Sobre el libro Hija de revolucionarios, de Laurence Debray (Anagrama, Barcelona, 2018).
La vida importa menos a los hombres libres que sus razones de vivir.
Regis Debray
I
El epígrafe titular es una idea formulada por Regis Debray en algún lugar de sus memorias, Alabados sean nuestros señores. Me parece incluso, si no recuerdo mal, que se trata de la frase final o casi.
Fue en Inglaterra donde terminé de leer este libro que me estremeció hasta la médula según ya he contado aquí mismo en otra ocasión, pues ahí estaban vertidas –y expuestas por primera vez para un joven lector burgués de clase media que iniciaba su formación ideológico-política como yo– las coordenadas de lo que luego hubo de configurarse como el pathos histórico dentro del cual se iban a definir, en efecto, las razones de mi vida.
El resto de las coordenadas de ese pathos inicial me las suministró Vasconcelos, cuyo Ulises criollo me llevé también a ese viaje y que terminé de leer en Madrid, a donde me trasladé luego de mi año académico en Inglaterra. Después vinieron muchos autores y referencias más, desde luego: Marx, Gramsci, Malraux, Revueltas, Semprún, Lukács, Spinoza, Jorge Abelardo Ramos, además de Gustavo Bueno, a través de quien todo se acomodó a una escala sinfónica –la del sistema filosófico– del mismo modo en que Aristóteles terminó por acomodar las coordenadas del mundo antiguo, después de lo cual no pudo suceder otra cosa más que la emergencia de los epígonos (estoicos, cínicos, epicúreos).
Ahora recuerdo en todo caso –espero no estarme equivocando, pues escribo de memoria– que Debray mismo cuenta que solía quedarse congelado ante los retratos de Churchill o ante la lectura de las memorias de Chateaubriand, víctima de un sentido de la insignificancia y la pequeñez ante la estatura titánica que semejantes personajes levantaron. Pues algo así me ocurrió –vamos a ponerlo en estos términos, no sé si me explico–, leyéndome por mi parte, a la altura de la segunda mitad de mi tercera década de vida, las memorias de Debray y el tomo uno de las de Vasconcelos.
II
Me había inscrito para cursar la maestría en Economía Política Internacional en la Universidad de Warwick durante el año académico 2000-2001. Recuerdo que lo primero que hice, en mi primer fin de semana por allá, fue irme a Londres, concretamente a la London School of Economics, que fue la única universidad que no aceptó mi solicitud de ingreso de entre las cuatro o cinco a donde lo hice, y que sí me aceptaron. No creo haberme perdido de mayor cosa en realidad. Después serían constantes mis visitas a Londres eso sí, pero ya no a la LSE sino al Jazz Café de Camden Town.
En todo caso, el sacudimiento que se había producido en mí con las memorias de Debray fue tal que puse luego en inglés esa frase, y la pegué en el corcho con el que contábamos todos los que habíamos optado por la residencia en el campus de la universidad. Life is less important to a free man than his reasons for living. Regis Debray: tal era la sentencia que leía yo todos los días de ese año cargado de tantas repercusiones para el resto de mi vida.
En la librería de la LSE me compré algunos números de la New Left Review, a la que me suscribí a los pocos días en razón de lo cual hube de recibir algunos libros y números adicionales de la revista. En una de ellas, estaba anunciada una conferencia de Debray en fecha muy próxima, en la Alianza Francesa de Londres. Ya he contado también aquí lo que significó para mí haber asistido a esa conferencia.
Regis Debray y su hija Laurence
III
Ella nació en París en 1976, dos años después de que yo lo hiciera en Munich, y su papá le lleva siete años al mío. Ninguno nos conocemos personalmente, aunque yo estreché la mano de su padre en aquélla conferencia de Londres expuesta en francés y de la que yo no pude entender ni una sola palabra, sin perjuicio de lo cual me firmó mi ejemplar de Alabados sean nuestros señores al término de la misma.
