Filosofía Historia

Historia Contemporánea. Séptima contribución.

La época del Imperio y la Primera Guerra Mundial

La interesante trilogía de Hobsbawm sobre el primer bloque de organización de la Edad Contemporánea culmina con lo que denominó “la era del Imperio”, computada entre las fechas que van de 1875 a 1914.

Se trata de un período decisivo en cuanto al hecho de que la consolidación del capitalismo europeo produjo contradicciones –señaladas ya por David Ricardo y Carlos Marx- entre el despliegue de las fuerzas económicas y los principios del liberalismo político como tegumento que daba coherencia al orden burgués y liberal heredero de la revolución francesa. Ya para 1848, las revoluciones fallidas de mitad de siglo habían evidenciado la contradicción abierta entre lo que la ‘democracia liberal’ proclama (el voto universal) y lo que la realidad económica arroja a la sociedad (la lucha de clases), haciendo que, a su vez, se fuera consolidando también una tercera variable fundamental: la del nacionalismo:

‘la revolución abortada del 48 supuso la maduración dialéctica y contradictoria de varias tendencias históricas e ideológicas de cuya trabazón estaban llamadas a derivarse sacudidas políticas fundamentales para la ulterior configuración del mundo contemporáneo: por un lado, fue en 1848 cuando quedó abierto el abismo entre democracia burguesa y socialismo; por el otro, y en el fondo de ese abismo, surgía para poco tiempo después consolidarse con fuerza y fatalismo ese nacionalismo al designio de cuyo ritmo habrían de retumbar los tambores de todas las guerras sucesivas. Y fue ese también el año, en febrero, cuando en la ciudad de Londres, en la Liverpool Street, salía de la imprenta el Manifiesto del Partido Comunista, documento fundamental llamado a ser, por lo menos durante la centuria subsiguiente, la carta de navegación ideológico política de generaciones y generaciones de políticos y revolucionarios (socialistas, comunistas) alrededor del mundo…La organización interna de la nación política fruto de la primera gran revolución, la de 1789, atenazada por la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados, por el principio de la soberanía popular como atributo de la nación (Siéyes) conjugada con la expansión (defensa) revolucionaria y bélica a escala imperial (Carnot, Napoleón), y por la contradicción entre la apertura de horizontes formales del poder constituyente (el pueblo soberano) y los límites objetivos impuestos por el poder constituido (el gobierno y el régimen político, los propietarios ligados orgánicamente al Estado que los contiene) encontraba en 1848 las más altas cotas de su propia tensión antagónica.’ Ismael Carvallo Robledo, ‘1848′, El Catoblepas, 106, diciembre 2010.

En 1916, Lenin redactaba un texto fundamental, El imperialismo, fase superior del capitalismo, en donde diseccionaba los componentes económico-políticos que estaban produciendo los conflictos mundiales, principalmente lo que después fue catalogada como Primer Guerra Mundial, y que Lenin caracterizaba en esos momentos como el canon de la guerra imperialista en los términos siguientes:

‘En el folleto se demuestra que, por ambos lados, la guerra de 1914-1918 fue una guerra imperialista (es decir, una guerra anexionista, depredadora y de rapiña); una guerra por la división del mundo, por la partición y el reparto de las colonias y de las esferas de influencia del capital financiero, etc. Naturalmente, la prueba del verdadero carácter social o, mejor dicho, del verdadero carácter de clase de la guerra no se encontrará en la historia diplomática de la guerra, sino en un análisis de la situación objetiva de las clases dominantes en todas las potencias beligerantes. Para describir esa situación objetiva no hay que tomar ejemplos o datos aislados (dada la extrema complejidad de los fenómenos de la vida social, siempre es posible seleccionar varios ejemplos o datos separados para demostrar cualquier tesis), sino tomar todos los datos sobre los fundamentos de la vida económica de todos las potencias beligerantes y del mundo entero.

Son precisamente datos resumidos e irrefutables de este tipo los que usé al describir el reparto del mundo en 1876 y 1914 (capítulo VI) y el reparto de los ferrocarriles en todo el globo en 1890 y 1913 (capítulo VII). Los ferrocarriles son una suma de las principales ramas de la industria capitalista, el carbón, el acero y el hierro; una suma y el índice más indiscutible del desarrollo del comercio mundial y de la civilización democrático-burguesa. La conexión de los ferrocarriles con la gran industria, los monopolios, los consorcios patronales, los cárteles, los trusts, los bancos y la oligarquía financiera está señalada en los capítulos precedentes de este libro. La desigual distribución de la red ferroviaria, su desarrollo desigual, es una síntesis, por así decirlo, del capitalismo monopolista moderno a escala mundial. Y esta síntesis demuestra que las guerras imperialistas son absolutamente inevitables bajo este sistema económico, mientras exista la propiedad privada de los medios de producción.’ Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo.

