[Sobre Retratos de jazz, de Haruki Murakami y Makoto Wada, Tusquets, 2025 (1997)]
I
Hasta donde sabía hace no mucho, Haruki Murakami tenía, además del oficio de escritor, el hábito de ser corredor casi que profesional o semi, cosa que me hizo saber mi amigo Luis Daniel, que es maratonista, al comentarme que estaba leyendo un libro de ensayo o reflexiones suyo sobre el tema: De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, 2010). Hace unos meses más o menos he descubierto que, como yo, Murakami es también y sobre todo un apasionado empedernido del jazz (en mi caso, ni mi vida ni lo que soy se entienden sin el jazz).
En el club literario que tenemos organizado con algunos amigos, entre ellos Luis Daniel, tuvimos la novela Tokio Blues como lectura de hace algunos meses, ante lo que yo he sido capaz nada más de escribir la reseña de la tertulia correspondiente habiéndoseme quedado pendiente terminarla, cosa que ha de ocurrir en los próximos meses.
Pero ha sido cosa de dos días nada más para poder terminarme prácticamente de corrido Retratos de jazz, escrito por Murakami, en efecto, con ilustraciones de Makoto Wada, en quien también residió la tarea de hacer la selección de las figuras reseñadas en un formato que, por su brevedad impresionista y monográfica, me recordó, más que los retratos biográficos de Ramón Gómez de la Serna, para poner un ejemplo que me vino a la mente de inmediato, las semblanzas breves de Alberti de Imagen primera de… o la serie de viñetas que sobre artistas y escritores nacionales e internacionales escribió hace tiempo Manuel Vicent bajo los títulos de Retratos, Mitologías o Los últimos mohicanos.
II
Porque breves son en realidad todos y cada uno de los cincuenta y cinco personajes seleccionados para ser retratados gráfica y narrativamente por Wada/Murakami no pasando en ninguna de los casos de cinco o seis párrafos de texto evocador más uno de tipo biográfico en donde, además, se inserta la portada del disco que en las líneas de evocación es recomendado por Murakami como el más representativo según su particular y personal experiencia como receptor auditivo, acompañados correspondientemente por dibujos de Makoto Wada que no puedo dejar de decir que me parecieron ciertamente malos, excepción hecha tal vez del que le hizo a Duke Ellington y que es el utilizado para la portada de la edición de Tusquets, pero que en conjunto son ciertamente decepcionantes al parecer más bien acuarelas un tanto infantiles (a mil leguas de un estilo como el de Maudi, que me parece genial no obstante tener un estilo que tal vez pudiéramos adjetivar también de infantil) que dicen muy poco visualmente y que en algunos casos ni siquiera se parece el dibujo en cuestión al personaje retratado, como ocurre con los de Thelonious Monk o de Bill Evans.
Pero los textos de Murakami son otra cosa, y su brevedad no compromete en modo alguno la profundidad de la evocación que nos comparte y en la que siempre está presente su personal poética de la música y una exquisita sensibilidad para percibir la intención, la emoción y la belleza entremezcladas indistintamente hasta confundirse en las vidas y las obras de figuras llenas de fulgor y talento desbordante y para quienes pareciera que no sabían vivir de otra manera más que haciendo lo que hacían e hicieron y para quienes también el arte no fue otra cosa que una forma de la salvación, de su salvación.
‘Desde que el jazz me sedujo y entró en mi vida no ha dejado de ser una parte sustancial de ella –dice Murakami en el Epílogo–. La música, en términos generales, siempre ha sido importante para mí, pero el jazz, en particular, ocupa un lugar especial. Además, durante un tiempo mi trabajo estuvo estrechamente relacionado con él. Quizá precisamente por eso no me resulta fácil escribir sobre jazz. Se trata de algo demasiado íntimo y no sé qué debo decir ni cuánto alargarme: aunque, a pesar de todo, acabo animándome a hacerlo’ (p. 235).
