigos –nos dice–: que ellos no conocen su punto débil ni su plan de campaña’.
En un primer análisis parece sugerente la idea, y creo que fue Sun Tzu el que decía que una de las claves fundamentales para ganar una guerra era la de mantener todo el tiempo en la obscuridad tus verdaderas intenciones, de suerte tal que el enemigo estuviera confundido todo el tiempo y todo el tiempo estuviera errado también en cuanto a los elementos o estrategia a seguir en cada batalla, haciéndolos salir ‘contra un pájaro con redes o contra un pez con flechas’ (Chesterton).
Como ejemplo de esto pone a su contemporáneo Neville Chamberlain –político conservador británico que llegó a ser primer ministro poco tiempo después de que muriera Chesterton–, cosa que por lo demás nos parece natural al tratarse de un político una de cuyas virtudes fundamentales es precisamente la del manejo de la ambigüedad: ‘Él constantemente elude o derrota a sus oponentes porque sus capacidades y deficiencias reales son muy diferentes de las que le atribuyen tanto sus amigos como sus enemigos. Sus amigos lo describen como un incansable hombre de acción; sus oponentes lo presentan como un rudo hombre de negocios; pero en realidad él no es ninguna de las dos cosas, sino un admirable orador romántico y actor romántico’.
Habría que distinguir entonces los planos de implicación. En el caso del de la política, que es una arena movediza y ambigua verdaderamente exasperante en donde todo mundo tiene que dar la impresión de que sabe al cien por ciento lo que está ocurriendo, el ser incomprendido puede ser efectivamente una estrategia bien eficaz para los efectos de lograr tus objetivos.
Pero puede haber otros en los que no es una ventaja ni mucho menos, sino causa de soledad y amargura, como dijo Víctor Serge de Trotsky en su bello libro Vida y muerte de León Trotsky al referirse al hecho de que una de las cosas que más lamentó durante todos los años de su múltiple exilio fue la de que le hacían falta sus contemporáneos, que eran los que verdaderamente lo entendieron y lo entendían porque sólo era posible que tuviera lugar la comprensión desde la coincidencia de las experiencias compartidas:
‘la inteligencia del hombre, así sea un genio, necesita respirar. La grandeza intelectual del Viejo, estaba en función de la de su generación. Le era indispensable el contacto inmediato con hombres de su mismo temple espiritual, capaces de comprenderlo a media frase, o de enfrentársele en su mismo terreno. Le faltaban Bujarin, Piatakov, Preobrajenski, Racovski, Ivan Smirnov; le faltaba Lenin, para ser plenamente él mismo. Ya entre nosotros, más jóvenes y a pesar de que entre nosotros figuraban cerebros y caracteres como los de Elstin, Solntsev, Iakovin, Dingaelstaedt, Pankratov (¿habrán muerto?, ¿vivirán todavía?), él no podía ya explayarse a sus anchas: nos pesaba la ausencia de diez irrescatables años de pensamiento y experiencia’
Eso de la comprensión a media frase me pareció una idea genial de Serge, y es una de las características fundamentales de lo que constituye una verdadera conversación, que es la que en su despliegue te hace crecer y expandir horizontes, y moverte a tus anchas en función de un tejido el diseño de cuya trama la compartes con alguien para el que ya no son tan necesarias las contextualizaciones o las demasiadas explicaciones sino que, en efecto, a media frase ya sabe bien a dónde quieres ir.
La cosa en todo caso, volviendo con lo de la utilidad de la incomprensión para con los políticos, tiene su profundidad y su complejidad, y remite al problema de la mentira política según fue planteada por Platón o Tucídides (tú no puedes gobernar una ciudad sin mentirle), y también por Maquiavelo (la doxa para el pueblo, la episteme para el gobernante).
Para Platón, la mentira política es necesaria respecto de un punto en particular, a saber, aquel que tiene que ver con su origen (de la ciudad), que tienes que desplazar hacia atrás en el tiempo haciéndolo tan lejano que de hecho se pierde de vista en el horizonte al grado de que lo terminas transformando en un mito (el famoso mito fundacional del que se suele hablar); y si esto es así; si debes de mentirle a la ciudad puntualmente en todo lo que tiene que ver con su origen es para evitar señalarlo con toda precisión porque, como ya se sabía entonces y se tenía por tanto de hecho ya como una ley ontológica fundamental, todo lo que tiene un principio tiene por necesidad un fin, lo que implicaba el hecho desestabilizador de que si se era capaz de señalar el origen o principio de una ciudad, era porque entonces, por necesidad ineludible, había un fin. Mejor no hablar de eso, o si fuera necesario hacerlo, mentir.
Maquiavelo instrumentaliza tanto la mentira como la ambición psicológica del político (tan característica de ellos, y también tan chocante muchas veces cuando no es más que vanidad y protagonismo en estado puro) subordinándola de manera orgánica al fin fundamental dentro de cuyo despliegue estratégico se supone incorporado el político en cuestión. La famosa divisa maquiavélica precisamente tan mal comprendida según la cual “el fin justicia los medios” quiere decir que la clave de todo es el fin político en cuestión y no tanto los medios; y el fin fundamental en el que estaba pensando Maquiavelo no era otro que el de la unidad política, que en su caso concreto se le manifestaba históricamente como la unidad política nacional de Italia, que sólo hasta el Risorgimento del siglo XIX, por lo demás, se logró.
Así que, ante la afirmación de Chesterton en cuestión según la cual lo mejor es que no se te entienda demasiado o nada, o muy poco, habría que decir entonces que, como todo en la vida, depende del contexto, de la circunstancia y de los objetivos del incomprendido. Si los que no te comprenden tan bien son tus enemigos políticos, vas por buen camino; si los que no te comprenden son tus amigos e interlocutores, entonces no lo es tanto. Y si el que no se comprende eres tú mismo no sé si me explico, entonces lo que puedes estar seguro de tener es la certeza desoladora y amarga muy ciertamente de que, en definitiva y en resolución, eres un perfecto imbécil.
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