Somos hijos, evidentemente, de la misma generación, y en buena medida mis opciones políticas son más o menos el resultado de la influencia configuradora que tempranamente imprimió su padre en mí –mexicano– a través de la perspectiva de segundo grado ofrecida por sus memorias, que yo leí con pasión stendhaliana en el sentido de la pasión activada en Fabrizio del Dongo (La cartuja de Parma) al leer, pero sólo leer –subrayen esto–, las proclamas de Napoleón (ese sólo leer remite al efecto de transfiguración que Cervantes inmortalizó al mostrarnos la forma en que Alonso Quijano hubo de transformarse, a través de la sola lectura de novelas de caballería, en Don Quijote), pero que, paradójicamente, desde una perspectiva de primer grado como lo es la de vivir la vida a su lado llevó a su hija –mitad francesa mitad venezolana que tiene prácticamente mi edad– a tomar una ruta y unas opciones, si no radicalmente contrarias, por lo menos totalmente distanciadas de las mías, bien sea por la vía escéptica, bien por vía del hartazgo, bien por la del desencanto o bien sea, en definitiva, por una mezcla histórica, generacional y personal, personalísima, de las tres.
Pero esta es la razón precisamente por la que este libro de Laurence Debray me ha parecido un libro tan entrañable y tan cercano, si se me permite decirlo. Cercano porque íntima fue la compenetración que ese libro verdaderamente germinal –las memorias de su padre– tuvo para mí, convirtiéndose en uno de los pilares iniciales de la arquitectura de mi vida política pero que, ahora, es llamada a rendir cuentas en Hija de revolucionarios con un epígrafe que nos anuncia desde el principio que aquí la hija no dará cuartel a la hora de hablar de su padre: ‘Cuanto más se ama a alguien menos debe adulársele; el verdadero amor es el que nada perdona’ (El misántropo de Moliere).
¿Cuántas son las cosas que, por amor de hija, Laurence Debray no está dispuesta a perdonarle a sus padres? ¿Y cuáles de todas esas cosas imperdonables fueron el resultado de acciones tomadas en función de prioridades o convicciones ideológicas, o políticas o filosóficas la toma de contacto intelectual y libresco con las cuales fue precisamente lo que a mí me transformó para siempre? ¿Qué errores políticos, y por tanto de vida, pude haber cometido, o puedo aún cometer, si se contrastan las razones de la vida de Regis Debray con los efectos que tuvieron en la configuración de las de la vida de su hija Laurence? ¿Cómo saber qué opciones políticas son hoy las mejores en función de aquéllas por las que ha optado Laurence y aquéllas por las que optaron sus padres ayer y hoy? O de otra forma: ¿de qué lado está la razón histórica, del lado de lo que sus padres diagnosticaron y consideraron necesario hacer en su tiempo y para su tiempo, o lo que su hija reinterpreta hoy hablando desde la perspectiva otorgada por los mismos años de vida que tengo yo?
Hay una cosa que dice Laurence en la página 19 del libro, y que pareciera que es una respuesta directa a cada una de ellas y de todas a la vez:
‘No soy testigo, ni especialista, ni mucho menos juez. Tengo el privilegio de conocer el final de la historia y de haber frecuentado a personas y lugares que son actores de esta aventura novelesca. Tengo la desventaja de estar convencida de los estragos que provoca el compromiso político en la existencia. De despreciar dicho compromiso cuando se convierte en arribista. Y de ser impermeable a la mística de la lucha y de los mañanas gloriosos. Los ideales no me hacen soñar: soy pragmática, realista y me baso en los hechos.’
Punto.
IV
En mi familia mi padre nos acostumbró desde siempre a hablar de política, al grado de que –no recuerdo hace cuánto– algún amigo mío hubo de decirme sorprendido (hace ya muchos años de esto) que parecía que lo único que le importaba a mi papá era que sus hijos llegáramos a la edad suficiente para sentarnos a la mesa a discutir de política con él y mis abuelos en condición de igualdad.
Eso es una cosa, intensa ciertamente para muchos de mi generación, no se diga para los de las generaciones subsiguientes (es ya una generalidad aplastante el hecho de que los jóvenes y no tan jóvenes de hoy no saben absolutamente nada de política, y, lo que es peor aún, de historia).