La modestia con la que confiesa la dificultad para hablar de jazz es algo que en realidad no procede pues los textos se leen con una fluidez cristalina y ágil, y denotan una soberanía madurada a través del ejercicio de una obsesión por el jazz sencillamente seductora al tiempo que conmovedora.
Y es que, de hecho, en la contraportada del libro se nos aclara que Murakami regentó durante años un club de jazz llamado Peter Cat, antes de dedicarse a tiempo completo a la escritura, cuestión de la que es muy fácil deducir una organicidad integradora de lo que supone la comprensión de la música en general, y el jazz en particular (podría pasar lo mismo con el rock o el flamenco), como campo material de la experiencia estética y como forma fundamental de la cultura.
En el Prefacio, explica Murakami su método en los términos siguientes:
‘No hace falta decir que ha sido un auténtico placer abordar el retrato de cada músico, y lo he hecho de la siguiente manera: busco entre mi colección de discos, exclusivamente compuesta por viejos vinilos, alguno que hace tiempo que no escucho, uno de Clifford Brown, por ejemplo; pongo el disco sobre al plato del tocadiscos y me acomodo en mi sillón para escucharlo, dejándome mecer por la música.
Finalizada la escucha, acudo a mi mesa de trabajo y garabateo unas primeras impresiones, paladeando todavía la música que acaba de fluir a través de unas viejas y enormes bocinas JBL, modelo Back Loaded Horn, que me han acompañado a lo largo de los últimos veinticinco años. De hecho, el que no necesite trasladarme de la sala donde escucho música a ningún otro lugar para escribir ha supuesto una apreciable ventaja en la concepción y elaboración de este libro; pero lo que sobre todo no puedo imaginar, a estas alturas, es escuchar jazz teñido de un timbre diferente al que proporcionan las bocinas mencionadas: todo mi ser se ha adaptado y amoldado a sus reconfortantes vibraciones como un topo a su madriguera, aun sabiendo que existen en el mundo otros sistemas de amplificación de sonido de mayor calidad.
Así pues, aquello que el jazz me transmite y me hace sentir es inseparable de las particularidades acústicas de mi equipo de música, y creo que lo seguirá siendo. Se trata, por tanto, de una experiencia llena de subjetividad, sometida a la incierta corriente de los muchos recuerdos adquiridos a lo largo de los años.’ (Retratos de jazz, Tusquets, Méxco, 2025, pp. 12 y 13).
III
La primera cosa que llama la atención es que en la lista de Wada/Murakami no hay ningún músico japonés, y yo de entrada pude haber escrito o dicho algo sobre Sadao Watanabe (que crecí escuchando de niño mientras mi papá leía el Excélsior, Siempre! y Proceso sentado en el piso de la sala con sus discos como fondo), Eiji Kitamura (el clarinetista que se movió en una franja musical que acaso no haya logrado insertarse en la tendencia fundamental del jazz tal como hoy lo podemos entender, pero que crecí escuchando también en las mismas circunstancias que Watanabe) o Makoto Ozone, mucho más joven eso sí pero que bien pudo haber sido considerado tal vez para la faena selectiva en cuestión para cuando se realizó la primera edición de este libro, 1997, año a la altura del cual ya había grabado Makoto un aproximado de 11 discos, entre ellos aquel bello y extraordinario álbum mediante el que me fue dado escucharlo por primera vez: Nature Boys (Verve, 1995), ejecutado con John Pattitucci y Peter Erskine.
Ocurre entonces, en todo caso, que, salvo Django Reinhardt (nacido en Bélgica y con carrera prácticamente europea), todos los músicos retratados en este libro fueron o estadounidenses o canadienses (como Oscar Peterson o Gil Evans), cosa que no la digo aquí a título de crítica ni mucho menos.
