Supongamos que en la calle, cualquier calle –nos dice Chesterton en su introducción a Herejes (Acantilado, 2007)– surge una controversia por el derribo de un poste de luz. Hay quienes lo quieren derribar y hay otros que no, ante lo cual entonces se le pregunta a un monje de hábito gris, ‘que es el espíritu medieval’, sobre lo que opina al respecto, y empieza a decir entonces: “Consideremos en primer lugar, hermanos míos, el valor de la Luz. Si la Luz en sí misma es buena…”. Sin dejarlo terminar, urgidos por un sentido práctico de las cosas, se le abalanzan todos para tundirlo a golpes y poder pasar a hacerlo entonces, a continuación, contra el poste:
‘el poste cae derribado en diez minutos –continúa Chesterton– y todos se felicitan entre ellos por su practicidad nada medieval. Pero a medida que pasa el tiempo las cosas no son tan fáciles. Algunos derribaron el poste porque querían luz eléctrica; otros porque querían hierro viejo; otros porque querían oscuridad, pues sus acciones son malvadas. Algunos pensaban que el poste no era suficiente, otros que era demasiado; algunos actuaron porque querían destruir maquinaria municipal; otros porque querían destruir algo. Y hay un combate en la noche, y ningún hombre sabe a quién golpea. Y así, de forma gradual e inevitable, hoy, mañana o al día siguiente, vuelve la convicción de que después de todo el monje tenía razón, y de que todo depende de cuál es la filosofía de la Luz. Sólo que lo que podríamos haber discutido a la luz del farol de gas, ahora tenemos que hacerlo en la oscuridad’.
Yo llevo muchos años estudiando filosofía, aunque eso no suponga ni mucho menos que me sienta un filósofo, porque filósofo sólo es el que tiene sistema filosófico, como dirían Ortega, Gaos y Bueno. El ejemplo más fascinante de la antigüedad, y tal vez de todos los tiempos, a estos efectos, es Aristóteles: un hombre sistemático de cuerpo entero, el hombre teorético por excelencia.
Pero tengo la convicción eso sí de que la filosofía, para decirlo de algún modo, es la disciplina de las disciplinas o el saber de los saberes (la ciencia de la experiencia de la conciencia, decía abigarradamente como siempre Hegel).
Atiéndase a este respecto, en todo caso, a lo que hace Chesterton en su introducción sobre los herejes que acabo de citar, porque el texto se titula ‘Observaciones introductorias sobre la importancia de la ortodoxia’. ¿Por qué llama así a la introducción de un libro en donde se nos dice, según su título, que nos hablará de los “heterodoxos”? Respuesta: porque para saber lo que es un hereje se necesita primero saber lo que es un santo; o de otra forma: para saber lo que es la heterodoxia se requiere primero una ortodoxia, y sólo desde la perspectiva de ésta es que puedes comprender a aquélla, una vez acontecido lo cual puedes entonces saber también qué es mejor.
Y es que uno de los peores vicios modernos, nos dice Chesterton, es que la heterodoxia se ha convertido en algo así como una virtud: digamos que cualquiera puede quedar muy bien presentándose como heterodoxo, o crítico o rebelde o progresista diríamos hoy, a la luz de lo cual entonces el ortodoxo se nos presenta, o se nos querrá presentar, como un bulto reaccionario, conservador, tradicionalista, como un escolástico acartonado en definitiva.
Las cosas han llegado a tal grado de degeneración que la fama de los heterodoxos (o del pensamiento crítico) es tan abrumadora que ya nadie recuerda ortodoxia alguna, la que sea, porque lo que importa es estar contra la corriente, qué corriente no importa. Alguna vez tuve la desdicha de acompañar a unos amigos a un bar de jazz ultra-vanguardista o ultra-crítico, un bar heterodoxo en toda regla podríamos decir no sé si me explico, en donde la gente, cualquier gente, podía subirse al escenario y tomar un instrumento o sentarse al piano pero sin que tuviera que saber música ni tocarlo, para ponerse entonces a hacer ruido así nomás, pegándole sin ton ni son a las teclas del piano o soplando a los saxofones o a las trompetas o pegándole a la batería, sin ninguna pauta ni nada, haciendo ruido nada más. Era la obscuridad más absoluta y enceguecedora: un grupo de heterodoxos que en realidad eran analfabetas musicales actuando críticamente eso sí, faltaría más, contra la ortodoxia de la música tradicional, occidental o vayan ustedes a saber qué.
