Ismael Carvallo Robledo.

[Antonio Grmasci, 1891-1937. Fundador del Partido Comunista Italiano.]
He tenido una conversación reciente sobre la nomenclatura de los partidos políticos en general, y de los de México en particular. Partido Revolucionario Institucional, Partido Acción Nacional, Partido de la Revolución Democrática, Partido del Trabajo, Movimiento Regeneración Nacional, Nueva Alianza, Movimiento Ciudadano; estos son algunos de los nombres que de inmediato surgen en cualquier discusión sobre política nacional. Y PSOE (Partido Socialista Obrero Español), PP (Partido Popular), PCE (Partido Comunista de España), PODEMOS o Ciudadanos son los que, correspondientemente, aparecen en las conversaciones sobre, por ejemplo, la política española de la actualidad (el Partido Comunista no existe ya como tal, lo que no significa que no se hable o que no se pueda hablar todavía de él o de su peso en la historia política de España o de cualquier nación moderna).
Acaso sean muchos los que nunca se detienen demasiado en el análisis de lo que estas siglas o nombres significan; y puede que sean otros muchos también los que, por su parte, los tomen acaso en cuenta, pero solamente de forma nominativa o discursiva, sin darle demasiada importancia en realidad, afirmando que, de lo que se trata, es de una cuestión de palabras o de mercadotecnia política.
Yo no estoy en ninguna de las anteriores posturas. A mí sí me importa mucho el nombre de un partido político, porque en las siglas que lo definen se compendia la plataforma conceptual e ideológica de la que se nutre su proyecto general, y de la que se deriva el sentido de su marcha histórica. O por lo menos es esto lo que se supone. O lo que supongo yo y lo que espero. Lo dijo Lenin en algún momento y lugar: las consignas ideológicas tienen que estar muy bien pensadas, porque en ellas se cifran proyectos de envergadura histórica, sobre todo si encarnan en las masas, convirtiéndose, al instante, en fuerzas sociales en acción, polémicas, dialécticas.
Sin ideología sencillamente no puede darse la política. No es una cuestión de palabras, es una cuestión de conceptos. Y no es lo mismo ocho que ochenta. El hecho de que sean ya muchos los casos en los que la denominación de un partido, o de una campaña política, dependa de los criterios de la mercadotecnia comercial, es un síntoma tremendo de lo que ha ocurrido con la política como oficio y como práctica histórica, de la que depende la conducción del Estado en su sentido más amplio.
Se trata, en realidad, de una crisis. Una crisis de la política en la que, de alguna manera, estamos todos involucrados. Es una crisis epocal, que ha hecho que el oficio del político baje de rango, cayendo en el descrédito social más lamentable. Y las soluciones no son fáciles de encontrar.
En todo caso, yo lo que espero de un partido político es la postulación de una plataforma doctrinaria sólida, con conceptos también sólidos, con una teoría de la historia, una teoría del estado, una teoría de la política, un teoría de la religión y una teoría económica lo suficientemente solventes como para poder dar cuenta de la complejidad del mundo de nuestro presente. Porque la política –lo dijo Mariátegui- es la trama de la historia, y en ella no se puede y no se debe improvisar, me parece a mí.
Y espero entonces que en sus siglas quede de alguna manera resumida o sintetizada la matriz general que organiza la actividad del militante, y que le confiere peso y sentido a su andar político, que como tal debe -o debería- ser solemne. Porque de llegar al poder del Estado, en las acciones de ese partido puede quedar incluso comprometido, en el límite, el futuro de toda una generación.
Para mí un partido político no puede ser ni una franquicia comercial, ni un producto ni una ONG. Tampoco puede ser una plataforma de Twitter o de redes sociales. Un partido político es para mí un instrumento de configuración histórica; y esto es así porque el partido, y el militante, interpretan la historia en su análisis y crítica del presente, y en la presentación programática de sus planes para el futuro. Y si en sus siglas aparece el término “revolucionario”, o “nacional” o “nacionalista”, o “socialista” o “bolivariano”, o “liberal” o “regeneración”, es porque en ello les va la vida a los militantes y a sus dirigentes. Y es en función de eso que yo ponderaré su proyectos y sus propuestas.
Una cosa es una “Nueva Alianza”, término bastante genérico y abstracto, y otra cosa es una “Alianza Popular Revolucionaria de América”, que fue como denominó Víctor Raúl Haya de la Torre, en la década de los 20 del siglo pasado, a ese proyecto peruano que tanto interés ideológico tiene, por lo menos en términos historiográficos, al estar proyectado a una escala no ya nada más nacional sino continental, además de que Haya lo fundó en México, en la cercanía de Vasconcelos.
Definitivamente no, a mí no me dan lo mismo las siglas de un partido político. A Antonio Gramsci, ese genio político comunista y europeo, le costó la vida –murió en prisión- el haber fundado, en la década, también, de los veinte, el Partido Comunista Italiano. No estaba jugando. Y se atuvo a las consecuencias. Porque no es lo mismo ocho que ochenta.
Viernes 30 de octubre, 2015. Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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Ismael Carvallo Robledo.
