Jaime Torres Bodet dice en su magistral y bello libro sobre Balzac (FCE, 1959), al tocar el tema de la religión, el catolicismo y los curas –temas que, por lo demás, son centrales y constitutivos de la obra de Balzac–, que la razón por la que los curas y los jueces visten de negro es porque están de luto: de luto porque el mal existe en el mundo, y ellos asumen la culpa y, sobre todo, son los que encaran a ese mal.
Esto me recuerda la afirmación de Hegel según la cual es solamente el espíritu absoluto, magnitud dialéctica cuya arquitectura suprema y catedralicia es el Estado, el que puede ver al mal de frente sin inmutarse. No por nada dijo también, por lo demás, que el germanismo –marea de la historia cuya arquitectura suprema es, por su parte y en correspondencia, precisamente, ésta es la cuestión, el sistema de Hegel– es algo así como la filosofía dentro del cristianismo. Pues eso.
En el texto ‘Unas páginas de la “Autobiografía”’ (Cómo escribir relatos policíacos, Acantilado, 2011), Chesterton aborda esta cuestión al explicarnos cómo fue que llegó a la elaboración de su personaje de ficción por excelencia: el padre Brown, ese beato un poco soso que, por expresa voluntad de Chesterton, tenía por cualidad más sobresaliente la de, precisamente, no sobresalir: algo así como lo que ocurre con quienes se visten de negro para no destacar. Con la instrumentalización artística de un personaje de este perfil tan opaco fue que pudo entonces Chesterton construir una ‘comedia en la que hubiera un cura que parecía que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales’.
Según nos cuenta, el padre Brown es una transfiguración, para decirlo como le hubiera gustado decir a Lezama Lima, de un padre de carne y hueso: el padre John O’Connor de Bradford, y a eso dedica las líneas del fragmento autobiográfico en cuestión. La historia del día en que supo que con él daría vida al padre Brown como astuto, lúcido y sagaz detective no tiene desperdicio, sobre todo porque nos permite ponderar el ingenio de Chesterton para comprender la función que tiene la Iglesia católica como institución moral y teológica de contención, secreto, duelo y contraste dialéctico del mundo. Como esa complexio oppositorum tan peculiar según solía decir Carl Schmitt.
Ocurre que en una caminata por los alrededores de Keighley Gate, Chesterton le contó al padre O’Connor que tenía intención de apoyar en la prensa cierta propuesta relacionada con temas sociales ‘bastante sórdidos de vicio y crimen’, a lo que O’Connor le respondió que, además de estar en un error, advertía que había muchas cosas que Chesterton desconocía sobre la sordidez y oscuridad a la que podía llegar la conducta humana, tras de lo cual le reveló un poco enfadado alguno que otro detalle sobre el particular. Y fue una curiosa experiencia, nos dice entonces, ‘descubrir que aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo. No me había imaginado que el mundo albergara tales horrores’.
Al volver de su caminata, pudieron convivir en la casa donde se hospedaba Chesterton con un grupo de estudiantes de Cambridge, dos de los cuales, de manera particular, mostraron un vívido interés por conversar con el padre O´Connor de infinidad de temas, desde música y deporte, hasta el arte barroco y problemas de filosofía moral. Cuando se despidió el padre, los jóvenes manifestaron su asombro por la solvencia de su interlocutor para hablar de lo que fuera con soberanía de especialista, hasta que uno de ellos afirmó lo siguiente: ‘De todas formas, no creo que la vida que lleva sea la más adecuada. Lo de la música religiosa y todo eso está muy bien cuando se está encerrado en una especie de claustro y no se sabe nada sobre el mal real del mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento’.
Al concluir tan categórico juicio, cuenta Chesterton que casi no logra contener la risa ante la soberbia del joven de Cambridge, luego de la gélida serie de revelaciones que sobre “el mal que hay en el mundo” le había hecho el padre O’Connor, que aquéllos estudiantes veían con indulgencia al mismo tiempo soberbia e ignorante, o con esa petulante ignorancia laica tan característica de nuestros tiempos. ‘Comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida –concluye Chesterton–, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.’
Y es que el mal está en el mundo. Está en el mundo y nos acecha, podríamos decir. Habría que definir luego en qué consiste, eso sí. Spinoza dice que ni el bien ni el mal existen de manera absoluta, sino que lo que hay son buenas relaciones y malas relaciones. Las buenas son las que incrementen nuestra potencia de actuar, las malas son las que la disminuyen. Los curas y los jueces, en todo caso, se visten de negro por razón de que el mal existe ciertamente, según Balzac. Chesterton escogió a un padre obscuro, modesto y discreto para ir tras de él, combatirlo, encararlo y dárnoslo a conocer con una maestría dialéctica superior a la de Sherlock Holmes, según apreció en su momento Antonio Gramsci. Es que a Holmes le faltaba teología, imaginamos decir a Ignatius J. Reilly, el chestertoniano personaje de La conjura de los necios que John Kennedy Toole, en una tesitura como la que aquí venimos comentando, dejó para la posteridad.
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Jaime Torres Bodet dice en su magistral y bello libro sobre Balzac (FCE, 1959), al tocar el tema de la religión, el catolicismo y los curas –temas que, por lo demás, son centrales y constitutivos de la obra de Balzac–, que la razón por la que los curas y los jueces visten de negro es porque están de luto: de luto porque el mal existe en el mundo, y ellos asumen la culpa y, sobre todo, son los que encaran a ese mal.