Pero que a los 10 años tu padre te ponga en la encrucijada de definirte políticamente en función de la dialéctica fundamental de la Guerra Fría, con el añadido de que, para fundamentar adecuadamente la opción tomada, se tenía contemplada la logística procedente para que se tuvieran las experiencias formativas correspondientes según el rigor impuesto por esa dialéctica: un mes en el Campamento de la Juventud Comunista en Cuba, enclave geopolítico en el Caribe del área de difusión soviética, y un mes en un summer camp en Santa Mónica California, en el corazón del imperio, es otra cosa muy distinta:
‘Cuando tenía diez años, el verano anterior a mi ingreso en secundaria, mi padre me anunció: “Ha llegado el momento de que elijas dónde te vas a situar políticamente”. Para que la elección se llevara a cabo con plena conciencia, me había preparado con cuidado un programa a medida: pasaría el mes de julio en Cuba y el mes de agosto en Estados Unidos. Al finalizar las vacaciones nos reuniríamos para hacer balance: era conveniente que mi decisión fuera fundada. Y yo que soñaba pasar el verano en Étretat en casa de mi colega Jérémie, que tenía la suerte de tener una familia conformista y acogedora…’ (Hija de revolucionarios, p. 217)
Era esto a los diez años, además de la inestabilidad permanente producida por los constantes cambios de residencia, y los efectos correspondientes al hecho de saber que tu padre había pasado cuatro años de una sentencia de treinta en la cárcel de Bolivia por haber participado en acciones subversivas al lado del Che Guevara, de cuya estrategia de foco insurrecto guerrillero era su teórico principal además de haberlo sido, también, respecto de la estrategia de expansión geopolítica de la revolución cubana y del guevarismo como núcleo teórico-doctrinal de organización político-militar, habiendo producido textos que pasarían por las manos de cientos y cientos de jóvenes revolucionarios de todo el continente, como fue el caso de quien estuvo llamada a ser presidenta de Brasil varias décadas después: Dilma Rousseff, militante en su juventud del Partido Comunista Brasileño, del Comando de Liberación Nacional y de Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares, opciones radicales y armadas las dos últimas a las que se inclinó, entre otros factores, luego de la lectura –ésta es la cuestión– de Revolución en la revolución de Regis Debray.
‘Moscú y Pekín se negaban a apoyar una lucha armada allí donde no existiera ya un partido “revolucionario de masas”. Mi padre demostraba lo contrario: la guerrilla dirigida por un pequeño grupo de activistas conseguiría reunir progresivamente a la población en torno a la causa revolucionaria hasta transformar el combate en guerra “revolucionaria de masas”. La organización militar podía, por tanto, preceder a la organización política. La radicalidad y la violencia de sus palabras se correspondían con el espíritu de los tiempos. Hoy resultan sorprendentes: “Para desbloquear este tabú, este retraso secular de miedos y humildad ante el amo, el policía, el guarda rural, no hay nada mejor que el combate […]. En el nuevo marco de la lucha a muerte, ya no hay sitio para las soluciones espurias, las búsquedas de equilibrio entre la oligarquía y las fuerzas populares, los pactos tácitos de no agresión. […] Vencer supone aceptar por principio que la vida no es el bien supremo del revolucionario”’ (Hija de revolucionarios, pp. 59 y 60)
Ahí está otra vez esa afirmación lapidaria y gélida, estoica, de guerrero: “la vida importa menos a los hombres libres que sus razones de vivir”. “Vencer supone aceptar por principio que la vida no es el bien supremo del revolucionario”. Jorge Semprún escribió algo similar en alguna de sus novelas –no recuerdo cual– cuando afirmaba que, con el nazismo y Hitler controlando Alemania, optar por la paz y la tranquilidad de la vida era la alternativa de los pusilánimes.