Sería un poco indigesto, pienso yo, enlistar los 55 músicos de esta personalísima selección, así que lo que haré, para dar tan sólo una idea de por dónde va la cosa, es poner los que aparecen en número impar en el índice más los que sería infame omitir: Chet Baker, Charlie Parker, Art Blakey, Stan Getz, Billi Holiday, Charles Mingus, Bill Evans, Julian Cannonball Adderley, Ella Fitzgerald, Duke Ellington, Miles Davis, Eric Dolphy, Gerry Mulligan, Dizzy Gillespie, Dexter Gordon, Thelonious Monk, Sonny Rollins, Horace Silver, The Modern Jazz Quartet, Wes Montgomery, Ray Brown, Oscar Peterson, Ornette Coleman, Herbie Hancock, Herbie Mann, Tony Bennett, Art Pepper, Frank Sinatra, Gil Evans…
De la lista, solamente fueron doce los que la verdad desconocía por completo: Cab Calloway, Jack Teagarden, Bix Beiderbecke, Anita O’Day, Teddy Wilson, Mel Tormé, June Christy, Jimmy Rushing, Bobby Timmons, Gene Krupa, Hoagy Carmichael, Eddie Condón y la pareja Jackie Cain y Roy Kral.
Cabe decir aquí que me llamó también mucho la atención el hecho de que deliberadamente dice Murakami que no incluyeron ni a Jarret ni a Coltrane en la lista: ‘Hay algunos, como Keith Jarret o John Coltrane, que están ausentes, pero…, créanme, eso dice mucho a favor de este libro’, términos explicativos de una ausencia que yo sencillamente no comprendo ni comparto como tampoco comparto lo que dice sobre Bill Evans, en el sentido de que su época temprana fue la fundamental o más importante desde un punto de vista creativo, sobre todo lo que hizo al lado de Scott Lafaro, cosa que no deja de ser cierta pero parcialmente, porque para mí, muy al contrario, fue precisamente su época tardía –la de los conciertos de su última gira europea o las de Argentina, por ejemplo–, aquella en las que nos dio lo mejor de sí y en las que se apreciaba una complejidad sublime y bella y triste también por el aspecto en el que estaba despidiéndose de todos al haber decidido abandonarse luego del suicidio de su hermano Harry poco tiempo después de lo cual moriría él también un 15 de septiembre de 1980 en Nueva York.
Pero hemos dicho ya, y lo tenemos claro, que esta es una lista subjetiva y por tanto necesariamente arbitraria, a efectos de lo cual las discrepancias solo sirven como contrapuntos de enriquecimiento, aprendizaje y contraste para con un juicio soberano que sobre el jazz tiene a no dudarlo Haruki Murakami.
IV
Un juicio desde el que con gran acierto detecta alguna característica de personalidad fundamental (como cuando dice que tanto Getz como Bill Evans fueron víctimas de su desmesurado ego), o bien lanza una comparación entre el jazzista retratado y algún contemporáneo proveniente de otro género (como cuando compara a Chet Baker con James Dean o cuando dice que ‘si tuviera que calificar a un autor como el novelista por excelencia y a un músico como el músico de jazz por excelencia, estos serían Scott Fitzgerald y Stan Getz’, p. 34), o bien nos da un ejemplo de lo que se sale de un canon sociológico como el del “genio” (al decir que ‘El concepto de “genio” se asocia a menudo con una vida frenética y una muerte prematura. Ese no fue, desde luego, el caso de Duke Ellington, cuya existencia, repleta de genialidad, transcurrió con el sosiego y el refinamiento que él mismo le dictó. De hecho, supo llevar las riendas de su vida de manera admirable’, p. 66), o bien, en fin, cuando nos ofrece una bella descripción, o intento de descripción, del misterio encerrado en la belleza de una voz como la de Billie Holiday, al decirnos que:
‘Cuando escuché a Billie Holiday por primera vez, yo era todavía muy joven y recuerdo haber experimentado cierta emoción al hacerlo. Pero no me di cuenta de lo maravillosa que era como cantante hasta mucho tiempo después, lo cual significa que envejecer tiene sus aspectos positivos… ¿Qué encontré en esa desbaratada cualidad vocal suya? Me lo he preguntado muchas veces. ¿Qué tienen esas interpretaciones que tanto me conmueven? Es posible que se trate de una expiación. O al menos es lo que he llegado a creer últimamente. En efecto, esa voz ajada que tiene en los años cincuenta parece adjudicarse todos los errores que he cometido hasta el presente, parece asumir todo el daño que yo pude haber infligido a tantas personas a través de mis convicciones, a través de mi escritura. “Olvídalo, ya no importa”, parece decirme Billie.’ (pp. 39 y 40)
Son unas cuantas horas las que se requieren para leer este libro honesto, sin pretensiones y sin demasiados aspavientos, genuino, y cuando buscas fotos en internet con las palabras jazz y Murakami como parámetros te aparecen algunas mostrándotelo en su discoteca abarrotada de cientos y cientos de vinilos de una época muy antigua, previa todavía a la de los CDs y ya muy lejana para nosotros, aunque a mí me haya tocado todavía educarme musicalmente con los LP de Sadao Watanabe, Scott Hamilton, Clare Fisher, Peter Nero o Poncho Sánchez de mi padre. Vaya que ocupan espacio.