La tesis de Lenin fue defendida también, por extraño que parezca dada la distancia ideológica que mediaba entre uno y otro, por José Vasconcelos, pues en su Breve historia de México, al explicar los “avances económicos” del porfirismo lo que hace es plantear que no se trató nunca, en realidad, de genialidad o astucia alguna por parte de Díaz, sino que la industrialización en cuestión (a través, en efecto, de la construcción de ferrocarriles) no fue otra cosa que el envolvimiento de México por las estructuras expansivas del capitalismo internacional.

El período de 1875 a 1914 fue entonces, en efecto, un período de expansión del capital desde Europa hacia la periferia, sobre todo en las regiones de Asia y África, activando un proceso de despliegue productivo en el que las grandes potencias –y al interior de ellas los conglomerados industrial-financieros, es decir, los trusts– competían por el controlo tanto de mercados como de fuentes de abastecimiento de todo tipo. Es la “Era del imperialismo”.

Cuando las contradicciones llegan a un punto de desbordamiento, esta dialéctica basal (es decir, que remite a la capa basal del cuerpo político, según la teoría del Estado del Materialismo Filosófico) dinamitó la estructura del sistema burgués-liberal en el último tramo del siglo XIX y durante la primera década del XX, con implicaciones de primer orden en el sentido de que se produjo también un cambio cualitativo en la matriz económico-productiva y social, que se movió del plano estrictamente económico-político al económico-militar. La consecuencia de todo fueron las dos guerras mundiales que habrían de cambiar el mapa geopolítico del mundo.

‘El capitalismo implica competencia. Con el surgimiento de grandes corporaciones y carteles –es decir, con el advenimiento del capitalismo monopolista- esta competencia asumió una nueva dimensión. Se hizo cualitativamente más económico-política y, por lo tanto, económico-militar. Lo que estaba en juego ya no era el destino de negocios que representaban decenas de miles de libras o cientos de miles de dólares. Ahora lo que estaba comprometido eran los gigantes industriales y financieros cuyo capital alcanzaba hasta decenas y cientos de millones. Por consiguiente, los Estados y sus ejércitos se involucraron cada vez más directamente en esa competencia, la cual se convirtió en rivalidad imperialista por egresos destinados a la inversión en nuevos mercados, por el acceso a materias primas baratas o raras. El espíritu de destrucción que tenía esta competencia se hizo cada vez más pronunciado en medio de una creciente tendencia hacia la militarización y su reflexión ideológica: la justificación y glorificación de la guerra. Y, por otro lado, el desarrollo de la manufactura, el aumento en la capacidad productiva de las empresas técnicamente más avanzadas, la producción total de las principales potencias industrializadas y especialmente la expansión del capital financiero y el potencial de inversión, cada vez más rebasando las fronteras de los Estados-nación, incluso las más grandes. Esta extensión del capital nacional particular hacia afuera condujo inevitablemente a una precipitada competencia por los recursos, los mercados y el control de rutas comerciales del exterior, dentro de Europa, pero también –y más espectacularmente- fuera del continente: entre 1876 y 1914 las potencias europeas se las arreglaron para anexarse unos once millones de millas cuadradas de territorio, principalmente en Asia y África.’ Ernest Mandel, El significado de la Segunda Guerra Mundial (Fontamara, México, 1991).

De las contradicciones de dicha competencia imperialista, y del arrastre del sistema liberal-burgués, surgirían las grandes alternativas ideológico-políticas que determinarían la historia mundial del siglo XX: el comunismo por un lado, y la diversidad de variantes del nacionalismo: el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán o el nacionalismo revolucionario mexicano. John Lukács afirma que unas y otras (tanto las variantes nacionalistas como las socialistas) tendrían que ser computadas, en realidad, como consecuencia de lo que Tocqueville, durante el XIX, llamó la “democratización del mundo”:

