Filosofía Historia

Historia Contemporánea. Sexta contribución.

Estados Unidos y su papel en América. El panamericanismo.

La metáfora fue utilizada por el escritor argentino-mexicano Luis Guillermo Piazza para titular su obra de interpretación de la experiencia norteamericana: ‘El país más viejo del mundo’. El título provenía de las memorias de Gertrud Stein (La autobiografía de Alice Toklas), en donde se planteaba la naturaleza de los Estados Unidos como eso. Al parecer, Scott Fitzgerald utiliza también esa figura para la redacción de su relato, de 1922, ‘El curioso caso de Benjamin Button’, que muchos años después, en 2008, sería adaptado cinematográficamente por David Fincher.

Benjamin Button era un hombre que, extrañamente, nació viejo, siendo así que, con el paso de los años, mientras cronológicamente crecía, psicológicamente ocurría lo contrario, de modo tal que su muerte fue como la de un niño, y su nacimiento como la de un viejo.

Piazza utiliza, en efecto, la metáfora, para explicar la configuración histórica de los Estados Unidos como si se tratara, más que del nacimiento de algo nuevo, del traslado de la vieja Europa en América casi de manera intacta; algo muy distinto a lo ocurrido con el traslado que, también, tuvo lugar con la conquista española del hemisferio sur de América, en cuyo caso se trató más bien de una mezcla de la vieja Europa con los pueblos americanos.

En la adaptación de Fincher, la tesis que se plantea es que durante la Primera Guerra Mundial la responsabilidad histórica de Estados Unidos quedaría marcada de forma irreversible. Es una tesis que se empalma de manera natural con lo que John Lukács afirma en muchas de sus obras historiográficas, cuando afirma que el siglo XX tiene que ser computado, en definitiva, como el siglo estadounidense, cuestión que a su vez supone con rotundidad que fue también el siglo en el que poco a poco iría llegando a su fin la Edad Europea:

‘el siglo XX ha sido (atendiendo a la historia y no a los números) un siglo corto, de setenta y cinco años, que va de 1914 a 1989, marcado por las dos guerras mundiales (seguramente las últimas), de las que fueron consecuencia la revolución y el estado comunista de Rusia, con la caída del mismo al final, en 1989. (El siglo XIX histórico duró más: noventa y nueve años, desde la derrota de Napoleón en 1815 hasta el estallido de la Primera Guerra mundial en 1914).

Otra cosa. El siglo XX fue un (¿el?) siglo estadounidense. Al lector actual no le sorprenderá esta afirmación; pero sí le habría sorprendido al de antes de la Primera Guerra Mundial, e incluso al de antes de la segunda. No nos sorprende oír o leer que el siglo estadounidense, del mismo modo que el XIX fue en gran medida británico, y el XVIII francés. Esto se refiere no solo a la fuerza militar, al poderío naval y a las posesiones imperiales, sino también a otro tipo de influencias, aunque el poderío militar y naval sea lo que más cuente. Los acontecimientos decisivos del siglo XX, las dos cordilleras que determinaron en gran parte su paisaje, fueron las dos guerras mundiales; la segunda consecuencia en buena medida de la primera, y la llamada guerra fría casi enteramente consecuencia de la segunda. Sin su alianza militar con Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia no hubieran podido, ni aun combatiendo juntas, ganar la Segunda Guerra Mundial; sin la entrada de Estados Unidos en la primera, los británicos y los franceses tampoco hubieran podido ganarla, al menos no en 1918. Pero estas alianzas hablaban de algo más que de poderío militar, marítimo y aéreo. Hablaban del fin de la Edad Europea.’ John Lukács, El siglo XX (El Colegio de México, México, 2014).

En todo caso, es lo cierto que la de Estados Unidos de Norteamérica es una de las historias más fascinantes de la Historia contemporánea, pues ha sido solamente en dos siglos, y muy arduamente durante uno de ellos –el XX precisamente-, que logró convertirse en la mayor potencia geopolítica (económica y militar), cultural e ideológica de nuestro tiempo (lo que no implica, de manera necesaria, que tenga que mantenerse en ese puesto para siempre, sobre todo por el avance tan sorprendente que tuvo China durante la última fase del siglo XX y lo que va del XXI).

Destacamos de manera muy esquemática tres grandes fases de configuración nacional estadounidense: una fase larga de formación nacional, que recorre todo el siglo XIX y parte de los primeros años del XX, hasta el final de la Guerra Civil (1865), la creación de la Standard Oil alrededor de 1870, la guerra hispano-estadounidense de 1898 y la creación de la cadena de montaje de Henry Ford en 1913. Es el período en donde la matriz histórica de la potencia que sería Estados Unidos queda perfilada en función de tres cuestiones centrales: la identidad nacional, la cuestión racial y el anti esclavismo y el poderío económico-industrial, lo que comporta, a su vez, la cuestión de los monopolios (recordar Americanismo y fordismo de Antonio Gramsci).