Así y todo, Retratos de jazz está lleno de detalles muy sutiles que nos muestran a un conocedor consumado y apasionado en donde me reconocí plenamente a través de una obra muy hermosa, y que sirve ciertamente como guía introductorio para los que quieren saber un poco más sobre este género tan especial y tan exclusivamente norteamericano desde la perspectiva japonesa.
Sin perjuicio de todo lo dicho, no puedo dejar de señalar un par de discrepancias más, si me lo permiten: no les perdono a Wada/Murakami haber omitido también a Wayne Shorter, ¿cómo se atreven?, además de que el disco de Bill Evans que yo hubiera seleccionado, más que Walz for Debby (1962), sería sin duda alguna y definitivamente I Will Say Goodbye (1977), que escucho en promedio trece o quince veces al mes. Entonces el jazz era heroico.
I Will Say Goodbye | Bill Evans Trío (Bill Evans, Eddie Gómez, Eliot Zigmund) | 1977
[Sobre Retratos de jazz, de Haruki Murakami y Makoto Wada, Tusquets, 2025 (1997)]
I
Hasta donde sabía hace no mucho, Haruki Murakami tenía, además del oficio de escritor, el hábito de ser corredor casi que profesional o semi, cosa que me hizo saber mi amigo Luis Daniel, que es maratonista, al comentarme que estaba leyendo un libro de ensayo o reflexiones suyo sobre el tema: De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, 2010). Hace unos meses más o menos he descubierto que, como yo, Murakami es también y sobre todo un apasionado empedernido del jazz (en mi caso, ni mi vida ni lo que soy se entienden sin el jazz).
En el club literario que tenemos organizado con algunos amigos, entre ellos Luis Daniel, tuvimos la novela Tokio Blues como lectura de hace algunos meses, ante lo que yo he sido capaz nada más de escribir la reseña de la tertulia correspondiente habiéndoseme quedado pendiente terminarla, cosa que ha de ocurrir en los próximos meses.
Pero ha sido cosa de dos días nada más para poder terminarme prácticamente de corrido Retratos de jazz, escrito por Murakami, en efecto, con ilustraciones de Makoto Wada, en quien también residió la tarea de hacer la selección de las figuras reseñadas en un formato que, por su brevedad impresionista y monográfica, me recordó, más que los retratos biográficos de Ramón Gómez de la Serna, para poner un ejemplo que me vino a la mente de inmediato, las semblanzas breves de Alberti de Imagen primera de… o la serie de viñetas que sobre artistas y escritores nacionales e internacionales escribió hace tiempo Manuel Vicent bajo los títulos de Retratos, Mitologías o Los últimos mohicanos.