‘El nacionalsocialismo de Hitler fue un fenómeno austro-germánico; pero la alianza de nacionalismo y socialismo era mucho más universal. [Ambos] provenían de la democratización del mundo que Tocqueville predijo, ejemplos de lo cual pueden encontrarse muchos siglos antes de la Edad Moderna. El nacionalismo comenzó a afectar a las masas durante el siglo XIX, mezclándose a veces con variaciones un tanto anticuadas de patriotismo, y a veces confundiéndose con él. El socialismo, esto es, el reconocimiento por parte del pueblo y de los partidos, y a fin de cuentas también de los gobiernos, de que el Estado debe proveer un cierto tipo de apoyo a la masa de su población trabajadora, fue adoptado, más o menos voluntariamente, por cada vez más gobiernos, de algún modo u otro, antes, durante y después de la Primera Guerra Mundial, habiendo adoptado o no el nombre de Socialismo.’ Lukács, The Legacy of the Second World War (Yale University Press, 2010)

La Primera Guerra Mundial, en todo caso, fue el primer conflicto europeo del siglo XX, y enfrentó a dos grupos de poderosos estados cuyas morfologías no se homologaban aún en términos estrictamente nacionales (el imperio otomano o el imperio austro-húngaro eran fundamentalmente estructuras multinacionales, y muy característicamente multa-religiosas), produciendo la muerte de nueve millones de soldados, la disolución, en efecto, de cuatro imperios (el alemán, el austro-húngaro, el ruso y el otomano), el apuntalamiento e intensificación del nacionalismo –y las naciones organizadas en función de él- como la variable decisiva del siglo XX, la emergencia del socialismo como la alternativa histórica al sistema capitalismo y la oportunidad que permitió que Estados Unidos se convirtiera en la potencia mundial de la historia contemporánea.

Como tenemos dicho, la Primera Guerra Mundial hizo estallar por los aires la estructura ideológico-política y social afincada en los principios del liberalismo, que terminó resquebrado como si se tratara de una carcasa elitista y burguesa: ‘caracteriza al siglo XX, en todas partes, el extraordinario crecimiento del poder del Estado. Tras el enorme esfuerzo de la guerra de 1914 a 1918, que requirió masivas movilizaciones obligatorias, se hizo imposible retornar a aquel elitismo que la burguesía procuró en los Estados liberales. Se imponían soluciones democráticas abriendo paso a una igualdad política entre varones y mujeres’ (Luis Suárez, La Europa de las cinco naciones, Ariel, Madrid, 2008).

Esa carcasa liberal no podía mantenerse por las razones de que las contradicciones dadas entre la estructura económico-productiva (internacionalización del capital y control de nuevos mercados, incremento de la tasa de explotación en las fábricas, configuración histórica del imperialismo) y la política llegaron a grados muy altos de tensión. El período de 1876 a 1914 (que irónicamente coincide con el período de gobierno que en México encabezara Porfirio Díaz) es entonces la última fase de una época: la del optimismo liberal burgués europeo del siglo XIX que frenaba la posibilidad de comprender los problemas y contradicciones desencadenados por el sistema capital–imperialista en cuya cima se situaba él mismo como cobertura de legitimación ideológica. Ese liberalismo abstracto con el que se ha intentado –y se intenta– matizar o anular la ideología política más poderosa sobre la faz de la tierra desde Napoleón: el nacionalismo, y que no pudo entender las razones que hicieron que Hitler pensara que él y solo él, con el pueblo alemán a su pies, era el único verdaderamente capaz de detener a Lenin. La primera gran víctima ideológica del proceso de concentración y expansión monopolista que se abría paso a escala imperial en el tránsito del siglo XIX al XX fue el liberalismo en su versión democrática, habiéndose hecho estallar por los aires a su núcleo duro doctrinal: la idea, prefigurada de alguna manera ya desde Vico, de que el hombre es una entidad que se singulariza de forma tal que se afirma en su capacidad para «hacer su historia», y que, al menos en teoría, al hacerla se convierte también, y de manera preponderante, en su protagonista. No es el individuo el término fundamental de la política sino las masas que el propio sistema económico estaba “arrojando a la historia”, si se puede decir así.