Ulises Estrada, viejo combatiente cubano que estuvo con el Che Guevara en Bolivia, le relató algo en esa misma tesitura a Abel Posse, que luego utilizó como material para la redacción de ese bello texto llamado Los cuadernos de Praga cuando le contó lo que a su vez Guevara les dijo a él y a otros en el contexto de los preparativos para su salida a Bolivia luego del fracaso del Congo y el paréntesis misterioso que a la postre fue su estancia en Praga:
‘Yo pido de ti un juramento. No se trata de un simple juramento. No tienes ninguna obligación, ni debes creer que se trata de lealtad con tu jefe de tantos años. Empezamos algo nuevo, algo así como la batalla final. Si tú te quieres quedar, o mejor, si quieres empezar, me dices que sí o que no. Si es sí, debes saber, como la otra vez, que lo más probable es la muerte… Quiero que me entiendas bien: estar conmigo no quiere decir estar ni contra Fidel ni contra los rusos, los checos o los chinos. Significa estar por la revolución tal como yo la entiendo: como pura acción militar. Tienes que ponerte bien esto en la cabeza… Se trata de un impulso especial, pero en la misma dirección histórica. Nosotros formamos un núcleo aparte. Precisamente para no comprometer a Cuba, ni contra los chinos ni a favor de los soviéticos. Tenemos claves y misiones especiales. Yo sólo te diré cuando Piñeiro u otros deban saber las cosas o no. Tú partes para Bolivia y empiezas así los contactos.’ (Ver ‘La soledad de Guevara’, ICR, El Catoblepas, noviembre 2009).
V
‘Nada quise saber durante mucho tiempo. Me la habían ocultado; era su historia. Cuanto menos sabía, más protegida me sentía. ¿Para qué hurgar en el pasado? Demasiado peso para cargar con él, demasiado molesto. Tanía una infancia por vivir, una vida por construir: preferí seguir adelante. Y avancé por la vida dejando “eso” de lado, en la orilla del camino.’
Así comienzan las memorias –o tal vez apenas su primera parte– de Laurence Debray. Por fin decidió contar su versión. Es un texto emocionante, sincero, genuino, personal y por tanto honesto. No me pregunten por qué volví a sentir con Hija de revolucionarios la misma pasión estratégica como núcleo vivencial de la política que me estremeció cuando pasé mis ojos por primera ocasión en el texto de memorias de su padre, produciendo un efecto que me marcó para siempre y que siento que sólo se logra cuando, como dijera el Che Guevara, la política se entiende como pura acción militar, o por lo menos como si lo fuera. Ya sabemos lo que tanto Mao como Clausewitz dijeron al respecto. Y tuvieron razón, desde luego.
Es la misma sensación, la misma, que tuve y tengo y que se tiene cuando se lee literatura marxista. O también cuando se lee a Curzio Malaparte. Sólo cuando procesé todo eso –a Marx quiero decir– pude considerarme entonces con un cierto grado de madurez intelectual. Antes de hacerlo, todo fue ingenuidad política e histórica, y optimismo de la voluntad.
El comienzo de la aventura tuvo lugar en Inglaterra, en donde fui a terminar por encontrarme personalmente con el autor de unas memorias que me habían emocionado como nada ni nadie hasta entonces, y que dijo que, luego de Fidel Castro, el Che Guevara y Mitterrand, él no iba a tener más tiempo ni vida para volver a encarnar de tal forma la ilusión lírica –son mis palabras, recordando la primera parte de La esperanza de Malraux– que le fue ofrecida por el contacto con la historia y la revolución. Es el testimonio de una época, que Mario Vargas Llosa leyó de una sentada con una emoción, supongo yo, semejante a la mía. Hija de revolucionarios es una suerte de complemento histórico de gran valía documental, que desde luego que se sostiene por sí mismo como trabajo autobiográfico.
Es cosa curiosa: tal vez sin que ella pudiera evitarlo, la pasión estratégica que marcó la vida de sus padres; una vida que –digamos que– tuvo ella que sufrir desde la óptica de la vida cotidiana de una hija de revolucionarios; esa pasión político-estratégica que a mí me cautivó tanto, entonces, está presente también en todo lo que escribe Laurence.
Tal vez haya sido esta la razón oculta por virtud de la cual haya optado por escribir también la biografía del Rey Juan Carlos de España, que aunque situado en el polo opuesto ideológico-político de sus padres, no podemos dudar un solo instante de que se trata de una vida marcada también por ese mismo pathos apasionado de la política y de lo político que, en el fondo, está en el vértice fundamental de toda concepción rigurosa del Estado.
Y todo aquél que hace del Estado la razón principal de su vida, ya sea para mantenerlo en una forma determinada, ya sea para transformarlo por vía revolucionaria, está destinado trágicamente a destrozarla. Léanse Alabados sean nuestros señores e Hija de revolucionarios para encontrar un doble testimonio de la forma en que el siglo XX sometió a una familia de la alta burguesía francesa, y a dos generaciones, a esta prueba contundente de la historia.
