Sábado 2 de mayo, 2020. La Autobiografía precoz de García Ponce. Es curioso, el título del libro remite al instante a la Autobiografía precoz del poeta ruso de los tiempos soviéticos Evgeni Evtushenko, pero en realidad es difícil saber si supieron el uno del otro para los efectos de la preparación de sus respectivos textos.
Es curioso porque los dos nacieron prácticamente al mismo tiempo, o quizá mejor en un mismo tiempo: García Ponce en Mérida, Yucatán, un día de septiembre de 1932, Evtushenko en Zima, Siberia, un día de julio del 33. El libro de García Ponce está firmado en marzo de 66 (la edición que yo tengo es de Océano, 2002), el de Evtushenko en el 63.
En todo caso, la precocidad con que se adjetivan es evidente, pues, para estos efectos, el supuesto de partida es que para escribir una autobiografía o unas memorias debería de haber tenido lugar un destilado de vida tal que la condensación de los múltiples aspectos históricos, vivenciales y de experiencia pudieran propiciar de manera natural el pulido de una óptica lo suficientemente omniabarcadora y omnicomprensiva como para que pueda madurarse desde ahí un punto de vista de totalización reconstructiva de una vida, haciéndola merecedora de ser contada o reconstruida dada la riqueza que implícita o explícitamente se le atribuye.
O de otra forma: las autobiografías suelen estar escritas siempre desde la óptica de la antesala de la muerte, o por lo menos desde su visualización en el horizonte de esa última orilla que ya se puede vislumbrar en su acercamiento hacia nosotros. Y es que las memorias son de alguna manera un acta de retiro o de renunciación (habría que precisar la diferencia entre autobiografía y memorias en todo caso). A estos efectos recuerdo muy bien la vez que un político experimentadísimo y muy admirado por mí (por discreción no diré su nombre), me respondió que no podía escribir aún sus memorias porque hacerlo supondría su retiro de la política. Es evidente que morirá con las botas puestas.
Camilo José Cela dice cosas muy hermosas y muy ciertas al respecto en las suyas, que por cierto fueron también escritas, si no recuerdo mal, desde una edad muy temprana. Para él, ‘recordar es saberse morir, es buscar una cómoda y ordenada postura para la muerte’, desde la cual se dibuja un perfil propio para que, a su vez, una vez habiendo partido, los demás también te recuerden.
Ocurre entonces que en la autobiografía de Juan García Ponce (1932-2003) (la de Evtushenko la tengo pero aún sin leer, y creo que de momento está guardada en cajas y en bodega) hay ciertamente una sabiduría muy sólidamente decantada, precoz en efecto, y un pathos poético cristalino y ambicioso. Es sorprendente advertir que a tan temprana edad haya tenido tan claras y definidas las certezas de su arte, de su oficio y de su pasión tensados ya desde entonces por un cierto criterio –vamos a decir– joyceano:
Mediante el acto de escribir, el artista niega en parte la realidad al pretender que ésta sólo encuentra su verdadero sentido en el terreno más alto de la poesía, toma una resolución que evita la solución en el campo de la vida. Pero al mismo tiempo sabe que intenta hacerla bella porque la ama, pues el amor es lo que hace bellas las cosas, y de este modo su tarea es también afirmativa. Simultáneamente, sus obras son el lugar donde se descubre por completo y donde encuentra el más seguro refugio. En ellas, a través de ellas, entrega su verdad transfigurada, transformada detrás del puro acontecer de los sucesos, la presencia y la independencia de los personajes, el valor metafórico de sus sentimientos y recuerdos, y el juego de sus ideas. Son, en realidad, una máscara que de alguna manera conserva los rasgos de su propio rostro, pero al mismo tiempo los protege, ocultándolos tras un velo de apariencias. Su difícil amor por la vida, mezcla de atracción y rechazo, es dignificado por ellas. Y en este voluntario juego de revelación detrás de la ocultación se encuentra la esencia de la fuerza que lleva a la creación literaria. (Autobiografía precoz, Océano, México DF, 2002, pp. 51-52)
Lo que destila esta autobiografía ciertamente fascinante es el tono dentro de cuya tesitura se va configurando una muy precisa y penetrante, vamos a llamarle genial capacidad de abstracción desde la cual le iba siendo posible a García Ponce codificar experiencias esenciales (‘Lo importante no es mi vocación particular, sino, a través de mi posible conocimiento de ella, la luz que pueda arrojar sobre la vocación del escritor en general’), que va luego acomodando al designio de su memoria subjetiva con el propósito de conferirles potencia determinativa y causal:
