Club Nikolái

Doceava noche en el Sályut

Para la noche del jueves 27 de febrero pasado hubo cambio de sede del Sályut, resultando ser que nos reunimos en la que, según todas las evidencias y referencias que se tienen, fue la casa donde en algún momento de su vida vivió Renato Leduc.

Coincidentemente –y por no sé yo bien qué razón en particular– de Leduc venía leyendo un par de libros de un tiempo más o menos reciente a esta parte: Historia de lo inmediato, en la colección Lecturas Mexicanas de la SEP (No. 62, 1984), y Renato por Leduc de José Ramón Garmabella (Océano, 1982), que es una autobiografía conversada de este personaje tan interesante que me parece haberse ido a cajas en la mudanza de libros que me vi obligado a hacer en diciembre pasado.

Por cuanto a Historia de lo inmediato, me lo compré evidentemente en alguna librería de viejo como que sin querer queriendo, habiéndome atraído por el hecho de que el primero de esta breve recopilación era el texto introductorio a Diez días que estremecieron al mundo de John Reed editado por Porrúa, y recuerdo que en los días que me lo compré estaba viendo la magnífica serie de conferencias que impartió hace unos años Horacio González sobre “Literatura y Revolución”, en donde dijo que, sobre la Revolución rusa, los dos más extraordinarios y apasionados libros que se escribieron cumpliendo al mismo tiempo además con el criterio de tener una exquisita factura literaria eran Mi vida de León Trotsky y Diez días que estremecieron al mundo, efectivamente, cosa que me pareció fascinante en grado sumo aunque angustiante también, pues los dos libros “los tenía (tengo) abiertos y comenzados a leer” desde no recuerdo cuánto tiempo ya, habiéndome puesto diligentemente entonces a la tarea de volver a ellos cuanto antes.  

Además de esto, vi en el índice del libro de Leduc otro texto que me atrajo poderosa e inmediatamente la atención que se titula “Tauromaquia y religión”, que, además de sintonizarme con él y con Hemingway y con Andrés Calamaro en lo que supuse era una misma pasión por los toros: no soy un conocedor ni mucho menos, pero mi suegro fue torero y siempre veía los toros cuando estaba con él convencido de que la tauromaquia es una institución única, histórica y gallarda, y repudio con amargura y hastío la campaña pánfila e infantil contra las corridas de toros de la misma forma en que Calamaro declaró en vivo hace años en un programa de televisión española que “dejaba de ser progre” cuando prohibieron las corridas de toros en Barcelona (‘no pueden cancelar algo que pintaron Goya o Picasso’, dijo más o menos), pues lo que yo veo –y acaso él también– es la imposición de una ideología de la cobardía, la pusilanimidad y la desmasculinización social como característica del hombre postmoderno –sensible y delicado, débil, no violento y víctima siempre de algo y enfermo de algo siempre también, arrepentido de su tradición si es occidental y adoctrinado para pedir derechos y nada más, repelente al sentido trágico de la vida a partir de la cual se configura la idea del heroísmo–, al ser la de los toros una ceremonia que gira alrededor del antagonista de la cobardía, que es la valentía…  

Pero además de sintonizarme con ellos entonces, el título me hizo recordar también la tesis de Gustavo Bueno –que toca el corazón de su imponente teoría filosófica de la religión– según la cual la tauromaquia no es ni caza ni deporte, pero tampoco es arte sino que es, fundamentalmente, religión, es decir, que la fiesta de los toros es una ceremonia religiosa y particularmente del tipo de lo que él denomina religión primaria, caracterizada en su núcleo por el hecho de que los dioses son, efectivamente, animales (sólo hasta la religión terciara aparecería un dios estrictamente antropomorfo: tal fue la revolución antropológica del cristianismo al margen de que dios no exista ni pueda existir).  

En todo caso, este fue el contexto que activó el interés que me produjo saber que, según nos dijo J., vivía ni más ni menos en lo que fue la casa de Leduc en la Colonia del Periodista, habiéndonos emplazado para departir con ella en este Sályut alterno.