Sobre el libro Hija de revolucionarios, de Laurence Debray (Anagrama, Barcelona, 2018).
La vida importa menos a los hombres libres que sus razones de vivir.
Regis Debray
I
El epígrafe titular es una idea formulada por Regis Debray en algún lugar de sus memorias, Alabados sean nuestros señores. Me parece incluso, si no recuerdo mal, que se trata de la frase final o casi.
Fue en Inglaterra donde terminé de leer este libro que me estremeció hasta la médula según ya he contado aquí mismo en otra ocasión, pues ahí estaban vertidas –y expuestas por primera vez para un joven lector burgués de clase media que iniciaba su formación ideológico-política como yo– las coordenadas de lo que luego hubo de configurarse como el pathos histórico dentro del cual se iban a definir, en efecto, las razones de mi vida.
El resto de las coordenadas de ese pathos inicial me las suministró Vasconcelos, cuyo Ulises criollo me llevé también a ese viaje y que terminé de leer en Madrid, a donde me trasladé luego de mi año académico en Inglaterra. Después vinieron muchos autores y referencias más, desde luego: Marx, Gramsci, Malraux, Revueltas, Semprún, Lukács, Spinoza, Jorge Abelardo Ramos, además de Gustavo Bueno, a través de quien todo se acomodó a una escala sinfónica –la del sistema filosófico– del mismo modo en que Aristóteles terminó por acomodar las coordenadas del mundo antiguo, después de lo cual no pudo suceder otra cosa más que la emergencia de los epígonos (estoicos, cínicos, epicúreos).
Ahora recuerdo en todo caso –espero no estarme equivocando, pues escribo de memoria– que Debray mismo cuenta que solía quedarse congelado ante los retratos de Churchill o ante la lectura de las memorias de Chateaubriand, víctima de un sentido de la insignificancia y la pequeñez ante la estatura titánica que semejantes personajes levantaron. Pues algo así me ocurrió –vamos a ponerlo en estos términos, no sé si me explico–, leyéndome por mi parte, a la altura de la segunda mitad de mi tercera década de vida, las memorias de Debray y el tomo uno de las de Vasconcelos.
II
Me había inscrito para cursar la maestría en Economía Política Internacional en la Universidad de Warwick durante el año académico 2000-2001. Recuerdo que lo primero que hice, en mi primer fin de semana por allá, fue irme a Londres, concretamente a la London School of Economics, que fue la única universidad que no aceptó mi solicitud de ingreso de entre las cuatro o cinco a donde lo hice, y que sí me aceptaron. No creo haberme perdido de mayor cosa en realidad. Después serían constantes mis visitas a Londres eso sí, pero ya no a la LSE sino al Jazz Café de Camden Town.
En todo caso, el sacudimiento que se había producido en mí con las memorias de Debray fue tal que puse luego en inglés esa frase, y la pegué en el corcho con el que contábamos todos los que habíamos optado por la residencia en el campus de la universidad. Life is less important to a free man than his reasons for living. Regis Debray: tal era la sentencia que leía yo todos los días de ese año cargado de tantas repercusiones para el resto de mi vida.
En la librería de la LSE me compré algunos números de la New Left Review, a la que me suscribí a los pocos días en razón de lo cual hube de recibir algunos libros y números adicionales de la revista. En una de ellas, estaba anunciada una conferencia de Debray en fecha muy próxima, en la Alianza Francesa de Londres. Ya he contado también aquí lo que significó para mí haber asistido a esa conferencia.
III
Ella nació en París en 1976, dos años después de que yo lo hiciera en Munich, y su papá le lleva siete años al mío. Ninguno nos conocemos personalmente, aunque yo estreché la mano de su padre en aquélla conferencia de Londres expuesta en francés y de la que yo no pude entender ni una sola palabra, sin perjuicio de lo cual me firmó mi ejemplar de Alabados sean nuestros señores al término de la misma.