[Antonio Grmasci, 1891-1937. Fundador del Partido Comunista Italiano.]
He tenido una conversación reciente sobre la nomenclatura de los partidos políticos en general, y de los de México en particular. Partido Revolucionario Institucional, Partido Acción Nacional, Partido de la Revolución Democrática, Partido del Trabajo, Movimiento Regeneración Nacional, Nueva Alianza, Movimiento Ciudadano; estos son algunos de los nombres que de inmediato surgen en cualquier discusión sobre política nacional. Y PSOE (Partido Socialista Obrero Español), PP (Partido Popular), PCE (Partido Comunista de España), PODEMOS o Ciudadanos son los que, correspondientemente, aparecen en las conversaciones sobre, por ejemplo, la política española de la actualidad (el Partido Comunista no existe ya como tal, lo que no significa que no se hable o que no se pueda hablar todavía de él o de su peso en la historia política de España o de cualquier nación moderna).
Acaso sean muchos los que nunca se detienen demasiado en el análisis de lo que estas siglas o nombres significan; y puede que sean otros muchos también los que, por su parte, los tomen acaso en cuenta, pero solamente de forma nominativa o discursiva, sin darle demasiada importancia en realidad, afirmando que, de lo que se trata, es de una cuestión de palabras o de mercadotecnia política.
Yo no estoy en ninguna de las anteriores posturas. A mí sí me importa mucho el nombre de un partido político, porque en las siglas que lo definen se compendia la plataforma conceptual e ideológica de la que se nutre su proyecto general, y de la que se deriva el sentido de su marcha histórica. O por lo menos es esto lo que se supone. O lo que supongo yo y lo que espero. Lo dijo Lenin en algún momento y lugar: las consignas ideológicas tienen que estar muy bien pensadas, porque en ellas se cifran proyectos de envergadura histórica, sobre todo si encarnan en las masas, convirtiéndose, al instante, en fuerzas sociales en acción, polémicas, dialécticas.
Sin ideología sencillamente no puede darse la política. No es una cuestión de palabras, es una cuestión de conceptos. Y no es lo mismo ocho que ochenta. El hecho de que sean ya muchos los casos en los que la denominación de un partido, o de una campaña política, dependa de los criterios de la mercadotecnia comercial, es un síntoma tremendo de lo que ha ocurrido con la política como oficio y como práctica histórica, de la que depende la conducción del Estado en su sentido más amplio.
Se trata, en realidad, de una crisis. Una crisis de la política en la que, de alguna manera, estamos todos involucrados. Es una crisis epocal, que ha hecho que el oficio del político baje de rango, cayendo en el descrédito social más lamentable. Y las soluciones no son fáciles de encontrar.
En todo caso, yo lo que espero de un partido político es la postulación de una plataforma doctrinaria sólida, con conceptos también sólidos, con una teoría de la historia, una teoría del estado, una teoría de la política, un teoría de la religión y una teoría económica lo suficientemente solventes como para poder dar cuenta de la complejidad del mundo de nuestro presente. Porque la política –lo dijo Mariátegui- es la trama de la historia, y en ella no se puede y no se debe improvisar, me parece a mí.
Y espero entonces que en sus siglas quede de alguna manera resumida o sintetizada la matriz general que organiza la actividad del militante, y que le confiere peso y sentido a su andar político, que como tal debe -o debería- ser solemne. Porque de llegar al poder del Estado, en las acciones de ese partido puede quedar incluso comprometido, en el límite, el futuro de toda una generación.
Para mí un partido político no puede ser ni una franquicia comercial, ni un producto ni una ONG. Tampoco puede ser una plataforma de Twitter o de redes sociales. Un partido político es para mí un instrumento de configuración histórica; y esto es así porque el partido, y el militante, interpretan la historia en su análisis y crítica del presente, y en la presentación programática de sus planes para el futuro. Y si en sus siglas aparece el término “revolucionario”, o “nacional” o “nacionalista”, o “socialista” o “bolivariano”, o “liberal” o “regeneración”, es porque en ello les va la vida a los militantes y a sus dirigentes. Y es en función de eso que yo ponderaré su proyectos y sus propuestas.
Una cosa es una “Nueva Alianza”, término bastante genérico y abstracto, y otra cosa es una “Alianza Popular Revolucionaria de América”, que fue como denominó Víctor Raúl Haya de la Torre, en la década de los 20 del siglo pasado, a ese proyecto peruano que tanto interés ideológico tiene, por lo menos en términos historiográficos, al estar proyectado a una escala no ya nada más nacional sino continental, además de que Haya lo fundó en México, en la cercanía de Vasconcelos.
Definitivamente no, a mí no me dan lo mismo las siglas de un partido político. A Antonio Gramsci, ese genio político comunista y europeo, le costó la vida –murió en prisión- el haber fundado, en la década, también, de los veinte, el Partido Comunista Italiano. No estaba jugando. Y se atuvo a las consecuencias. Porque no es lo mismo ocho que ochenta.
Viernes 30 de octubre, 2015. Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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