Se trata de lo que vino a ser la segunda Colonia del Periodista, construida en 1949 por ese gremio con el apoyo del mismísimo presidente de la República Miguel Alemán en un predio del pueblo de Nativitas. La primera colonia fue fundada tres años antes en Lomas de Sotelo. En ambos casos, la nota distintiva estaba llamada a ser la concurrencia habitacional de figuras principalísimas de lo que ahora parece un muy lejano ecosistema periodístico-cultural en el que había una suerte de ecuación en donde convivían las variables de la literatura (por lo general los periodistas de entonces eran grandes escritores como José Revueltas o Luis Spota), la militancia (por lo general muchos, aunque no todos, eran militantes del Partido Comunista o algo parecido), el mundo del espectáculo y el periodismo, haciendo que el nivel intelectual de todo aquello fuera bastante alto habiendo sido posible la vecindad de figuras como Benita Galeana, Efraín Huerta, Edmundo Valadés, José Pagés Llergo, los hermanos Casasola o, en efecto, Renato Leduc.

Con relación a la ecuación “literatura-periodismo-militancia” que digo, afirma Leduc lo siguiente en su “Advertencia” a Historia de lo inmediato:

‘Nunca, desde que el deber me obliga diariamente a sentarme a teclear mis colaboraciones periodísticas, he tenido la impresión de que, al hacerlo, estoy realizando una labor literaria. No sabía si calificar o clasificar al periodismo escrito como seudo literatura o como sub-literatura pero, en todo caso, no me atrevo a calificarlo de literatura. Es de Gabriel Peri, redactor político de L’Humanité de París, asesinado por los nazis, esta definición: “El periodista político es el historiador de lo inmediato”. Pero frecuentemente lo inmediato es tan inmediato que no tiene vigencia más allá de veinticuatro horas… porque el material periodístico es las más de las veces –como alguna vez oí decir con mucha gracia al maestro Vasconcelos– “fugaz y aún transitorio”. Diariamente se publican en todos los periódicos del planeta magníficos escritos –crónicas, relatos, reportajes– sobre los temas más variados que sólo despiertan interés momentáneo pues en todos ellos el valor es más bien documental, testimonial o estadístico. ¿En dónde está pues la diferencia entre la que provisionalmente llamaremos seudo u sub-literatura y la auténtica literatura…? ¿Qué le falta o qué le sobra a la producción periodística para ser cabalmente literaria? Quizá Octavio Paz, tan docto en cuestiones lingüísticas, podría decirlo. Yo sólo puedo aventurar esta mediocre opinión: es posible que a la producción periodística le falte hondura y le sobre superficialidad. La premura, festinación y oportunismo (he dicho oportunismo y no oportunidad) con que generalmente se realiza serían la causa. De todos los grandes reportajes que conozco, que yo recuerde, sólo uno hay que en sesenta años de vigencia no ha perdido interés y sigue siendo actual, ejemplar e impresionante: Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed.’  Magnífico Leduc.

En todo caso y volviendo a lo nuestro, para esta doceava noche en el Sályut habíamos sido convocados con la lectura de Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, de quien solamente había leído hace muchos años Memorias de España 1937 en donde registró las andanzas y peripecias del grupo de literatos y artistas participantes en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura de julio del 37 a instancias de la LEAR: Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, que los había invitado para participar en las actividades del Congreso –en medio de la mismísima Guerra Civil Española– y que se llevaron a cabo en Madrid, Valencia y Barcelona.

La delegación mexicana estuvo conformada, además de Garro y su insoportable, pedante y señorito esposo Octavio Paz (uno de los grandes mitos ideológicos del México de nuestro tiempo), por Carlos Pellicer, José Mancisidor, Juan de la Cabada y Silvestre Revueltas entre otros.

Acaso en su momento el libro me pareció interesante, y recuerdo que me impresionó bastante saber el grado de alcoholismo de Revueltas según lo cuenta Elena Garro. Hoy debo decir en todo caso que ese tipo de “congresos de intelectuales” son el antecedente de casos homólogos en la actualidad, y sospecho que es muy seguro que la verborrea y la petulante superioridad moral con la que se manejaron entonces es igual a la de ahora.

Y es que hace no mucho me tocó participar en un congreso muy parecido, no diré dónde por discreción y respeto, en el que fue un verdadero tormento escuchar por un aproximado de ocho o nueve horas un conjunto de letanías llenas de lugares comunes y de un maniqueísmo francamente insoportable en el que yo creo que los sintagmas “la derecha” y “la ultra-derecha” se han de haber enunciado sin definir mínimamente –porque “la derecha” esto, “la derecha” lo otro” y los de “ultra-derecha” aquello– un aproximado de doscientas cincuenta mil veces, haciendo imposible de todo punto el análisis político más elemental.