Somos hijos, evidentemente, de la misma generación, y en buena medida mis opciones políticas son más o menos el resultado de la influencia configuradora que tempranamente imprimió su padre en mí –mexicano– a través de la perspectiva de segundo grado ofrecida por sus memorias, que yo leí con pasión stendhaliana en el sentido de la pasión activada en Fabrizio del Dongo (La cartuja de Parma) al leer, pero sólo leer –subrayen esto–, las proclamas de Napoleón (ese sólo leer remite al efecto de transfiguración que Cervantes inmortalizó al mostrarnos la forma en que Alonso Quijano hubo de transformarse, a través de la sola lectura de novelas de caballería, en Don Quijote), pero que, paradójicamente, desde una perspectiva de primer grado como lo es la de vivir la vida a su lado llevó a su hija –mitad francesa mitad venezolana que tiene prácticamente mi edad– a tomar una ruta y unas opciones, si no radicalmente contrarias, por lo menos totalmente distanciadas de las mías, bien sea por la vía escéptica, bien por vía del hartazgo, bien por la del desencanto o bien sea, en definitiva, por una mezcla histórica, generacional y personal, personalísima, de las tres.
Pero esta es la razón precisamente por la que este libro de Laurence Debray me ha parecido un libro tan entrañable y tan cercano, si se me permite decirlo. Cercano porque íntima fue la compenetración que ese libro verdaderamente germinal –las memorias de su padre– tuvo para mí, convirtiéndose en uno de los pilares iniciales de la arquitectura de mi vida política pero que, ahora, es llamada a rendir cuentas en Hija de revolucionarios con un epígrafe que nos anuncia desde el principio que aquí la hija no dará cuartel a la hora de hablar de su padre: ‘Cuanto más se ama a alguien menos debe adulársele; el verdadero amor es el que nada perdona’ (El misántropo de Moliere).
¿Cuántas son las cosas que, por amor de hija, Laurence Debray no está dispuesta a perdonarle a sus padres? ¿Y cuáles de todas esas cosas imperdonables fueron el resultado de acciones tomadas en función de prioridades o convicciones ideológicas, o políticas o filosóficas la toma de contacto intelectual y libresco con las cuales fue precisamente lo que a mí me transformó para siempre? ¿Qué errores políticos, y por tanto de vida, pude haber cometido, o puedo aún cometer, si se contrastan las razones de la vida de Regis Debray con los efectos que tuvieron en la configuración de las de la vida de su hija Laurence? ¿Cómo saber qué opciones políticas son hoy las mejores en función de aquéllas por las que ha optado Laurence y aquéllas por las que optaron sus padres ayer y hoy? O de otra forma: ¿de qué lado está la razón histórica, del lado de lo que sus padres diagnosticaron y consideraron necesario hacer en su tiempo y para su tiempo, o lo que su hija reinterpreta hoy hablando desde la perspectiva otorgada por los mismos años de vida que tengo yo?
Hay una cosa que dice Laurence en la página 19 del libro, y que pareciera que es una respuesta directa a cada una de ellas y de todas a la vez:
‘No soy testigo, ni especialista, ni mucho menos juez. Tengo el privilegio de conocer el final de la historia y de haber frecuentado a personas y lugares que son actores de esta aventura novelesca. Tengo la desventaja de estar convencida de los estragos que provoca el compromiso político en la existencia. De despreciar dicho compromiso cuando se convierte en arribista. Y de ser impermeable a la mística de la lucha y de los mañanas gloriosos. Los ideales no me hacen soñar: soy pragmática, realista y me baso en los hechos.’
Punto.
IV
En mi familia mi padre nos acostumbró desde siempre a hablar de política, al grado de que –no recuerdo hace cuánto– algún amigo mío hubo de decirme sorprendido (hace ya muchos años de esto) que parecía que lo único que le importaba a mi papá era que sus hijos llegáramos a la edad suficiente para sentarnos a la mesa a discutir de política con él y mis abuelos en condición de igualdad.
Eso es una cosa, intensa ciertamente para muchos de mi generación, no se diga para los de las generaciones subsiguientes (es ya una generalidad aplastante el hecho de que los jóvenes y no tan jóvenes de hoy no saben absolutamente nada de política, y, lo que es peor aún, de historia).