La tradición nos entrega muchas posibles interpretaciones sobre el sentido de los viajes. Como me ocurre con la mayor parte de las cosas, yo nunca he podido ver claramente lo que pasó en mí durante ese tiempo… Uno está en los lugares y siente lo que está tomando de ellos; pero enseguida todo se desvanece y parece perderse en el aire –o en el interior de uno mismo. (pp. 67 y 69)
‘No vas a llegar a ningún lado’ y ‘Te vas a morir de hambre’, cuenta García Ponce que fueron las dos frases lapidarias que le dijo su padre al escuchar la noticia de que su primogénito iba –o deseaba ir– para escritor. Luego vino el viaje a Europa, que no sabe bien si fue una fortuna o el golpe de gracia definitivo. En todo caso, la desmesura de la experiencia literaria, primero como lector, después como escritor, terminó por adueñarse de él para situarlo en el ámbito fundamental desde el cual le sería dado hacerse inteligible, a su vez, la experiencia humana como parte de la experiencia histórica. Este modelo de vida ha sido canonizado de manera totalizadora, espinosiana y apasionante por Balzac.
Y entonces vino luego, como no podría ser de otra manera una vez instalado en esa ruta, la problematización situacional: ¿cómo habría de darse el proceso de escritura, salida ya de su pluma a partir de las referencias tomadas por vía de la desbocada, aplastante e incontenible pasión por la lectura de las grandes obras que la tradición nos ofrece? La explicación del proceso de definición contextual e histórica del lugar que dentro de esa gran tradición ocupa México es formidable, según lo hace al tenor siguiente:
No sé si en este aspecto puedo hablar en nombre de mi generación o sólo a título personal, pero en mi caso, el paso de la costumbre de gozar de la literatura a la necesidad de estudiarla, el descubrimiento, obvio y sin embargo desconcertante, de que si iba a escribir escribiría en México y sobre lo que yo conocía y deseaba expresar, llegó unido al reconocimiento de una profunda ruptura. El escenario, por ejemplo, de las novelas que admiraba se extendía desde San Petesburgo hasta Nueva York, pero jamás tocaba México. El sentimiento que este hecho produce es de exaltación y desamparo. Incluso en lengua española, no puede dejar de pensarse que hay una gran distancia, y no sólo geográfica, entre el Oviedo de Clarín, el Madrid de Galdós, los paisajes lluviosos de Baroja o las huertas de Azorín y el Yautepec de Altamirano. Y desde luego, el México de Tirano Banderas o el que nos revelaba D. H. Lawrence no era el mío. La identificación con nuestra literatura se estableció inicialmente por otras rutas que las de la novela o los demás géneros que yo intentaba practicar y no tiene nada que ver con las rígidas enseñanzas escolares que tocan hasta el nivel universitario. Fue producto, sin embargo, del contacto obligado a través de ellas con los poetas y algunos historiadores y cronistas del siglo XIX y sobre todo del descubrimiento capital de Alfonso Reyes, de Julio Torri, del ejemplo magnífico de los principales miembros del grupo Contemporáneos y la importancia cada vez más definitiva de Octavio Paz. Después vinieron Martín Luis Guzmán, El luto humano y Los días terrenales de José Revueltas, y finalmente la aparición, definitiva también, de El llano en llamas y Pedro Páramo de Juan Rulfo… A través de sus obras, a las que deben sumarse las de otros escritores latinoamericanos, esencialmente Jorge Luis Borges, intuí, oscuramente en aquel entonces, de qué manera formábamos parte de una entidad cultural universal que debería y podía determinar nuestra relación con la realidad inmediata, aclarándola. (pp. 73, 74 y 76)
Es sin duda un destino en proceso lo que aquí se advierte, y desde luego que los libros, el libro como objeto, es el protagonista quijotesco de esta obra breve, encapsulada y densa, de gran riqueza vivencial que nos dejó García Ponce:
Si tuviera que echarle la culpa a alguien por mi vocación, no la pondría sobre ningún trauma secreto, como supone la psicología en boga, ni en ningún acontecimiento particular, ni siquiera aquellos que se presentan con mayor fuerza y tal vez podrían tener un significado especial al recordar mi niñez y mi adolescencia. Al contrario, haría responsables de ella a los libros. Son ellos, en todo caso, los que canalizaron los posibles traumas o, más simple y verazmente, se convirtieron en el hecho definitivo que hizo posible su encuentro… Siempre he sido un lector tan voraz y atento como desordenado; pero quizá también en las lecturas existe un orden secreto que, bajo la apariencia exterior del desorden, nos va conduciendo a las metas que oscuramente buscamos. (p. 106).