Pero es que, si nos damos cuenta y nos ponemos un poco estupendos, podemos observar esta actitud heterodoxo-crítica por todos lados, y la obscuridad se extiende por doquier: los sociólogos crítico-heterodoxos dirán que toda institución es una construcción social que sólo se explica por su contexto inicial y que por tanto podemos prescindir de ella sin saber nada del contexto en cuestión ni de si es necesario o no mantener esas condiciones iniciales; la feminista crítico-heterodoxa dirá que todo el patriarcado, en bloque, es una desgracia absoluta desde por lo menos la revolución neolítica, y que por tanto hay que acabar con él sin saber lo que resolvió la revolución neolítica; el indigenista crítico-heterodoxo dirá que todo es eurocentrismo, y que por tanto hay que volver a los tiempos de la barbarie no-eurocéntrica y “decolonizarlo” todo, sin darse cuenta de que, al hacerlo, se puede uno quedar ignorante a perpetuidad del significado de alguien como Isaac Newton; y el heterodoxo puro te dirá que toda santidad es una impostura o una construcción social euro-patriarcal y que lo que importa entonces es ser un hereje (o una hereje), pero sin saber ya lo que significaba ser un santo, para lo cual se necesita una filosofía de la santidad, es decir, una ortodoxia.
Chesterton encontró el mismo problema cuando comparaba a los dogmatistas cristianos (los ortodoxos) con los promotores de los nuevos modelos educativos (los heterodoxos):
‘Veo que los hombres que se mataban entre ellos sobre la ortodoxia de los dogmas cristianos eran mucho más sensatos que los que se pelean por la Ley de Educación. Porque los dogmatistas cristianos estaban tratando de establecer un reino de la santidad, y tratando de definir, en primer lugar, qué era realmente santo. Pero nuestros educacionistas modernos están tratando de establecer una libertad religiosa sin tratar de definir qué es religión o qué es libertad’.
¿Qué es entonces la ortodoxia? Una teoría general, una concepción general de las cosas. O de otra forma, es una filosofía en sentido estricto, es decir, un sistema filosófico. El monje que quiso primero poner a todos a reflexionar y responderse sobre si la Luz, en sí misma, es buena antes de derribar anticipadamente un poste al margen de que la luz que arrojaba la estuviera generando con gas o con electricidad, lo hizo porque tal vez tuviera él un método, una ortodoxia (y toda religión es una ortodoxia en el sentido dicho) para encontrar una respuesta, una vez hecho lo cual habrían podido todos tal vez pensárselo mejor si derribar el poste o no. Pero como eso no ocurrió, por un sentido práctico y moderno de las cosas, entonces ya nadie pudo ver nada y todo fue obscuridad.
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Supongamos que en la calle, cualquier calle –nos dice Chesterton en su introducción a Herejes (Acantilado, 2007)– surge una controversia por el derribo de un poste de luz. Hay quienes lo quieren derribar y hay otros que no, ante lo cual entonces se le pregunta a un monje de hábito gris, ‘que es el espíritu medieval’, sobre lo que opina al respecto, y empieza a decir entonces: “Consideremos en primer lugar, hermanos míos, el valor de la Luz. Si la Luz en sí misma es buena…”. Sin dejarlo terminar, urgidos por un sentido práctico de las cosas, se le abalanzan todos para tundirlo a golpes y poder pasar a hacerlo entonces, a continuación, contra el poste:
‘el poste cae derribado en diez minutos –continúa Chesterton– y todos se felicitan entre ellos por su practicidad nada medieval. Pero a medida que pasa el tiempo las cosas no son tan fáciles. Algunos derribaron el poste porque querían luz eléctrica; otros porque querían hierro viejo; otros porque querían oscuridad, pues sus acciones son malvadas. Algunos pensaban que el poste no era suficiente, otros que era demasiado; algunos actuaron porque querían destruir maquinaria municipal; otros porque querían destruir algo. Y hay un combate en la noche, y ningún hombre sabe a quién golpea. Y así, de forma gradual e inevitable, hoy, mañana o al día siguiente, vuelve la convicción de que después de todo el monje tenía razón, y de que todo depende de cuál es la filosofía de la Luz. Sólo que lo que podríamos haber discutido a la luz del farol de gas, ahora tenemos que hacerlo en la oscuridad’.
Yo llevo muchos años estudiando filosofía, aunque eso no suponga ni mucho menos que me sienta un filósofo, porque filósofo sólo es el que tiene sistema filosófico, como dirían Ortega, Gaos y Bueno. El ejemplo más fascinante de la antigüedad, y tal vez de todos los tiempos, a estos efectos, es Aristóteles: un hombre sistemático de cuerpo entero, el hombre teorético por excelencia.
Pero tengo la convicción eso sí de que la filosofía, para decirlo de algún modo, es la disciplina de las disciplinas o el saber de los saberes (la ciencia de la experiencia de la conciencia, decía abigarradamente como siempre Hegel).