Pero que a los 10 años tu padre te ponga en la encrucijada de definirte políticamente en función de la dialéctica fundamental de la Guerra Fría, con el añadido de que, para fundamentar adecuadamente la opción tomada, se tenía contemplada la logística procedente para que se tuvieran las experiencias formativas correspondientes según el rigor impuesto por esa dialéctica: un mes en el Campamento de la Juventud Comunista en Cuba, enclave geopolítico en el Caribe del área de difusión soviética, y un mes en un summer camp en Santa Mónica California, en el corazón del imperio, es otra cosa muy distinta:
‘Cuando tenía diez años, el verano anterior a mi ingreso en secundaria, mi padre me anunció: “Ha llegado el momento de que elijas dónde te vas a situar políticamente”. Para que la elección se llevara a cabo con plena conciencia, me había preparado con cuidado un programa a medida: pasaría el mes de julio en Cuba y el mes de agosto en Estados Unidos. Al finalizar las vacaciones nos reuniríamos para hacer balance: era conveniente que mi decisión fuera fundada. Y yo que soñaba pasar el verano en Étretat en casa de mi colega Jérémie, que tenía la suerte de tener una familia conformista y acogedora…’ (Hija de revolucionarios, p. 217)
Era esto a los diez años, además de la inestabilidad permanente producida por los constantes cambios de residencia, y los efectos correspondientes al hecho de saber que tu padre había pasado cuatro años de una sentencia de treinta en la cárcel de Bolivia por haber participado en acciones subversivas al lado del Che Guevara, de cuya estrategia de foco insurrecto guerrillero era su teórico principal además de haberlo sido, también, respecto de la estrategia de expansión geopolítica de la revolución cubana y del guevarismo como núcleo teórico-doctrinal de organización político-militar, habiendo producido textos que pasarían por las manos de cientos y cientos de jóvenes revolucionarios de todo el continente, como fue el caso de quien estuvo llamada a ser presidenta de Brasil varias décadas después: Dilma Rousseff, militante en su juventud del Partido Comunista Brasileño, del Comando de Liberación Nacional y de Vanguardia Armada Revolucionaria Palmares, opciones radicales y armadas las dos últimas a las que se inclinó, entre otros factores, luego de la lectura –ésta es la cuestión– de Revolución en la revolución de Regis Debray.
‘Moscú y Pekín se negaban a apoyar una lucha armada allí donde no existiera ya un partido “revolucionario de masas”. Mi padre demostraba lo contrario: la guerrilla dirigida por un pequeño grupo de activistas conseguiría reunir progresivamente a la población en torno a la causa revolucionaria hasta transformar el combate en guerra “revolucionaria de masas”. La organización militar podía, por tanto, preceder a la organización política. La radicalidad y la violencia de sus palabras se correspondían con el espíritu de los tiempos. Hoy resultan sorprendentes: “Para desbloquear este tabú, este retraso secular de miedos y humildad ante el amo, el policía, el guarda rural, no hay nada mejor que el combate […]. En el nuevo marco de la lucha a muerte, ya no hay sitio para las soluciones espurias, las búsquedas de equilibrio entre la oligarquía y las fuerzas populares, los pactos tácitos de no agresión. […] Vencer supone aceptar por principio que la vida no es el bien supremo del revolucionario”’ (Hija de revolucionarios, pp. 59 y 60)
Ahí está otra vez esa afirmación lapidaria y gélida, estoica, de guerrero: “la vida importa menos a los hombres libres que sus razones de vivir”. “Vencer supone aceptar por principio que la vida no es el bien supremo del revolucionario”. Jorge Semprún escribió algo similar en alguna de sus novelas –no recuerdo cual– cuando afirmaba que, con el nazismo y Hitler controlando Alemania, optar por la paz y la tranquilidad de la vida era la alternativa de los pusilánimes.