La lista de lecturas que para esos entonces había hecho e iba haciendo es rica y poderosa, conformadora de un universo intelectual vasto y en expansión constante, además de inspirador y contagioso.
Nació en Mérida, donde vivió unos años, además de hacerlo en Campeche antes de irse para la ciudad de México. Su padre era español (asturiano para más señas), y su madre formaba parte de las “castas” yucatecas de aquéllos entonces.
Murió el 27 de diciembre de 2003. Formó parte de la que se tuvo a bien denominar Generación de Medio Siglo, de la Ruptura o de la Casa del Lago, a la que perteneció también el político genial que me contó una vez que no quería escribir aún sus memorias por la dureza del mensaje que, al hacerlo, nos daría. Su obra y vida, la de García Ponce, es un testimonio precioso de alguien que desde México quiso comprender el significado de lo universal, cosa que por lo demás es muy fácil para los hispanohablantes toda vez que el español es ya, en sí mismo, una forma única y acabada de ser universal, y uno de los instrumentos que con mayor potencia nos permiten apreciar a detalle, y algo como esto es lo que quiso hacer con su vida García Ponce, el rumor de vida del mundo.

Juan García Ponce en algún lugar algún día de 1967 con sus hijos, siendo lo que, al tiempo de ser padre, no podía tampoco dejar de ser.
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Sábado 2 de mayo, 2020. La Autobiografía precoz de García Ponce. Es curioso, el título del libro remite al instante a la Autobiografía precoz del poeta ruso de los tiempos soviéticos Evgeni Evtushenko, pero en realidad es difícil saber si supieron el uno del otro para los efectos de la preparación de sus respectivos textos.
Es curioso porque los dos nacieron prácticamente al mismo tiempo, o quizá mejor en un mismo tiempo: García Ponce en Mérida, Yucatán, un día de septiembre de 1932, Evtushenko en Zima, Siberia, un día de julio del 33. El libro de García Ponce está firmado en marzo de 66 (la edición que yo tengo es de Océano, 2002), el de Evtushenko en el 63.
En todo caso, la precocidad con que se adjetivan es evidente, pues, para estos efectos, el supuesto de partida es que para escribir una autobiografía o unas memorias debería de haber tenido lugar un destilado de vida tal que la condensación de los múltiples aspectos históricos, vivenciales y de experiencia pudieran propiciar de manera natural el pulido de una óptica lo suficientemente omniabarcadora y omnicomprensiva como para que pueda madurarse desde ahí un punto de vista de totalización reconstructiva de una vida, haciéndola merecedora de ser contada o reconstruida dada la riqueza que implícita o explícitamente se le atribuye.
O de otra forma: las autobiografías suelen estar escritas siempre desde la óptica de la antesala de la muerte, o por lo menos desde su visualización en el horizonte de esa última orilla que ya se puede vislumbrar en su acercamiento hacia nosotros. Y es que las memorias son de alguna manera un acta de retiro o de renunciación (habría que precisar la diferencia entre autobiografía y memorias en todo caso). A estos efectos recuerdo muy bien la vez que un político experimentadísimo y muy admirado por mí (por discreción no diré su nombre), me respondió que no podía escribir aún sus memorias porque hacerlo supondría su retiro de la política. Es evidente que morirá con las botas puestas.