II
Porque breves son en realidad todos y cada uno de los cincuenta y cinco personajes seleccionados para ser retratados gráfica y narrativamente por Wada/Murakami no pasando en ninguna de los casos de cinco o seis párrafos de texto evocador más uno de tipo biográfico en donde, además, se inserta la portada del disco que en las líneas de evocación es recomendado por Murakami como el más representativo según su particular y personal experiencia como receptor auditivo, acompañados correspondientemente por dibujos de Makoto Wada que no puedo dejar de decir que me parecieron ciertamente malos, excepción hecha tal vez del que le hizo a Duke Ellington y que es el utilizado para la portada de la edición de Tusquets, pero que en conjunto son ciertamente decepcionantes al parecer más bien acuarelas un tanto infantiles (a mil leguas de un estilo como el de Maudi, que me parece genial no obstante tener un estilo que tal vez pudiéramos adjetivar también de infantil) que dicen muy poco visualmente y que en algunos casos ni siquiera se parece el dibujo en cuestión al personaje retratado, como ocurre con los de Thelonious Monk o de Bill Evans.
Pero los textos de Murakami son otra cosa, y su brevedad no compromete en modo alguno la profundidad de la evocación que nos comparte y en la que siempre está presente su personal poética de la música y una exquisita sensibilidad para percibir la intención, la emoción y la belleza entremezcladas indistintamente hasta confundirse en las vidas y las obras de figuras llenas de fulgor y talento desbordante y para quienes pareciera que no sabían vivir de otra manera más que haciendo lo que hacían e hicieron y para quienes también el arte no fue otra cosa que una forma de la salvación, de su salvación.
‘Desde que el jazz me sedujo y entró en mi vida no ha dejado de ser una parte sustancial de ella –dice Murakami en el Epílogo–. La música, en términos generales, siempre ha sido importante para mí, pero el jazz, en particular, ocupa un lugar especial. Además, durante un tiempo mi trabajo estuvo estrechamente relacionado con él. Quizá precisamente por eso no me resulta fácil escribir sobre jazz. Se trata de algo demasiado íntimo y no sé qué debo decir ni cuánto alargarme: aunque, a pesar de todo, acabo animándome a hacerlo’ (p. 235).
La modestia con la que confiesa la dificultad para hablar de jazz es algo que en realidad no procede pues los textos se leen con una fluidez cristalina y ágil, y denotan una soberanía madurada a través del ejercicio de una obsesión por el jazz sencillamente seductora al tiempo que conmovedora.
Y es que, de hecho, en la contraportada del libro se nos aclara que Murakami regentó durante años un club de jazz llamado Peter Cat, antes de dedicarse a tiempo completo a la escritura, cuestión de la que es muy fácil deducir una organicidad integradora de lo que supone la comprensión de la música en general, y el jazz en particular (podría pasar lo mismo con el rock o el flamenco), como campo material de la experiencia estética y como forma fundamental de la cultura.
En el Prefacio, explica Murakami su método en los términos siguientes:
‘No hace falta decir que ha sido un auténtico placer abordar el retrato de cada músico, y lo he hecho de la siguiente manera: busco entre mi colección de discos, exclusivamente compuesta por viejos vinilos, alguno que hace tiempo que no escucho, uno de Clifford Brown, por ejemplo; pongo el disco sobre al plato del tocadiscos y me acomodo en mi sillón para escucharlo, dejándome mecer por la música.
Finalizada la escucha, acudo a mi mesa de trabajo y garabateo unas primeras impresiones, paladeando todavía la música que acaba de fluir a través de unas viejas y enormes bocinas JBL, modelo Back Loaded Horn, que me han acompañado a lo largo de los últimos veinticinco años. De hecho, el que no necesite trasladarme de la sala donde escucho música a ningún otro lugar para escribir ha supuesto una apreciable ventaja en la concepción y elaboración de este libro; pero lo que sobre todo no puedo imaginar, a estas alturas, es escuchar jazz teñido de un timbre diferente al que proporcionan las bocinas mencionadas: todo mi ser se ha adaptado y amoldado a sus reconfortantes vibraciones como un topo a su madriguera, aun sabiendo que existen en el mundo otros sistemas de amplificación de sonido de mayor calidad.
