Agosto 4, 2019. Con Pere Gimferrer me pasa algo muy similar a lo que me ocurre con Lezama, Pedro Salinas o Carlos Barral: su prosa es un puro goce poético que degusto con verdadero deleite. Vamos a decir que se trata de un vicio formal, o de una bagatela estética. Lo acepto. Pero es que habría que meternos en problemas para dilucidar ésto con el debido detalle, y no quedar así entonces exhibido como un diletante preciosista. Porque la literatura es, entre otras pocas cosas fundamentales, una forma. Es una disposición de los materiales de la experiencia que se trasladan a una forma antes que a otra -y aquí está la clave- mediante el dispositivo o inversión ficcional.
Aunque he dicho prosa en general, y no sólo prosa literaria, es decir ficción. Recuerdo muy bien -lo estoy viendo- mi primera experiencia con lo que podríamos llamar el ensayo como hecho literario (es decir, como hecho puramente formal o estético, pero no ficcional): fue el día en que comencé a leer Meditaciones del Quijote de Ortega, en algún parque cercano al metro Moncloa de Madrid, habrá de ser hace ya quince años más o menos. Cómo es implacable a veces la memoria, que nos permite recordar las cosas con tanta nitidez.
De hecho, ahora que estamos recordando, creo que puedo afirmar que fue en Madrid donde tuve mis dos primeras experiencias fundamentales en esta materia. La primera fue la que me ocurrió con aquéllas meditaciones cervantinas de Ortega: el ensayo como hecho literario en el sentido dicho. La otra fue en el Ateneo de Madrid, cuando abrí y puse mis ojos -también lo estoy viendo- sobre Los días terrenales de José Revueltas. Ahí tuve mi primer contacto con el hecho literario bajo la forma de la novela. En ambos casos, lo que se me reveló a la experiencia fue una de las formas de la sustantividad poética. Y en ambos casos quedé cimbrado para siempre.
Estoy leyendo un libro magnífico y perfecto de Gimferrer -en el sentido de todo lo que vengo diciendo-, Los raros. Son viñetas pequeñísimas, ilustradas por Pol Borrás en edición de Planeta de 1985 (Colección Narrativa/80). Lo raro, nos dice, es lo infrecuente, lo inactual, lo lejano en el tiempo y en el espacio: escritores, libros, movimientos, países. El libro se inspira en Rubén Darío, para quien lo raro y los raros no podían ser sino lo opuesto a la tradición o lo simplemente ajeno a ella.
Hay uno de estos textos breves que es verdaderamente magistral. Se titula ‘Cicerón, en su epistolario’. Ahí nos quiere trasmitir Gimferrer, me parece a mí, lo que significa el brillo poético de todo cuanto se escribe, bien sea narrativa o ensayo o epistolario, cual es el caso de Cicerón que analiza para nosotros. Lo que nos dice es que lo fascinante de estas cartas es que la voz que se escucha o se lee es la misma que la de los severos tratados morales, que se conjuga como complemento de una vivacidad que hoy podríamos llamar ya ciceroniana.
Hay muchas cosas, dice Gimferrer, ‘en el mundo físico -estatuas, libros, personas-, muchas en el mundo moral -juicios, pasiones, ideas- y todas deben caber en el discurso, no a borbotones ni de sopetón, sino delimitadas y reglamentadas por el frío furor raciocinante del verbo’. Y luego, precisando aún más su caracterización, nos dice que en la historia son pocos, muy pocos -los que configuran el canon, podríamos o deberíamos pensar- los nombres que logran alcanzar el grado máximo de la conjugación de lo tenso con lo terso: Virgilio, Dante, Shakespeare, Tácito, Cicerón. En ellos es donde la sustantividad poética -se podría pensar- alcanza su grado perfecto de nitidez. ‘Quizá todo lo demás -continúa-, fuera de esos nombres y algún otro, sean simples escolios en los aledaños de la verdadera gran literatura. Hasta tal punto ésta aparece revestida de una condensada nitidez enteramente inútil, de no significar nada; tiene tanta consistencia autónoma, como simple objeto verbal, que su sentido casi se disipa en su entidad sonora.’
Hoy, la severidad del tratadista filosófico que podría ponerse en continuidad con la severidad del tratadista moral que ha sido para nosotros Cicerón, es la de Gustavo Bueno. En él -y no otro- fue en quien comencé a pensar al instante al ir leyendo ese texto breve de Gimferrer, con el añadido fundamental de que aquí no estamos hablando ni de poesía ni de literatura, sino de una tensión geométrica moldeadora del entendimiento, y cincelada por el raciocino más riguroso que hoy, en nuestro tiempo, puede haber. También a Bueno lo comencé a leer en el Ateneo de Madrid -fue su Prólogo a la Introducción al pensamiento de Gramsci, de José María Laso, y España frente a Europa, ni más ni menos-, lo que permite ponderar el peso verdaderamente histórico que, para mí, tienen tanto Madrid, en uno de cuyos parques públicos tuve contacto con el ensayo como hecho literario, y este hermoso, inigualable e inolvidable lugar, el Ateneo, en donde tuve contacto por vez primera con la novela como hecho literario, y con el ensayo filosófico como trascendental experiencia intelectual.