Camilo José Cela dice cosas muy hermosas y muy ciertas al respecto en las suyas, que por cierto fueron también escritas, si no recuerdo mal, desde una edad muy temprana. Para él, ‘recordar es saberse morir, es buscar una cómoda y ordenada postura para la muerte’, desde la cual se dibuja un perfil propio para que, a su vez, una vez habiendo partido, los demás también te recuerden.
Ocurre entonces que en la autobiografía de Juan García Ponce (1932-2003) (la de Evtushenko la tengo pero aún sin leer, y creo que de momento está guardada en cajas y en bodega) hay ciertamente una sabiduría muy sólidamente decantada, precoz en efecto, y un pathos poético cristalino y ambicioso. Es sorprendente advertir que a tan temprana edad haya tenido tan claras y definidas las certezas de su arte, de su oficio y de su pasión tensados ya desde entonces por un cierto criterio –vamos a decir– joyceano:
Mediante el acto de escribir, el artista niega en parte la realidad al pretender que ésta sólo encuentra su verdadero sentido en el terreno más alto de la poesía, toma una resolución que evita la solución en el campo de la vida. Pero al mismo tiempo sabe que intenta hacerla bella porque la ama, pues el amor es lo que hace bellas las cosas, y de este modo su tarea es también afirmativa. Simultáneamente, sus obras son el lugar donde se descubre por completo y donde encuentra el más seguro refugio. En ellas, a través de ellas, entrega su verdad transfigurada, transformada detrás del puro acontecer de los sucesos, la presencia y la independencia de los personajes, el valor metafórico de sus sentimientos y recuerdos, y el juego de sus ideas. Son, en realidad, una máscara que de alguna manera conserva los rasgos de su propio rostro, pero al mismo tiempo los protege, ocultándolos tras un velo de apariencias. Su difícil amor por la vida, mezcla de atracción y rechazo, es dignificado por ellas. Y en este voluntario juego de revelación detrás de la ocultación se encuentra la esencia de la fuerza que lleva a la creación literaria. (Autobiografía precoz, Océano, México DF, 2002, pp. 51-52)
Lo que destila esta autobiografía ciertamente fascinante es el tono dentro de cuya tesitura se va configurando una muy precisa y penetrante, vamos a llamarle genial capacidad de abstracción desde la cual le iba siendo posible a García Ponce codificar experiencias esenciales (‘Lo importante no es mi vocación particular, sino, a través de mi posible conocimiento de ella, la luz que pueda arrojar sobre la vocación del escritor en general’), que va luego acomodando al designio de su memoria subjetiva con el propósito de conferirles potencia determinativa y causal:
La tradición nos entrega muchas posibles interpretaciones sobre el sentido de los viajes. Como me ocurre con la mayor parte de las cosas, yo nunca he podido ver claramente lo que pasó en mí durante ese tiempo… Uno está en los lugares y siente lo que está tomando de ellos; pero enseguida todo se desvanece y parece perderse en el aire –o en el interior de uno mismo. (pp. 67 y 69)
‘No vas a llegar a ningún lado’ y ‘Te vas a morir de hambre’, cuenta García Ponce que fueron las dos frases lapidarias que le dijo su padre al escuchar la noticia de que su primogénito iba –o deseaba ir– para escritor. Luego vino el viaje a Europa, que no sabe bien si fue una fortuna o el golpe de gracia definitivo. En todo caso, la desmesura de la experiencia literaria, primero como lector, después como escritor, terminó por adueñarse de él para situarlo en el ámbito fundamental desde el cual le sería dado hacerse inteligible, a su vez, la experiencia humana como parte de la experiencia histórica. Este modelo de vida ha sido canonizado de manera totalizadora, espinosiana y apasionante por Balzac.
