Hay algo que he admirado siempre de Brasil: produce aviones. La empresa se llama EMBRAER (Empresa Brasileira de Aeronáutica), y los fabrica en versiones comercial, militar y ejecutiva. Es la única empresa de Latinoamérica que figura entre las grandes como Boeing, Airbus o Lockheed Martin.
EMBRAER fue creada en 1969 por iniciativa gubernamental, y estoy seguro que como parte de una visión estratégica de industrialización y desarrollo tecnológico nacional, cosa que me parece encomiable de todo punto, con la salvedad incómoda de que todo esto fue puesto en marcha en los tiempos de la dictadura militar, que duró de 1964 a 1985. La expresidenta Dilma Rousseff, por ejemplo, sufrió en carne propia los rigores de la tortura a la que fue sometida por los militares al inicio de la década de los 70.
Y es que, al igual que muchos otros países como Argentina o Chile, la experiencia de gobiernos militares no es ajena a Brasil durante el siglo XX, sobre todo durante la Guerra Fría, período en el que se intensificó la estrategia norteamericana de imposición de dictaduras militares en Sudamérica como cinturón de contención de la izquierda comunista que se desplegaron como articulación de las oligarquías capitalistas nacionales e internacionales, y que les costara la vida a decenas de miles de personas, muchas de ellas desaparecidas o torturadas despiadadamente como la propia Dilma.
El domingo pasado, el pueblo brasileño salió a las urnas en segunda vuelta para decidir si Jair Bolsonaro, heredero de la línea militar brasileña siendo él mismo capitán del ejército en retiro y presidente de Brasil desde 2019, se reelegía para un segundo período o si mejor quedaba en su lugar Luis Inácio Lula Da Silva, expresidente en dos períodos seguidos –de 2003 a 2011– y fundador y líder histórico del Partido de los Trabajadores, plataforma de base sindical y obrera –él mismo fue obrero metalúrgico– mezclada con una ideología que, más que comunista, se acerca a los postulados de la teología de la liberación operacionalizada socialmente a través de las comunidades eclesiales de base, y gestada como consecuencia epocal post-conciliar desde las coordenadas doctrinales de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín de 1968.
Ya sabemos todos el resultado: Lula venció, lo cual me parece sensacional, pero lo hizo con un margen estrechísimo de ni siquiera el 2%, lo que supone una división tremenda, estructural, de la sociedad brasileña. ¿A qué se debe esto? La respuesta no es tan obvia ni tan sencilla, y desde luego que no se resuelve con el esquema facilón de izquierda contra derecha o ultraderecha, que a mí ya me tiene hasta el cogote.
A mi modo de ver, al interior de Brasil tuvo lugar una disputa entre una opción nacional populista y social, que es Lula, y una opción de capitalismo conservador anti progresista (aquí está la clave), que es Bolsonaro. Globalmente, Brasil es escenario de una expresión latinoamericana, en efecto, del progresismo humanista blando, multicultural y transexual (recuerden: ésta es la clave), que está con Lula, y una reacción a esto. La “izquierda” divagante (los hipsters bohemios), extravagante (las ONG financiadas por Soros) y fundamentalista (la academia postmoderna) no se da cuenta de esto.
Personalmente yo estoy con Lula, me parece alguien admirable, pero no por progresista sino por lo que tiene de obrero y de nacional popular. El peligro es el progresismo, que es una ideología hippy, burguesa, relativista y postmoderna, y ésta es la ideología culpable de generar una reacción tan estrafalaria y deleznable, no lo niego, como la de Bolsonaro. Menos mal ganó Lula, pero que por favor no se haga progre, y se mantenga en la línea obrera, de los trabajadores y nacional-popular, y que siga produciendo aviones y, por qué no, cohetes espaciales, como en su momento hicieron los soviéticos.
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Hay algo que he admirado siempre de Brasil: produce aviones. La empresa se llama EMBRAER (Empresa Brasileira de Aeronáutica), y los fabrica en versiones comercial, militar y ejecutiva. Es la única empresa de Latinoamérica que figura entre las grandes como Boeing, Airbus o Lockheed Martin.
EMBRAER fue creada en 1969 por iniciativa gubernamental, y estoy seguro que como parte de una visión estratégica de industrialización y desarrollo tecnológico nacional, cosa que me parece encomiable de todo punto, con la salvedad incómoda de que todo esto fue puesto en marcha en los tiempos de la dictadura militar, que duró de 1964 a 1985. La expresidenta Dilma Rousseff, por ejemplo, sufrió en carne propia los rigores de la tortura a la que fue sometida por los militares al inicio de la década de los 70.
Y es que, al igual que muchos otros países como Argentina o Chile, la experiencia de gobiernos militares no es ajena a Brasil durante el siglo XX, sobre todo durante la Guerra Fría, período en el que se intensificó la estrategia norteamericana de imposición de dictaduras militares en Sudamérica como cinturón de contención de la izquierda comunista que se desplegaron como articulación de las oligarquías capitalistas nacionales e internacionales, y que les costara la vida a decenas de miles de personas, muchas de ellas desaparecidas o torturadas despiadadamente como la propia Dilma.
El domingo pasado, el pueblo brasileño salió a las urnas en segunda vuelta para decidir si Jair Bolsonaro, heredero de la línea militar brasileña siendo él mismo capitán del ejército en retiro y presidente de Brasil desde 2019, se reelegía para un segundo período o si mejor quedaba en su lugar Luis Inácio Lula Da Silva, expresidente en dos períodos seguidos –de 2003 a 2011– y fundador y líder histórico del Partido de los Trabajadores, plataforma de base sindical y obrera –él mismo fue obrero metalúrgico– mezclada con una ideología que, más que comunista, se acerca a los postulados de la teología de la liberación operacionalizada socialmente a través de las comunidades eclesiales de base, y gestada como consecuencia epocal post-conciliar desde las coordenadas doctrinales de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín de 1968.
Ya sabemos todos el resultado: Lula venció, lo cual me parece sensacional, pero lo hizo con un margen estrechísimo de ni siquiera el 2%, lo que supone una división tremenda, estructural, de la sociedad brasileña. ¿A qué se debe esto? La respuesta no es tan obvia ni tan sencilla, y desde luego que no se resuelve con el esquema facilón de izquierda contra derecha o ultraderecha, que a mí ya me tiene hasta el cogote.
A mi modo de ver, al interior de Brasil tuvo lugar una disputa entre una opción nacional populista y social, que es Lula, y una opción de capitalismo conservador anti progresista (aquí está la clave), que es Bolsonaro. Globalmente, Brasil es escenario de una expresión latinoamericana, en efecto, del progresismo humanista blando, multicultural y transexual (recuerden: ésta es la clave), que está con Lula, y una reacción a esto. La “izquierda” divagante (los hipsters bohemios), extravagante (las ONG financiadas por Soros) y fundamentalista (la academia postmoderna) no se da cuenta de esto.
Personalmente yo estoy con Lula, me parece alguien admirable, pero no por progresista sino por lo que tiene de obrero y de nacional popular. El peligro es el progresismo, que es una ideología hippy, burguesa, relativista y postmoderna, y ésta es la ideología culpable de generar una reacción tan estrafalaria y deleznable, no lo niego, como la de Bolsonaro. Menos mal ganó Lula, pero que por favor no se haga progre, y se mantenga en la línea obrera, de los trabajadores y nacional-popular, y que siga produciendo aviones y, por qué no, cohetes espaciales, como en su momento hicieron los soviéticos.
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