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Agosto 4, 2019. Con Pere Gimferrer me pasa algo muy similar a lo que me ocurre con Lezama, Pedro Salinas o Carlos Barral: su prosa es un puro goce poético que degusto con verdadero deleite. Vamos a decir que se trata de un vicio formal, o de una bagatela estética. Lo acepto. Pero es que habría que meternos en problemas para dilucidar ésto con el debido detalle, y no quedar así entonces exhibido como un diletante preciosista. Porque la literatura es, entre otras pocas cosas fundamentales, una forma. Es una disposición de los materiales de la experiencia que se trasladan a una forma antes que a otra -y aquí está la clave- mediante el dispositivo o inversión ficcional.
Aunque he dicho prosa en general, y no sólo prosa literaria, es decir ficción. Recuerdo muy bien -lo estoy viendo- mi primera experiencia con lo que podríamos llamar el ensayo como hecho literario (es decir, como hecho puramente formal o estético, pero no ficcional): fue el día en que comencé a leer Meditaciones del Quijote de Ortega, en algún parque cercano al metro Moncloa de Madrid, habrá de ser hace ya quince años más o menos. Cómo es implacable a veces la memoria, que nos permite recordar las cosas con tanta nitidez.
De hecho, ahora que estamos recordando, creo que puedo afirmar que fue en Madrid donde tuve mis dos primeras experiencias fundamentales en esta materia. La primera fue la que me ocurrió con aquéllas meditaciones cervantinas de Ortega: el ensayo como hecho literario en el sentido dicho. La otra fue en el Ateneo de Madrid, cuando abrí y puse mis ojos -también lo estoy viendo- sobre Los días terrenales de José Revueltas. Ahí tuve mi primer contacto con el hecho literario bajo la forma de la novela. En ambos casos, lo que se me reveló a la experiencia fue una de las formas de la sustantividad poética. Y en ambos casos quedé cimbrado para siempre.
Estoy leyendo un libro magnífico y perfecto de Gimferrer -en el sentido de todo lo que vengo diciendo-, Los raros. Son viñetas pequeñísimas, ilustradas por Pol Borrás en edición de Planeta de 1985 (Colección Narrativa/80). Lo raro, nos dice, es lo infrecuente, lo inactual, lo lejano en el tiempo y en el espacio: escritores, libros, movimientos, países. El libro se inspira en Rubén Darío, para quien lo raro y los raros no podían ser sino lo opuesto a la tradición o lo simplemente ajeno a ella.
Hay uno de estos textos breves que es verdaderamente magistral. Se titula ‘Cicerón, en su epistolario’. Ahí nos quiere trasmitir Gimferrer, me parece a mí, lo que significa el brillo poético de todo cuanto se escribe, bien sea narrativa o ensayo o epistolario, cual es el caso de Cicerón que analiza para nosotros. Lo que nos dice es que lo fascinante de estas cartas es que la voz que se escucha o se lee es la misma que la de los severos tratados morales, que se conjuga como complemento de una vivacidad que hoy podríamos llamar ya ciceroniana.
Hay muchas cosas, dice Gimferrer, ‘en el mundo físico -estatuas, libros, personas-, muchas en el mundo moral -juicios, pasiones, ideas- y todas deben caber en el discurso, no a borbotones ni de sopetón, sino delimitadas y reglamentadas por el frío furor raciocinante del verbo’. Y luego, precisando aún más su caracterización, nos dice que en la historia son pocos, muy pocos -los que configuran el canon, podríamos o deberíamos pensar- los nombres que logran alcanzar el grado máximo de la conjugación de lo tenso con lo terso: Virgilio, Dante, Shakespeare, Tácito, Cicerón. En ellos es donde la sustantividad poética -se podría pensar- alcanza su grado perfecto de nitidez. ‘Quizá todo lo demás -continúa-, fuera de esos nombres y algún otro, sean simples escolios en los aledaños de la verdadera gran literatura. Hasta tal punto ésta aparece revestida de una condensada nitidez enteramente inútil, de no significar nada; tiene tanta consistencia autónoma, como simple objeto verbal, que su sentido casi se disipa en su entidad sonora.’
Hoy, la severidad del tratadista filosófico que podría ponerse en continuidad con la severidad del tratadista moral que ha sido para nosotros Cicerón, es la de Gustavo Bueno. En él -y no otro- fue en quien comencé a pensar al instante al ir leyendo ese texto breve de Gimferrer, con el añadido fundamental de que aquí no estamos hablando ni de poesía ni de literatura, sino de una tensión geométrica moldeadora del entendimiento, y cincelada por el raciocino más riguroso que hoy, en nuestro tiempo, puede haber. También a Bueno lo comencé a leer en el Ateneo de Madrid -fue su Prólogo a la Introducción al pensamiento de Gramsci, de José María Laso, y España frente a Europa, ni más ni menos-, lo que permite ponderar el peso verdaderamente histórico que, para mí, tienen tanto Madrid, en uno de cuyos parques públicos tuve contacto con el ensayo como hecho literario, y este hermoso, inigualable e inolvidable lugar, el Ateneo, en donde tuve contacto por vez primera con la novela como hecho literario, y con el ensayo filosófico como trascendental experiencia intelectual.
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