Ismael Carvallo Robledo.

[Las Cruzadas, el canon de la guerra de religión para occidente.]
El argumento es esgrimido cada vez con mayor insistencia, en discusiones, en redes sociales, en los medios, en la prensa, sobre todo cuando acontecen episodios de naturaleza bélica o terrorista detrás de los cuales se supone que están trabajando consignas o causas de carácter religioso.
Lo que se dice es algo más o menos como lo siguiente: “Todos hacen la guerra en nombre de Dios”. Quien lo dice suele hacerlo condenando la usurpación o degeneración que algunos “radicales” hacen del Dios de religiones que, suponen ellos, y quizá muchos, no son violentas o agresivas, sino “de paz”.
Con esta estrategia lo que se busca es ecualizar a todas las religiones, a todos los “dioses”, desplazando la culpa a radicales o fundamentalistas (católicos, protestantes, judíos o musulmanes) que, “en nombre de Dios”, están malinterpretando o tergiversando los principios doctrinarios o dogmáticos de los que se nutre y organiza su congregación para “hacer la guerra”.
Se trata de una estrategia que, por más bienintencionada que pueda ser, termina siendo ingenua, y utilizada al final de cuentas, nos parece, para lavarse las manos: “la culpa no es mía, que soy agnóstico, o del pacífico vecino musulmán de mi barrio, o de mi grupo de yoga y meditación budista con el que, luego de mi viaje a la India, me reúno todas las mañanas en mi exclusivo centro de espiritualidad, o del protestante que descansa muy tranquilo, y sin molestar a nadie, todos los sábados, o de mi grupo de superación personal a través de la lectura de la cábala, o de mi centro mormón, o de mi grupo hare krishna o de mi club de fans del Dalai Lama. No, no es mi culpa. La culpa es de los radicales: de los Bush, de los Netanyahu, de los Ben Laden, de los Al Qaeda, de los Ratzinger, del sionismo internacional, que está detrás del capitalismo imperialista, que va tras el petróleo árabe, o tras el mexicano o el venezolano, que a su vez es defendido, en correspondencia, por nacionalistas igual de cerrados, a los que ataca la CIA financiando a las oposiciones locales y detrás de la cual está el sionismo internacional, que apoya al capitalismo imperialista y en sentido inverso».
El supuesto que está implícito en esta estructura de argumentación es de naturaleza liberal y formalista, además de que hace abstracción de la historia: no importa el contenido de la religión en cuestión, ni su despliegue a lo largo de los siglos; no importa el Dios de cada quien, porque todas las religiones, al ser manifestaciones de la espiritualidad humana, son iguales, además de pacíficas, y pueden convivir entre sí. La culpa es de los ambiciosos imperialistas o de los dogmáticos de no importa qué religión.
Y entonces viene el complemento: “No en mi nombre”. Si van a hacer la guerra, “no en mi nombre, que yo soy pacifista”. Si van a poner bombas, ya sea mediante declaración previa de guerra, ya sea mediante ataques terroristas, “no en mi nombre”. “¡No a la guerra!”, será la consigna final. Y así quedan todos con la conciencia tranquila.
La inviabilidad de semejante argumento se detecta en el momento de ponerlo sobre el tablero de la historia, porque parte de una hipotética plataforma neutral, de premisas cero, anclada exclusivamente en el presente: en las nubes, literalmente. Es una posición en donde no son ni las naciones ni las culturas sino el individuo, aislado del resto de los demás, la unidad fundamental a través de la que se explican los procesos políticos. Pero ocurre que no es en el aislamiento del individuo donde se determina su realidad social, sino en las conexiones múltiples que en diferentes círculos socio-culturales de radio que va ampliándose gradualmente (primero la familia, luego la escuela, luego la sociedad, luego el Estado o la nación) van edificando su conducta, sus criterios, su carácter y su sistema moral. Y es en la multiplicidad polémica de los sistemas a los que inevitablemente va teniendo contacto el individuo como se va configurando dialécticamente su sistema racional y su sistema de creencias.
De modo tal que si se quiere desplazar la culpa a los radicales, para salvar así al individuo que elige libre y pacíficamente su espiritualidad en el presente, se le cierra la puerta a la posibilidad de dar cuenta de los procesos históricos a lo largo de los siglos. Porque no se trataría, en dado caso, de condenar a Ben Laden, al Estado Islámico o a Bush o a Netanyahu por hacer la guerra: es que habría que eliminar la historia universal de la política por completo, y condenar por igual a Benito Juárez, a Napoleón, a Simón Bolívar, a Carlomagno, a Julio César, a Alejandro Magno, que hicieron, todos, la guerra.
El problema entonces no es que hagan todos la guerra “en nombre de Dios”, sino entender que, entre otras cosas, es la idea de Dios –y no es sólo una, hay varias- la que está inmersa en la dialéctica que tiene enfrentada a una plataforma histórico-cultural con otras. De lo que se trata entonces, en definitiva, es de saber qué idea de Dios es más racional, pero no en términos absolutos sino respecto de las demás, porque la idea de Dios, en el límite, es imposible. Por eso Dios no existe.
Viernes 27 de noviembre, 2015. Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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Ismael Carvallo Robledo.