Y entonces vino luego, como no podría ser de otra manera una vez instalado en esa ruta, la problematización situacional: ¿cómo habría de darse el proceso de escritura, salida ya de su pluma a partir de las referencias tomadas por vía de la desbocada, aplastante e incontenible pasión por la lectura de las grandes obras que la tradición nos ofrece? La explicación del proceso de definición contextual e histórica del lugar que dentro de esa gran tradición ocupa México es formidable, según lo hace al tenor siguiente:
No sé si en este aspecto puedo hablar en nombre de mi generación o sólo a título personal, pero en mi caso, el paso de la costumbre de gozar de la literatura a la necesidad de estudiarla, el descubrimiento, obvio y sin embargo desconcertante, de que si iba a escribir escribiría en México y sobre lo que yo conocía y deseaba expresar, llegó unido al reconocimiento de una profunda ruptura. El escenario, por ejemplo, de las novelas que admiraba se extendía desde San Petesburgo hasta Nueva York, pero jamás tocaba México. El sentimiento que este hecho produce es de exaltación y desamparo. Incluso en lengua española, no puede dejar de pensarse que hay una gran distancia, y no sólo geográfica, entre el Oviedo de Clarín, el Madrid de Galdós, los paisajes lluviosos de Baroja o las huertas de Azorín y el Yautepec de Altamirano. Y desde luego, el México de Tirano Banderas o el que nos revelaba D. H. Lawrence no era el mío. La identificación con nuestra literatura se estableció inicialmente por otras rutas que las de la novela o los demás géneros que yo intentaba practicar y no tiene nada que ver con las rígidas enseñanzas escolares que tocan hasta el nivel universitario. Fue producto, sin embargo, del contacto obligado a través de ellas con los poetas y algunos historiadores y cronistas del siglo XIX y sobre todo del descubrimiento capital de Alfonso Reyes, de Julio Torri, del ejemplo magnífico de los principales miembros del grupo Contemporáneos y la importancia cada vez más definitiva de Octavio Paz. Después vinieron Martín Luis Guzmán, El luto humano y Los días terrenales de José Revueltas, y finalmente la aparición, definitiva también, de El llano en llamas y Pedro Páramo de Juan Rulfo… A través de sus obras, a las que deben sumarse las de otros escritores latinoamericanos, esencialmente Jorge Luis Borges, intuí, oscuramente en aquel entonces, de qué manera formábamos parte de una entidad cultural universal que debería y podía determinar nuestra relación con la realidad inmediata, aclarándola. (pp. 73, 74 y 76)
Es sin duda un destino en proceso lo que aquí se advierte, y desde luego que los libros, el libro como objeto, es el protagonista quijotesco de esta obra breve, encapsulada y densa, de gran riqueza vivencial que nos dejó García Ponce:
Si tuviera que echarle la culpa a alguien por mi vocación, no la pondría sobre ningún trauma secreto, como supone la psicología en boga, ni en ningún acontecimiento particular, ni siquiera aquellos que se presentan con mayor fuerza y tal vez podrían tener un significado especial al recordar mi niñez y mi adolescencia. Al contrario, haría responsables de ella a los libros. Son ellos, en todo caso, los que canalizaron los posibles traumas o, más simple y verazmente, se convirtieron en el hecho definitivo que hizo posible su encuentro… Siempre he sido un lector tan voraz y atento como desordenado; pero quizá también en las lecturas existe un orden secreto que, bajo la apariencia exterior del desorden, nos va conduciendo a las metas que oscuramente buscamos. (p. 106).
La lista de lecturas que para esos entonces había hecho e iba haciendo es rica y poderosa, conformadora de un universo intelectual vasto y en expansión constante, además de inspirador y contagioso.
Nació en Mérida, donde vivió unos años, además de hacerlo en Campeche antes de irse para la ciudad de México. Su padre era español (asturiano para más señas), y su madre formaba parte de las “castas” yucatecas de aquéllos entonces.
Murió el 27 de diciembre de 2003. Formó parte de la que se tuvo a bien denominar Generación de Medio Siglo, de la Ruptura o de la Casa del Lago, a la que perteneció también el político genial que me contó una vez que no quería escribir aún sus memorias por la dureza del mensaje que, al hacerlo, nos daría. Su obra y vida, la de García Ponce, es un testimonio precioso de alguien que desde México quiso comprender el significado de lo universal, cosa que por lo demás es muy fácil para los hispanohablantes toda vez que el español es ya, en sí mismo, una forma única y acabada de ser universal, y uno de los instrumentos que con mayor potencia nos permiten apreciar a detalle, y algo como esto es lo que quiso hacer con su vida García Ponce, el rumor de vida del mundo.
Juan García Ponce en algún lugar algún día de 1967 con sus hijos, siendo lo que, al tiempo de ser padre, no podía tampoco dejar de ser.
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