Figuras Historia

La fuerza hecha palabra

[Prefacio al libro Ideario de acción, de José Vasconcelos, de próxima edición de la Cámara de Diputados.]

A mí no me habló nadie nunca, en escuela alguna, de Vasconcelos. El que lo hizo, y mucho, fue mi abuelo Luis Robledo Mora, que por cierto acaba de fallecer con poco más de cien años de vida.

Ya no recuerdo el momento preciso en el que lo comencé por fin a leer (inicié, como es muy recomendable hacer, con el Ulises criollo), luego de haber recibido su referencia de manera continua y persistente a través de mi abuelo en cada tarde de domingo, cuando en las comidas familiares lo citaba una vez sí y otra también: “como decía Vasconcelos”, era su muletilla clásica en los momentos en que tomaba la palabra, enfrascado como siempre en alguna discusión política el logro de la participación dentro de la cual, de mis hermanos y de mí, pareciera que fue el objetivo fundamental de mi familia, o más bien de mi padre, que nos acostumbró desde niños a esa clase de faenas en virtud de las que, más allá del aburrimiento que produjeran en los años iniciales, se terminaría forjando de manera rotunda nuestro carácter.

No recuerdo cuándo comencé entonces con el Ulises criollo, pero sí dónde fue que lo terminé: en Madrid, a donde me había llevado precisamente el ejemplar de mi abuelo, que se caía a pedazos pero que yo atesoraba como perla hallada en el desierto, y que devoraba con pasión mientras desarrollaba mis estudios en historia.

Era imposible que yo supiera, en mis años de infancia y adolescencia cuando –a veces distraído, a veces atento, a veces aburrido– escuchaba a mi abuelo citándolo todo el tiempo; era imposible que yo supiera entonces el grado tan definitivo y aplastante de la influencia que José Vasconcelos estaba llamado a ejercer sobre mí.

Era una influencia apasionada que ya en el Ulises criollo se me ofreció de manera cristalina, y que comencé a descifrar y explicarme en función de la conexión entre lo que tal vez pueda decir ya, sin temor a equivocarme, que son las dos pasiones fundamentales de la vida histórica: el amor y la política, que se abren paso en medio de las relaciones sociales como dispositivos que activan el fenómeno de la necesidad –en el sentido de que algo es, u ocurre, porque así debe de ser– opuesto al de la contingencia –en el sentido de que algo puede ser u ocurrir, o no–. A través del amor tú te haces necesario para alguien: dejas de ser contingente; y una sociedad, para subsistir, necesita de la política, pues es a partir de ella como a los hombres les es dado situarse en una perspectiva de segundo grado y arquitectónica desde la cual les es posible articular la diversidad de partes constitutivas de la sociedad de referencia para conferirle una coherencia mínima, así sea contradictoria.

Fue así entonces como la figura de José Vasconcelos se me fue definiendo paulatinamente en función de esas dos grandes pasiones, que lo proyectaban en el horizonte de mis referencias históricas e intelectuales como un hombre volcánico y febril, atormentado, anhelante y desbordado todo el tiempo por una suerte de urgencia épica, mientras avanzaba en la lectura del primer tomo de sus Memorias, ese texto tan crucial y vehemente que todo mexicano de bien debe leer para recorrer así con él, estés o no de acuerdo, todas las alternativas que la vida puede ofrecer a un hombre o a una mujer para saber lo que es el desprecio, la pasión, el amor, la inteligencia, la redención, el heroísmo, la vida, la entrega, la historia, la traición, el error, los aciertos, la tragedia, y sobre todo la grandeza, que fue su gran demonio y obsesión.    

Años después pude leer un ensayo precioso y sincero de Noé Jitrik, en el que me reconocí de cuerpo entero en función de la explicación del efecto producido en él cuando por fin pudo, o más bien cuando se permitió tomar contacto con sus memorias, precisamente:

He devorado, literalmente, –nos dice entonces Jitrik– los cuatro libros de Memorias de José Vasconcelos, un total de casi dos mil páginas… En verdad, no sé muy bien cómo comenzó ese proceso de fagocitación, puesto que mis prejuicios, sin ser no obstante muy consistentes, ni muy acuciantes, me llevaban a eliminar de mi horizonte de lectura a ese hombre –a ese nombre– tabú y a la vez objeto de reverencia, el mejor mexicano de todos los tiempos y el espejo más brillante de la equivocación, presencia imponente y a la vez causa de disgusto, alimento imprescindible y simultáneamente indigesto en la hagiografía laica de este país.  