[Las Cruzadas, el canon de la guerra de religión para occidente.]
El argumento es esgrimido cada vez con mayor insistencia, en discusiones, en redes sociales, en los medios, en la prensa, sobre todo cuando acontecen episodios de naturaleza bélica o terrorista detrás de los cuales se supone que están trabajando consignas o causas de carácter religioso.
Lo que se dice es algo más o menos como lo siguiente: “Todos hacen la guerra en nombre de Dios”. Quien lo dice suele hacerlo condenando la usurpación o degeneración que algunos “radicales” hacen del Dios de religiones que, suponen ellos, y quizá muchos, no son violentas o agresivas, sino “de paz”.
Con esta estrategia lo que se busca es ecualizar a todas las religiones, a todos los “dioses”, desplazando la culpa a radicales o fundamentalistas (católicos, protestantes, judíos o musulmanes) que, “en nombre de Dios”, están malinterpretando o tergiversando los principios doctrinarios o dogmáticos de los que se nutre y organiza su congregación para “hacer la guerra”.
Se trata de una estrategia que, por más bienintencionada que pueda ser, termina siendo ingenua, y utilizada al final de cuentas, nos parece, para lavarse las manos: “la culpa no es mía, que soy agnóstico, o del pacífico vecino musulmán de mi barrio, o de mi grupo de yoga y meditación budista con el que, luego de mi viaje a la India, me reúno todas las mañanas en mi exclusivo centro de espiritualidad, o del protestante que descansa muy tranquilo, y sin molestar a nadie, todos los sábados, o de mi grupo de superación personal a través de la lectura de la cábala, o de mi centro mormón, o de mi grupo hare krishna o de mi club de fans del Dalai Lama. No, no es mi culpa. La culpa es de los radicales: de los Bush, de los Netanyahu, de los Ben Laden, de los Al Qaeda, de los Ratzinger, del sionismo internacional, que está detrás del capitalismo imperialista, que va tras el petróleo árabe, o tras el mexicano o el venezolano, que a su vez es defendido, en correspondencia, por nacionalistas igual de cerrados, a los que ataca la CIA financiando a las oposiciones locales y detrás de la cual está el sionismo internacional, que apoya al capitalismo imperialista y en sentido inverso».
El supuesto que está implícito en esta estructura de argumentación es de naturaleza liberal y formalista, además de que hace abstracción de la historia: no importa el contenido de la religión en cuestión, ni su despliegue a lo largo de los siglos; no importa el Dios de cada quien, porque todas las religiones, al ser manifestaciones de la espiritualidad humana, son iguales, además de pacíficas, y pueden convivir entre sí. La culpa es de los ambiciosos imperialistas o de los dogmáticos de no importa qué religión.
Y entonces viene el complemento: “No en mi nombre”. Si van a hacer la guerra, “no en mi nombre, que yo soy pacifista”. Si van a poner bombas, ya sea mediante declaración previa de guerra, ya sea mediante ataques terroristas, “no en mi nombre”. “¡No a la guerra!”, será la consigna final. Y así quedan todos con la conciencia tranquila.
La inviabilidad de semejante argumento se detecta en el momento de ponerlo sobre el tablero de la historia, porque parte de una hipotética plataforma neutral, de premisas cero, anclada exclusivamente en el presente: en las nubes, literalmente. Es una posición en donde no son ni las naciones ni las culturas sino el individuo, aislado del resto de los demás, la unidad fundamental a través de la que se explican los procesos políticos. Pero ocurre que no es en el aislamiento del individuo donde se determina su realidad social, sino en las conexiones múltiples que en diferentes círculos socio-culturales de radio que va ampliándose gradualmente (primero la familia, luego la escuela, luego la sociedad, luego el Estado o la nación) van edificando su conducta, sus criterios, su carácter y su sistema moral. Y es en la multiplicidad polémica de los sistemas a los que inevitablemente va teniendo contacto el individuo como se va configurando dialécticamente su sistema racional y su sistema de creencias.
De modo tal que si se quiere desplazar la culpa a los radicales, para salvar así al individuo que elige libre y pacíficamente su espiritualidad en el presente, se le cierra la puerta a la posibilidad de dar cuenta de los procesos históricos a lo largo de los siglos. Porque no se trataría, en dado caso, de condenar a Ben Laden, al Estado Islámico o a Bush o a Netanyahu por hacer la guerra: es que habría que eliminar la historia universal de la política por completo, y condenar por igual a Benito Juárez, a Napoleón, a Simón Bolívar, a Carlomagno, a Julio César, a Alejandro Magno, que hicieron, todos, la guerra.
El problema entonces no es que hagan todos la guerra “en nombre de Dios”, sino entender que, entre otras cosas, es la idea de Dios –y no es sólo una, hay varias- la que está inmersa en la dialéctica que tiene enfrentada a una plataforma histórico-cultural con otras. De lo que se trata entonces, en definitiva, es de saber qué idea de Dios es más racional, pero no en términos absolutos sino respecto de las demás, porque la idea de Dios, en el límite, es imposible. Por eso Dios no existe.
Viernes 27 de noviembre, 2015. Diario Presente, Villahermosa, Tabasco.
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