Esto me recuerda la afirmación de Hegel según la cual es solamente el espíritu absoluto, magnitud dialéctica cuya arquitectura suprema y catedralicia es el Estado, el que puede ver al mal de frente sin inmutarse. No por nada dijo también, por lo demás, que el germanismo –marea de la historia cuya arquitectura suprema es, por su parte y en correspondencia, precisamente, ésta es la cuestión, el sistema de Hegel– es algo así como la filosofía dentro del cristianismo. Pues eso.
En el texto ‘Unas páginas de la “Autobiografía”’ (Cómo escribir relatos policíacos, Acantilado, 2011), Chesterton aborda esta cuestión al explicarnos cómo fue que llegó a la elaboración de su personaje de ficción por excelencia: el padre Brown, ese beato un poco soso que, por expresa voluntad de Chesterton, tenía por cualidad más sobresaliente la de, precisamente, no sobresalir: algo así como lo que ocurre con quienes se visten de negro para no destacar. Con la instrumentalización artística de un personaje de este perfil tan opaco fue que pudo entonces Chesterton construir una ‘comedia en la que hubiera un cura que parecía que no se enteraba de nada y en realidad supiera más de crímenes que los criminales’.
Según nos cuenta, el padre Brown es una transfiguración, para decirlo como le hubiera gustado decir a Lezama Lima, de un padre de carne y hueso: el padre John O’Connor de Bradford, y a eso dedica las líneas del fragmento autobiográfico en cuestión. La historia del día en que supo que con él daría vida al padre Brown como astuto, lúcido y sagaz detective no tiene desperdicio, sobre todo porque nos permite ponderar el ingenio de Chesterton para comprender la función que tiene la Iglesia católica como institución moral y teológica de contención, secreto, duelo y contraste dialéctico del mundo. Como esa complexio oppositorum tan peculiar según solía decir Carl Schmitt.
Ocurre que en una caminata por los alrededores de Keighley Gate, Chesterton le contó al padre O’Connor que tenía intención de apoyar en la prensa cierta propuesta relacionada con temas sociales ‘bastante sórdidos de vicio y crimen’, a lo que O’Connor le respondió que, además de estar en un error, advertía que había muchas cosas que Chesterton desconocía sobre la sordidez y oscuridad a la que podía llegar la conducta humana, tras de lo cual le reveló un poco enfadado alguno que otro detalle sobre el particular. Y fue una curiosa experiencia, nos dice entonces, ‘descubrir que aquel tranquilo y agradable célibe se había sumergido en aquellos abismos mucho más profundamente que yo. No me había imaginado que el mundo albergara tales horrores’.
Al volver de su caminata, pudieron convivir en la casa donde se hospedaba Chesterton con un grupo de estudiantes de Cambridge, dos de los cuales, de manera particular, mostraron un vívido interés por conversar con el padre O´Connor de infinidad de temas, desde música y deporte, hasta el arte barroco y problemas de filosofía moral. Cuando se despidió el padre, los jóvenes manifestaron su asombro por la solvencia de su interlocutor para hablar de lo que fuera con soberanía de especialista, hasta que uno de ellos afirmó lo siguiente: ‘De todas formas, no creo que la vida que lleva sea la más adecuada. Lo de la música religiosa y todo eso está muy bien cuando se está encerrado en una especie de claustro y no se sabe nada sobre el mal real del mundo. Pero no creo que sea lo ideal. Yo creo en el individuo que sale al mundo, se enfrenta con el mal que hay en él y conoce sus peligros. Es muy bonito ser inocente e ignorante, pero creo que es mucho mejor no tener miedo del conocimiento’.
Al concluir tan categórico juicio, cuenta Chesterton que casi no logra contener la risa ante la soberbia del joven de Cambridge, luego de la gélida serie de revelaciones que sobre “el mal que hay en el mundo” le había hecho el padre O’Connor, que aquéllos estudiantes veían con indulgencia al mismo tiempo soberbia e ignorante, o con esa petulante ignorancia laica tan característica de nuestros tiempos. ‘Comparado con la maldad concentrada que el sacerdote conocía y contra la que había luchado toda su vida –concluye Chesterton–, aquellos dos caballeros de Cambridge sabían tanto del mal real como dos bebés en el mismo cochecito.’
Y es que el mal está en el mundo. Está en el mundo y nos acecha, podríamos decir. Habría que definir luego en qué consiste, eso sí. Spinoza dice que ni el bien ni el mal existen de manera absoluta, sino que lo que hay son buenas relaciones y malas relaciones. Las buenas son las que incrementen nuestra potencia de actuar, las malas son las que la disminuyen. Los curas y los jueces, en todo caso, se visten de negro por razón de que el mal existe ciertamente, según Balzac. Chesterton escogió a un padre obscuro, modesto y discreto para ir tras de él, combatirlo, encararlo y dárnoslo a conocer con una maestría dialéctica superior a la de Sherlock Holmes, según apreció en su momento Antonio Gramsci. Es que a Holmes le faltaba teología, imaginamos decir a Ignatius J. Reilly, el chestertoniano personaje de La conjura de los necios que John Kennedy Toole, en una tesitura como la que aquí venimos comentando, dejó para la posteridad.
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