Así pues, aquello que el jazz me transmite y me hace sentir es inseparable de las particularidades acústicas de mi equipo de música, y creo que lo seguirá siendo. Se trata, por tanto, de una experiencia llena de subjetividad, sometida a la incierta corriente de los muchos recuerdos adquiridos a lo largo de los años.’ (Retratos de jazz, Tusquets, Méxco, 2025, pp. 12 y 13).
III
La primera cosa que llama la atención es que en la lista de Wada/Murakami no hay ningún músico japonés, y yo de entrada pude haber escrito o dicho algo sobre Sadao Watanabe (que crecí escuchando de niño mientras mi papá leía el Excélsior, Siempre! y Proceso sentado en el piso de la sala con sus discos como fondo), Eiji Kitamura (el clarinetista que se movió en una franja musical que acaso no haya logrado insertarse en la tendencia fundamental del jazz tal como hoy lo podemos entender, pero que crecí escuchando también en las mismas circunstancias que Watanabe) o Makoto Ozone, mucho más joven eso sí pero que bien pudo haber sido considerado tal vez para la faena selectiva en cuestión para cuando se realizó la primera edición de este libro, 1997, año a la altura del cual ya había grabado Makoto un aproximado de 11 discos, entre ellos aquel bello y extraordinario álbum mediante el que me fue dado escucharlo por primera vez: Nature Boys (Verve, 1995), ejecutado con John Pattitucci y Peter Erskine.
Ocurre entonces, en todo caso, que, salvo Django Reinhardt (nacido en Bélgica y con carrera prácticamente europea), todos los músicos retratados en este libro fueron o estadounidenses o canadienses (como Oscar Peterson o Gil Evans), cosa que no la digo aquí a título de crítica ni mucho menos.
Sería un poco indigesto, pienso yo, enlistar los 55 músicos de esta personalísima selección, así que lo que haré, para dar tan sólo una idea de por dónde va la cosa, es poner los que aparecen en número impar en el índice más los que sería infame omitir: Chet Baker, Charlie Parker, Art Blakey, Stan Getz, Billi Holiday, Charles Mingus, Bill Evans, Julian Cannonball Adderley, Ella Fitzgerald, Duke Ellington, Miles Davis, Eric Dolphy, Gerry Mulligan, Dizzy Gillespie, Dexter Gordon, Thelonious Monk, Sonny Rollins, Horace Silver, The Modern Jazz Quartet, Wes Montgomery, Ray Brown, Oscar Peterson, Ornette Coleman, Herbie Hancock, Herbie Mann, Tony Bennett, Art Pepper, Frank Sinatra, Gil Evans…
De la lista, solamente fueron doce los que la verdad desconocía por completo: Cab Calloway, Jack Teagarden, Bix Beiderbecke, Anita O’Day, Teddy Wilson, Mel Tormé, June Christy, Jimmy Rushing, Bobby Timmons, Gene Krupa, Hoagy Carmichael, Eddie Condón y la pareja Jackie Cain y Roy Kral.
Cabe decir aquí que me llamó también mucho la atención el hecho de que deliberadamente dice Murakami que no incluyeron ni a Jarret ni a Coltrane en la lista: ‘Hay algunos, como Keith Jarret o John Coltrane, que están ausentes, pero…, créanme, eso dice mucho a favor de este libro’, términos explicativos de una ausencia que yo sencillamente no comprendo ni comparto como tampoco comparto lo que dice sobre Bill Evans, en el sentido de que su época temprana fue la fundamental o más importante desde un punto de vista creativo, sobre todo lo que hizo al lado de Scott Lafaro, cosa que no deja de ser cierta pero parcialmente, porque para mí, muy al contrario, fue precisamente su época tardía –la de los conciertos de su última gira europea o las de Argentina, por ejemplo–, aquella en las que nos dio lo mejor de sí y en las que se apreciaba una complejidad sublime y bella y triste también por el aspecto en el que estaba despidiéndose de todos al haber decidido abandonarse luego del suicidio de su hermano Harry poco tiempo después de lo cual moriría él también un 15 de septiembre de 1980 en Nueva York.