La segunda fase es ya de definitiva preponderancia norteamericana en la política mundial, y va de la Primera Guerra Mundial (1914-1919) al final de la Segunda (1945), que supuso, siguiendo a Lukács, el fin de la Edad Europea. La crisis económica de 1929 provine ya del sistema económico-financiero norteamericano, y sus intervenciones en los conflictos mundiales estarían llamados a ser ya de carácter definitorio tanto desde la perspectiva militar como desde la económica. El centro de gravedad del complejo militar-industrial, de la estructura geopolítica petrolera y de la estructura financiera se desplazarían ya de manera definitiva a los Estados Unidos, hasta que China, en el último tramo del siglo XX y en lo que va del XXI, comenzara a despuntar como la fábrica del mundo (esta es quizá la clave fundamental que explica la llegada de Trump a la Casa Blanca, en función de lo que Steve Bannon ha dicho relativo al hecho de que la consolidación geo-económica de China supone la desindustrialización de Europa y de Estados Unidos).

Es la fase también en la que Nueva York desplaza a París como “la capital del mundo moderno”, o más bien quizá mejor como su metáfora, que quedaría plasmada narrativamente en obras como Manhattan Transfer de John Dos Passos (1925) o El gran Gatsby de Fitzgerald (1925). En ese contexto efervescente, la cultura norteamericana encuentra los puntos fundamentales de apoyo (el jazz, la novela norteamericana de la «generación perdida» encumbrada por Sartre como la más relevante del mundo moderno, la industria del cine, la industria del deporte) para su expansión imparable como canon de la cultura moderna industrial y masificada a lo largo de todo el siglo XX, que terminaría siendo, culturalmente también, el siglo norteamericano.

La tercera fase se extiende desde 1945 hasta nuestros días, hasta la misma era Trump. No se trata solamente de un período circunscrito a la Guerra Fría, porque desde la perspectiva norteamericana, la CIA, que se funda en 1947 en un contexto ya de enfrentamiento decisivo con el comunismo soviético, no dejaría ya de trabajar y operar internacionalmente haya terminado o no esa guerra fría con la caída de la Unión Soviética. Aquí lo importante, entonces, es subrayar el hecho de que, bien sea con gobiernos republicanos (Nixon, Reagan, Bush, Trump), bien sea con gobiernos demócratas (Carter, Clinton, Obama), Estados Unidos no dejó de ser ya la potencia militar más importante del mundo del presente, es decir, que no dejó de ser el imperio de nuestro tiempo por antonomasia.

Y si durante la guerra fría el enemigo fundamental era la Unión Soviética, en el mundo postsoviético los enemigos no dejan de enderezar sus plataformas de acción dispuestas, invariablemente, de cara a ese poderío norteamericano que, con subidas y caídas, con períodos de crecimiento o de debilitamiento, no deja de ser referencia de primer orden: China, la Rusia de Putin o el radicalismo islámico que está entretejido con estructuras políticas de un determinado y disperso conjunto de estados árabes o de régimen islámico.

Y si esto es así se debe sobre todo al hecho de que, al día de hoy, el ejército más poderoso del planeta sigue siendo el de los Estados Unidos, con un presupuesto militar estimado en los 612,500 millones de dólares, seguido por el de Rusia (con presupuesto de 76,600 millones), el de China (con 126,000 millones), la India (con 46,000 millones), el de Reino Unido (con 53,600 millones, pero menor capacidad de tropa que la India), Francia (con 43,000 millones), Alemania (con 45,000 millones pero sin armas nucleares), Turquía (con 18,190 millones), Corea del Sur (con 33,700 millones) y Japón (con 49,100 millones).

Con una información como la anterior, es muy fácil deducir que el papel en América de los Estados Unidos -que podría conceptuarse como panamericanismo- ha sido entonces decisivo y abrumador. La diversidad de estrategias de control e influencia pueden hacerse corresponder con las tres grandes fases de su historia, según han sido expuestas: por cuanto a la primera fase, la Doctrina Monroe, elaborada por John Quincy Adams aunque acuñada con el nombre del presidente James Monroe en 1823, puede ser vista como acabada expresión de su predominio continental, dispuesto tanto para los efectos de impedir que cualquier potencia europea deseara intervenir en asuntos americanos como para afirmarse como guardián o policía de América. Vasconcelos entendió esto desde siempre, y quedó expuesto en Bolivarismo y monroísmo y en su caracterización del poinsettismo (Joel Roberts Poinsett -1779/1851- fue el primer Ministro de los Estados Unidos para México).

La segunda fase de expansión estadounidense en América podría hacerse corresponder con dos acontecimientos muy concretos: la guerra hispano-estadounidense de 1898 y sus consecuencias para Cuba (la guerra con España trajo la independencia de Cuba, pero para quedar inmediatamente bajo el yugo norteamericano según quedó dispuesto en la Enmienda Platt (1902) a la propia constitución de la naciente república hispanoamericana, según la cual Estados Unidos podría intervenir si así lo considerara oportuno según las necesidades del orden y la estabilidad). El otro acontecimiento fue la injerencia directa del embajador norteamericano Henry Lane Wilson en la Revolución mexicana, habiendo participado él, de manera protagónica, en el contubernio del Pacto de la Embajada para el derrocamiento del Presidente Madero en 1913.

La tercera fase de intervención norteamericana en el continente es la que se inscribe en el contexto de la Guerra Fría y la lucha anti-comunista, y que cristaliza institucionalmente en la creación de la Organización de Estados Americanos, en 1948, como plataforma de coordinación ideológica de la política hemisférica de Estados Unidos desde entonces hasta nuestros días.

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