Ulises Estrada, viejo combatiente cubano que estuvo con el Che Guevara en Bolivia, le relató algo en esa misma tesitura a Abel Posse, que luego utilizó como material para la redacción de ese bello texto llamado Los cuadernos de Praga cuando le contó lo que a su vez Guevara les dijo a él y a otros en el contexto de los preparativos para su salida a Bolivia luego del fracaso del Congo y el paréntesis misterioso que a la postre fue su estancia en Praga:
‘Yo pido de ti un juramento. No se trata de un simple juramento. No tienes ninguna obligación, ni debes creer que se trata de lealtad con tu jefe de tantos años. Empezamos algo nuevo, algo así como la batalla final. Si tú te quieres quedar, o mejor, si quieres empezar, me dices que sí o que no. Si es sí, debes saber, como la otra vez, que lo más probable es la muerte… Quiero que me entiendas bien: estar conmigo no quiere decir estar ni contra Fidel ni contra los rusos, los checos o los chinos. Significa estar por la revolución tal como yo la entiendo: como pura acción militar. Tienes que ponerte bien esto en la cabeza… Se trata de un impulso especial, pero en la misma dirección histórica. Nosotros formamos un núcleo aparte. Precisamente para no comprometer a Cuba, ni contra los chinos ni a favor de los soviéticos. Tenemos claves y misiones especiales. Yo sólo te diré cuando Piñeiro u otros deban saber las cosas o no. Tú partes para Bolivia y empiezas así los contactos.’ (Ver ‘La soledad de Guevara’, ICR, El Catoblepas, noviembre 2009).
V
‘Nada quise saber durante mucho tiempo. Me la habían ocultado; era su historia. Cuanto menos sabía, más protegida me sentía. ¿Para qué hurgar en el pasado? Demasiado peso para cargar con él, demasiado molesto. Tanía una infancia por vivir, una vida por construir: preferí seguir adelante. Y avancé por la vida dejando “eso” de lado, en la orilla del camino.’
Así comienzan las memorias –o tal vez apenas su primera parte– de Laurence Debray. Por fin decidió contar su versión. Es un texto emocionante, sincero, genuino, personal y por tanto honesto. No me pregunten por qué volví a sentir con Hija de revolucionarios la misma pasión estratégica como núcleo vivencial de la política que me estremeció cuando pasé mis ojos por primera ocasión en el texto de memorias de su padre, produciendo un efecto que me marcó para siempre y que siento que sólo se logra cuando, como dijera el Che Guevara, la política se entiende como pura acción militar, o por lo menos como si lo fuera. Ya sabemos lo que tanto Mao como Clausewitz dijeron al respecto. Y tuvieron razón, desde luego.
Es la misma sensación, la misma, que tuve y tengo y que se tiene cuando se lee literatura marxista. O también cuando se lee a Curzio Malaparte. Sólo cuando procesé todo eso –a Marx quiero decir– pude considerarme entonces con un cierto grado de madurez intelectual. Antes de hacerlo, todo fue ingenuidad política e histórica, y optimismo de la voluntad.
El comienzo de la aventura tuvo lugar en Inglaterra, en donde fui a terminar por encontrarme personalmente con el autor de unas memorias que me habían emocionado como nada ni nadie hasta entonces, y que dijo que, luego de Fidel Castro, el Che Guevara y Mitterrand, él no iba a tener más tiempo ni vida para volver a encarnar de tal forma la ilusión lírica –son mis palabras, recordando la primera parte de La esperanza de Malraux– que le fue ofrecida por el contacto con la historia y la revolución. Es el testimonio de una época, que Mario Vargas Llosa leyó de una sentada con una emoción, supongo yo, semejante a la mía. Hija de revolucionarios es una suerte de complemento histórico de gran valía documental, que desde luego que se sostiene por sí mismo como trabajo autobiográfico.
Es cosa curiosa: tal vez sin que ella pudiera evitarlo, la pasión estratégica que marcó la vida de sus padres; una vida que –digamos que– tuvo ella que sufrir desde la óptica de la vida cotidiana de una hija de revolucionarios; esa pasión político-estratégica que a mí me cautivó tanto, entonces, está presente también en todo lo que escribe Laurence.
Tal vez haya sido esta la razón oculta por virtud de la cual haya optado por escribir también la biografía del Rey Juan Carlos de España, que aunque situado en el polo opuesto ideológico-político de sus padres, no podemos dudar un solo instante de que se trata de una vida marcada también por ese mismo pathos apasionado de la política y de lo político que, en el fondo, está en el vértice fundamental de toda concepción rigurosa del Estado.
Y todo aquél que hace del Estado la razón principal de su vida, ya sea para mantenerlo en una forma determinada, ya sea para transformarlo por vía revolucionaria, está destinado trágicamente a destrozarla. Léanse Alabados sean nuestros señores e Hija de revolucionarios para encontrar un doble testimonio de la forma en que el siglo XX sometió a una familia de la alta burguesía francesa, y a dos generaciones, a esta prueba contundente de la historia.
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