Pero hemos dicho ya, y lo tenemos claro, que esta es una lista subjetiva y por tanto necesariamente arbitraria, a efectos de lo cual las discrepancias solo sirven como contrapuntos de enriquecimiento, aprendizaje y contraste para con un juicio soberano que sobre el jazz tiene a no dudarlo Haruki Murakami.
IV
Un juicio desde el que con gran acierto detecta alguna característica de personalidad fundamental (como cuando dice que tanto Getz como Bill Evans fueron víctimas de su desmesurado ego), o bien lanza una comparación entre el jazzista retratado y algún contemporáneo proveniente de otro género (como cuando compara a Chet Baker con James Dean o cuando dice que ‘si tuviera que calificar a un autor como el novelista por excelencia y a un músico como el músico de jazz por excelencia, estos serían Scott Fitzgerald y Stan Getz’, p. 34), o bien nos da un ejemplo de lo que se sale de un canon sociológico como el del “genio” (al decir que ‘El concepto de “genio” se asocia a menudo con una vida frenética y una muerte prematura. Ese no fue, desde luego, el caso de Duke Ellington, cuya existencia, repleta de genialidad, transcurrió con el sosiego y el refinamiento que él mismo le dictó. De hecho, supo llevar las riendas de su vida de manera admirable’, p. 66), o bien, en fin, cuando nos ofrece una bella descripción, o intento de descripción, del misterio encerrado en la belleza de una voz como la de Billie Holiday, al decirnos que:
‘Cuando escuché a Billie Holiday por primera vez, yo era todavía muy joven y recuerdo haber experimentado cierta emoción al hacerlo. Pero no me di cuenta de lo maravillosa que era como cantante hasta mucho tiempo después, lo cual significa que envejecer tiene sus aspectos positivos… ¿Qué encontré en esa desbaratada cualidad vocal suya? Me lo he preguntado muchas veces. ¿Qué tienen esas interpretaciones que tanto me conmueven? Es posible que se trate de una expiación. O al menos es lo que he llegado a creer últimamente. En efecto, esa voz ajada que tiene en los años cincuenta parece adjudicarse todos los errores que he cometido hasta el presente, parece asumir todo el daño que yo pude haber infligido a tantas personas a través de mis convicciones, a través de mi escritura. “Olvídalo, ya no importa”, parece decirme Billie.’ (pp. 39 y 40)
Son unas cuantas horas las que se requieren para leer este libro honesto, sin pretensiones y sin demasiados aspavientos, genuino, y cuando buscas fotos en internet con las palabras jazz y Murakami como parámetros te aparecen algunas mostrándotelo en su discoteca abarrotada de cientos y cientos de vinilos de una época muy antigua, previa todavía a la de los CDs y ya muy lejana para nosotros, aunque a mí me haya tocado todavía educarme musicalmente con los LP de Sadao Watanabe, Scott Hamilton, Clare Fisher, Peter Nero o Poncho Sánchez de mi padre. Vaya que ocupan espacio.
Así y todo, Retratos de jazz está lleno de detalles muy sutiles que nos muestran a un conocedor consumado y apasionado en donde me reconocí plenamente a través de una obra muy hermosa, y que sirve ciertamente como guía introductorio para los que quieren saber un poco más sobre este género tan especial y tan exclusivamente norteamericano desde la perspectiva japonesa.
Sin perjuicio de todo lo dicho, no puedo dejar de señalar un par de discrepancias más, si me lo permiten: no les perdono a Wada/Murakami haber omitido también a Wayne Shorter, ¿cómo se atreven?, además de que el disco de Bill Evans que yo hubiera seleccionado, más que Walz for Debby (1962), sería sin duda alguna y definitivamente I Will Say Goodbye (1977), que escucho en promedio trece o quince veces al mes. Entonces el jazz era heroico.
I Will Say Goodbye | Bill Evans Trío (Bill Evans, Eddie Gómez, Eliot Zigmund) | 1977
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