Recuerdo que de todo ese maratón de maniqueísmo –al principio pensé que valdría la pena participar en la lista de peroratas, pero luego del orador número 32, y habiendo pasado seis o siete horas, desestimé la idea– hubo una sola persona, una sola: un camarada muy lúcido proveniente del movimiento sindical argentino que era físico y filósofo de la ciencia (pero nunca un “intelectual”), que dijo algo congruente, consistente y alejado del maniqueísmo y a quien me acerqué luego para platicar diciéndole al saludarlo: ‘lo que dijiste ha sido lo único que valió la pena de todas estas diez horas de verborrea maniquea, kitsch y sensiblera; te imaginé como un filósofo de la ciencia en pleno Congreso de Ciencias de la Unión Soviética, te felicito: soy Ismael Carvallo, de México’, tras de lo cual hablamos por un buen rato de peronismo, Jorge Abelardo Ramos y la tradición de la izquierda nacional argentina.

Muy a mi pesar tengo que decir eso sí que tampoco me fue posible avanzar demasiado en Los recuerdos del porvenir, pero lo voy a hacer. La edición que tengo, realizada por Alfaguara y el Consejo Editorial de la Cámara de Diputados, viene con el añadido de unos textos complementarios a manera de epílogos escritos respectivamente por Gabriela Cabezón Cámara (Argentina), Isabel Mellado (España), Lara Moreno (España), Guadalupe Nettel (México) y Carolina Sanín (Colombia) –no sé a cuento de qué han escrito mujeres solamente estos epílogos, pero me temo que me lo puedo imaginar no sé si me explico–, de las cuales sólo he leído a Nettel (y no lo volveré a hacer) y a Sanín, que me parece de una lucidez total (recomiendo muchísimo los monólogos que hace en su canal de YouTube, que suelo ver con mucha frecuencia) y lo voy a leer con gran interés, pero primero la novela de Garro misma sí señor.

De los que estábamos J.I. la terminó, y a su juicio, si bien Elena Garro es una muy buena narradora, las dos historias de que consta el libro no están bien entrelazadas, lo que puede que le reste consistencia. J. dijo por su parte que lo considera una gran obra, y para ambos fue un acierto narrativo hacer del pueblo de Ixtepec el personaje que va contando la historia: ‘Recuerdo todavía los caballos cruzando alucinados mis calles y mis plazas, y los gritos aterrados de las mujeres llevadas en vilo por los jinetes’ (p. 16).

Las opiniones sobre Los recuerdos del porvenir se fueron intercalando luego con otros sobre las relaciones terribles y tormentosas entre Paz y Garro, sobre la confusión que tuve respecto de la playera de uno de los contertulios, en donde en la clásica secuencia de capitostes del comunismo (Marx, Engels, Lenin, Stalin, Mao) aparecía al final uno que yo confundí con Nicos Poulantzas pero que era más bien el miembro de una banda de punk o algo así si no recuerdo mal, o sobre Alemania y el hecho de si Humboldt fue o no un espía, pues, aunque lo haya querido ser o no (y si no lo quiso ser peor para él, porque lo que terminó siendo entonces es un tonto útil, para decirlo con Lenin), al final de cuentas su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España suscitó gran interés en sus lectores norteamericanos para los efectos de sus correspondientes y respectivos intereses expansionistas e imperialistas, tal como lo afirma Sebastián Pineda Buitrago cuando dice que:

‘Resulta sospechosa la excesiva alabanza de Alexander von Humboldt basada en el presupuesto de que su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España … haya sido el comienzo de la universalización de México entre el mundo ilustrado de la época. Pues, antes de publicar su Ensayo en París, Humboldt pasó la primavera de 1804 en Washington por invitación de Thomas Jefferson, en cuya hacienda de Monticello en Virginia el barón prusiano compartió con el presidente estadounidense la información que había atesorado a su paso por Nueva España a lo largo de 1803: mapas, relaciones de viajes, informes estadísticos, defensas en fronteras militares y otros documentos. No es aventurado suponer que a partir de semejante transferencia de información, Jefferson anhelara la posterior expansión angloamericana hacia el oeste y la previa conflagración de las colonias contra la metrópoli hispana’ (‘Poscolonialismo imperial: Alexander Humboldt y la decadencia de la Nueva España’, Recensión. Revista Internacional de Ciencias Humanas y Crítica de Libros, Vol 2., julio 2019).

Pues eso.

Con una lista ya muy larga que tengo de libros por leer y reseñar a la que se ha sumado Los recuerdos del porvenir, se suma también el que nos tiene emplazados para nuestra siguiente noche en el Sályut: Los siete locos de Roberto Arlt.  

[En la foto de cabecera aparece la delegación mexicana asistente al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura de 1937 en España. Elena Garro sentada en primer plano.]