Sabemos que el detonante fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria a manos de un nacionalista serbio, cuestión que puso en activación todo un complejo sistema de alianzas diplomáticas, conduciendo a las principales potencias europeas al conflicto armado. Pero la realidad es que la dialéctica económico-política e ideológica (el nacionalismo comenzaba a cobrar consistencia mientras que el marxismo y el socialismo se perfilaban también como atractivos sistemas de organización política de las masas industrializadas que entraban a escena) tenía a Europa situada ya en una senda de inevitabilidad bélica:

‘Debido a la pobreza y a las bajas tasas de crecimiento de las colonias, su demanda de artículos manufacturados estaba inherentemente limitada; difícilmente eran un sustituto de los mercados lucrativos establecidos en los mismos países industrializados, cuyo cierre sistemático –debido a las altas tarifas sobre los artículos importados y al capital cada vez más gravado,  a fines del siglo XIX- aceleró la tendencia al sometimiento colonial. Al mismo tiempo, el hecho de que el mundo hubiera quedado dividido relativamente más pronto, con particular ventaja para la parte occidental del continente europeo, significaba que las recientes potencias industrializadas (EUA, Alemania, Rusia, Japón) tenían poco espacio para extenderse hacia ultramar. Su prodigioso desarrollo dio como resultado un poderoso desafío a los acuerdos territoriales existentes. Esto afectó al concomitante equilibrio del poder político y económico. El creciente conflicto entre las fuerzas productivas que estaban brotando y las estructuras políticas prevalecientes era cada vez más difícil que quedara contenido en la diplomacia convencional o detenido por escaramuzas militares locales. Las coaliciones de poder que este conflicto provocó tan sólo lo exacerbaron, asegurando que alcanzaría un punto de explosión. El estallido se dio con la Primera Guerra Mundial’. Ernest Mandel¸ El significado de la Segunda Guerra Mundial.

Las coaliciones se organizaron entre Francia, Inglaterra, Rumania, Rusia, Serbia, Japón y Estados Unidos por un lado (la Triple Entente), y los imperios Austro-Húngaro, alemán y otomano, además de Bulgaria (la Triple Alianza). La guerra había comenzado tras el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, ocurrido el 28 de junio de 1914. Pronto el Imperio Austrohúngaro declararía la guerra a Serbia, y Rusia intervendría a favor de esta última. La mecha no tardaría en propagarse para enfrentar a los imperios centrales -Alemania, Austro-Hungría y Turquía (más tarde se sumaría Bulgaria)- con la llamada Triple Entente, en efecto, integrada por Gran Bretaña, Francia y Rusia (luego se sumarían Japón, en 1914, Italia, en 1915, y Estados Unidos, en 1917).

Es importante tomar nota del hecho de que los imperios centrales: el Austro-Húngaro, el alemán y el otomano, además del Ruso, desaparecen. Los tres primeros en función de la consolidación del nacionalismo, el último por virtud de la Revolución bolchevique:

‘Durante la primera guerra mundial, los efectos de la técnica en la dialéctica de configuración ideológica (nematológica) del mundo no se mostraban aún con toda su potencia. Era todavía posible en esos años encontrar un cierto atisbo de heroísmo, de activismo heroico en palabras de Jünger, al margen de que ya Marx hubiera previsto con su genio formidable que después del invento de la pólvora no sería posible nunca más concebir otra Ilíada. Aquello fue un choque entre potencias industriales: el patriotismo y el nacionalismo fueron desde el principio variables fundamentales, aunque lo que estaba viendo Lenin era el despliegue del capitalismo en su fase superior imperialista. Esto supuso el fracaso de la Segunda Internacional, y Lenin, en consecuencia, organiza la Tercera. A la postre, el enfrentamiento entre la Segunda y la Tercera internacionales recorrería en toda su extensión el siglo XX en función de la variable fundamental del nacionalismo político. Cuando colapsa la Unión Soviética, desde el interior del nacionalismo político estalla el nacionalismo étnico. Lo que estuvo siempre en colisión eran grandes plataformas imperiales.’ Ismael Carvallo Robledo, ‘Titanes en el acantilado’, El Catoblepas, junio, 2013.

El mapa que resultaría de ese breve período de cuatro años de enfrentamientos, sobre todo en lo concerniente con la reorganización y repartimiento de las regiones coloniales del Medio Oriente, sigue siendo de vital importancia para los efectos del entendimiento de los conflictos de la actualidad. Porque si bien es cierto que la Segunda Guerra Mundial hizo del enfrentamiento con el nacionalsocialismo el principal criterio de acción bélica, los problemas actuales, derivados sobre todo de la radicalización islámica, tienen su clave de configuración en el doble componente multi-nacional y multi-religioso de aquéllos imperios que fueron centrales en los acontecimientos de la Primera: sobre todo el austro-húngaro, el otomano y el ruso.

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