Atiéndase a este respecto, en todo caso, a lo que hace Chesterton en su introducción sobre los herejes que acabo de citar, porque el texto se titula ‘Observaciones introductorias sobre la importancia de la ortodoxia’. ¿Por qué llama así a la introducción de un libro en donde se nos dice, según su título, que nos hablará de los “heterodoxos”? Respuesta: porque para saber lo que es un hereje se necesita primero saber lo que es un santo; o de otra forma: para saber lo que es la heterodoxia se requiere primero una ortodoxia, y sólo desde la perspectiva de ésta es que puedes comprender a aquélla, una vez acontecido lo cual puedes entonces saber también qué es mejor.
Y es que uno de los peores vicios modernos, nos dice Chesterton, es que la heterodoxia se ha convertido en algo así como una virtud: digamos que cualquiera puede quedar muy bien presentándose como heterodoxo, o crítico o rebelde o progresista diríamos hoy, a la luz de lo cual entonces el ortodoxo se nos presenta, o se nos querrá presentar, como un bulto reaccionario, conservador, tradicionalista, como un escolástico acartonado en definitiva.
Las cosas han llegado a tal grado de degeneración que la fama de los heterodoxos (o del pensamiento crítico) es tan abrumadora que ya nadie recuerda ortodoxia alguna, la que sea, porque lo que importa es estar contra la corriente, qué corriente no importa. Alguna vez tuve la desdicha de acompañar a unos amigos a un bar de jazz ultra-vanguardista o ultra-crítico, un bar heterodoxo en toda regla podríamos decir no sé si me explico, en donde la gente, cualquier gente, podía subirse al escenario y tomar un instrumento o sentarse al piano pero sin que tuviera que saber música ni tocarlo, para ponerse entonces a hacer ruido así nomás, pegándole sin ton ni son a las teclas del piano o soplando a los saxofones o a las trompetas o pegándole a la batería, sin ninguna pauta ni nada, haciendo ruido nada más. Era la obscuridad más absoluta y enceguecedora: un grupo de heterodoxos que en realidad eran analfabetas musicales actuando críticamente eso sí, faltaría más, contra la ortodoxia de la música tradicional, occidental o vayan ustedes a saber qué.
Pero es que, si nos damos cuenta y nos ponemos un poco estupendos, podemos observar esta actitud heterodoxo-crítica por todos lados, y la obscuridad se extiende por doquier: los sociólogos crítico-heterodoxos dirán que toda institución es una construcción social que sólo se explica por su contexto inicial y que por tanto podemos prescindir de ella sin saber nada del contexto en cuestión ni de si es necesario o no mantener esas condiciones iniciales; la feminista crítico-heterodoxa dirá que todo el patriarcado, en bloque, es una desgracia absoluta desde por lo menos la revolución neolítica, y que por tanto hay que acabar con él sin saber lo que resolvió la revolución neolítica; el indigenista crítico-heterodoxo dirá que todo es eurocentrismo, y que por tanto hay que volver a los tiempos de la barbarie no-eurocéntrica y “decolonizarlo” todo, sin darse cuenta de que, al hacerlo, se puede uno quedar ignorante a perpetuidad del significado de alguien como Isaac Newton; y el heterodoxo puro te dirá que toda santidad es una impostura o una construcción social euro-patriarcal y que lo que importa entonces es ser un hereje (o una hereje), pero sin saber ya lo que significaba ser un santo, para lo cual se necesita una filosofía de la santidad, es decir, una ortodoxia.
Chesterton encontró el mismo problema cuando comparaba a los dogmatistas cristianos (los ortodoxos) con los promotores de los nuevos modelos educativos (los heterodoxos):
‘Veo que los hombres que se mataban entre ellos sobre la ortodoxia de los dogmas cristianos eran mucho más sensatos que los que se pelean por la Ley de Educación. Porque los dogmatistas cristianos estaban tratando de establecer un reino de la santidad, y tratando de definir, en primer lugar, qué era realmente santo. Pero nuestros educacionistas modernos están tratando de establecer una libertad religiosa sin tratar de definir qué es religión o qué es libertad’.
¿Qué es entonces la ortodoxia? Una teoría general, una concepción general de las cosas. O de otra forma, es una filosofía en sentido estricto, es decir, un sistema filosófico. El monje que quiso primero poner a todos a reflexionar y responderse sobre si la Luz, en sí misma, es buena antes de derribar anticipadamente un poste al margen de que la luz que arrojaba la estuviera generando con gas o con electricidad, lo hizo porque tal vez tuviera él un método, una ortodoxia (y toda religión es una ortodoxia en el sentido dicho) para encontrar una respuesta, una vez hecho lo cual habrían podido todos tal vez pensárselo mejor si derribar el poste o no. Pero como eso no ocurrió, por un sentido práctico y moderno de las cosas, entonces ya nadie pudo ver nada y todo fue obscuridad.
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