Esa es la virtud de la edición: el libro –hablo de mí– se me puso enfrente, me hizo algo así como un guiño y entré en él casi sin quererlo y, mágicamente, se produjo una alquimia vertiginosa que implicó, a su vez, un compromiso de lectura impostergable, incoercible…

Me inicié, ordenadamente, en el Ulises criollo y, en no más de las primeras treinta líneas, una sorpresa sin límites disipó esos prejuicios, me encontré con un texto tan fascinante que no pude menos que, trivialmente, comparar, como cuando uno mira Mil Cumbres y dice “se parece a Suiza”. Sentí, tal vez no tan trivialmente, que eso era como el Canetti de La lengua absuelta, que eso era como Lugones –a quien Vasconcelos rechaza y que, sin embargo, se le parece tanto– o como el Trotsky de Mi vida; sentí que estaba frente a una gran escritura, que suscitaba, igualmente, una desatentada y confusa lectura: la emergencia de lo insólito, la fuerza hecha palabra y, sobre todo, una forma de imaginación que, como ya lo había observado en el caso de Sarmiento, realiza una dimensión principal, para mí, de la literatura latinoamericana, a saber “la gran riqueza de la pobreza”, fórmula con la que alguna vez intenté comprender una literatura desmesurada en relación con un medio problemático.

Un instante después, aparece un universo complejo de lectura, un conjunto de temas, problemas y preguntas que van organizando mi interés; la lectura me va dictando respuestas en forma de frases sueltas o de incipientes conclusiones, algo vagas y prematuras: y me digo, por ejemplo, que hay un “fenómeno Vasconcelos” (Noé Jitrik, ‘Lectura de Vasconcelos’, El balcón barroco, UNAM, 1988).    

El fenómeno Vasconcelos, la fuerza hecha palabra, la desesperación vasconcélica, fueron luego conceptos y criterios con los que me iba cruzando al correr de los años, y que iban moldeando mi temperamento, mi entendimiento y mi forma de comprender la historia como marco dramático donde se despliega la vida, el destino, el deber y la pasión, y que vendrían a conformar un paralelogramo de fuerzas vital configurador de una forma de estar en el mundo que me ha anclado en la tierra como canon de vitalidad y vigor humanos organizados alrededor de una figura, la de José Vasconcelos, que ha terminado por ser la medida de una intensidad existencial como si se tratara de un Balzac o de un Napoleón, o de un Carlos Marx o de un Bolívar –que quisieron ser dueños del mundo moldeándolo políticamente, o comprendiéndolo filosófica y literariamente–, desde la que se conmensura todo.

‘Nunca un escritor mexicano –diría luego Alí Chumacero- había hecho la disección de su época como lo hizo Vasconcelos en sus memorias. El fervor, la compasión, el odio, el pecado, la ternura, la desilusión, sostienen en vilo esas páginas de repudio y de amor por sus contemporáneos’. Luego sería Jaime Torres Bodet el que lo definiría con penetración geométrica, tocando la médula del fenómeno Vasconcelos del que luego hablaría Jitrik, y que era el núcleo refulgente que latía en cada página amarilla y vieja de aquél ejemplar de mi abuelo que se me caía a pedazos de las manos pero que yo no podía ni quería dejar de leer porque se trataba, según lo que poco a poco fui descubriendo, de la plasmación apasionada de una forma mexicana y americana de lo que puede ser la vida como una aventura de la historia, y que Torres Bodet –entonces– encapsuló con belleza trágica diciendo que ‘Vasconcelos nos dejó el testimonio de un alma enhiesta que, como el fuego, brilló para consumirse y quemó, para ser, mucho de lo que amó’. 

No puede haber mexicano que se precie de tener un poco de consciencia histórica sobre lo que México es, sobre lo que no fue, sobre lo que pudo ser y sobre lo que puede ser, que no haya pasado sus ojos por algo de lo mucho que Vasconcelos escribió para refractar y condensar, a alta presión, su tiempo y su época. El libro que el lector tiene ante sus ojos es una muestra incandescente de un período de su vida (1920–1924) lleno de brillo y grandeza. Fueron los años del águila desde los que concibió, diseñó y edificó la arquitectura maestra del sistema educativo mexicano, que muchos de sus contemporáneos calificaron como empresa titánica y bella y que este año cumple su primer siglo de gestación.     

A mí nadie me habló nunca, en escuela alguna, de Vasconcelos. El que lo hizo fue mi abuelo. Hoy puedo decir que mi vida no se entiende, sencillamente, sin él, y sin la fuerza de sus palabras con las que mi entendimiento y mi carácter se templaron a la sombra acalorada del extraordinario fundador que fue. Quien tenga la suerte de pasar sus ojos por Ideario de acción, podrá dimensionar la magnitud de la firmeza del alma que se necesita para influir de esta manera en los demás, y comprenderá también las razones por las cuales hubiera de decir luego Vasconcelos, al hablar del escudo y lema de la Universidad Nacional y ya en franca retirada, que

Mañana, en las horas del triunfo, las manos de las nuevas generaciones izarán el asta de otras banderas más gloriosas, bordadas con las letras de oro de los principios eternos. Mi lábaro no estaba hecho para el lucimiento de los desfiles. Es un airón de combate. Nada importa que lo borren de las placas que escribe la adulación y de los membretes del papeleo burocrático y de los estandartes que encabezan las procesiones del servilismo. Mi encargo es: que el actual escudo, con su lema, lo dejes plantado en la trinchera más expuesta y bajo el fuego tupido de la metralla.

Ismael Carvallo Robledo

Luis Robledo Mora (1919-2021) | María de la Luz Gutiérrez Pichardo (1924-2021)

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