Las referencias culturales que tengo de Japón son unas cuantas, no muchas, y debo de confesar que no me considero necesariamente un apasionado de ese país o cultura en el sentido de que antes de conocerlo me interesó y ha interesado siempre conocer Turquía (que me parece un país fascinante y una magnitud universal y geopolítica de primer orden dada la importancia histórica del impero Otomano), Israel o Rusia, y más recientemente China, desde luego, dada la intensidad con la que este país se ha convertido ya en el imperio de nuestro tiempo (y si me insisten para que continúe con la lista les diría que me intriga como pocas cosas en el mundo conocer también Corea del Norte).
Recuerdo que en la década de los noventa del siglo pasado, cuando estudiaba ingeniería, Japón estuvo de moda por el despegue económico que estaba dando en esos momentos, y era común encontrarse con libros sobre el milagro empresarial japonés o sobre las técnicas innovadoras que se habían inventado allá. Si no recuerdo mal me parece incluso que tuvimos en la carrera un seminario sobre el método del “just in time” japonés. Cosas así.
Fue Japón y la guerra de los Balcanes lo que ocupó la atención de muchos en los 90. Pero todo llegó más o menos a su fin, podríamos decir, cerrándose la década en 2001 con la caída de las Torres Gemelas de Nueva York (septiembre) y la entrada de China en la Organización Mundial de Comercio (diciembre), y de pronto comenzamos a hablar del islam radical y comenzamos todos también a ver la emergencia del poderío chino y en vez del “just in time” famoso o de Milosevic comenzamos correspondientemente a ver entonces en pantalla las imágenes de Jiang Zemin, Hu Jintao y Xi Jinping. Pero también estaban Putin y Rusia.
Una nueva era estaba abriéndose paso en todo caso, precipitando las cosas hacia oriente hasta que el contrabalanceo geopolítico produjo la emergencia del fenómeno de Donald Trump saliendo entre los escombros visuales de los zombies deambulantes ahogados de fentanilo en las calles de Filadelfia, y que acaba de sorprender al mundo con lo que ha sido llamado el retorno a la segunda presidencia más impresionante de la historia entera de Estados Unidos, cosa que es cierta. Pero Japón de algún modo se movió a un segundo plano del protagonismo internacional. O por lo menos eso es lo que me parece a mí.
Haciendo un ejercicio de repaso de superficie, mundano como el que más, las cosas japonesas de las que tengo registro son la serie Shogun de 1980, que me parece que mi papá veía y yo con él siendo niño, el restaurante Suntory, que se puso de moda en ciudad de México también entre los 80 y los 90, los discos de jazz de Sadao Watanabe a los que mi papá me hizo fan por los mismos años (hay un video sensacional, por cierto, de un concierto de 2006 en Tokio: el “Tokyo Jazz Jam Session”, en donde aparecen el Hank Jones Trio con invitados especiales, en donde figuraban ni más ni menos que Watanabe, Chick Corea, Hiromi Uehara y Austin Peralta), el cine de Akira Kurosawa, que comencé a ver mucho cuando viví en Madrid entre 2001 y 2003, la pianista de clásico virtuosa y exquisita Mitsuko Uchida, que es algo sublime, bello y poderoso, y Makoto Ozone, uno de los pianistas de jazz más importantes de las últimas décadas y que tuve la fortuna de conocer gracias a mi entrañable amiga, también japonesa (y ya a estas alturas japonesa-mexicana), Yuko Fujino. Salvo Shogun, todas las referencias llegaron hacia mí a través de un proceso de configuración pasado por los filtros occidentales, sobre todo –qué duda cabe– por cuanto el jazz de Watanabe y Ozone, y el Mozart interpretado por Uchida con sutileza y perfección vienesa.
Y desde luego que estaba Haruki Murakami en mi radar merced a la fama editorial que comenzó a tener por ahí de 2007 o 2008. Pero jamás lo había leído ni tampoco me había animado a tener algo suyo siquiera en mi biblioteca. Recuerdo por ejemplo que en un programa de radio que conduje en esos tiempos entrevisté a una chica que, antes de entrar al aire, me dijo que era una apasionada de la literatura japonesa, ante lo que yo de bote pronto, y un poco desde la ignorancia total que tenía de referencias literarias japonesas, le pedí su opinión sobre Murakami ‘ahora que está poniéndose tan de moda’, a lo que tajantemente me respondió: ‘prefiero mil veces a Kawabata’, del que tampoco sabía yo nada en absoluto. Y entramos al aire.
La décima noche en el Sályut del Club Nikolái tuvo lugar el pasado jueves 31 de octubre, y habíamos sido convocados efectivamente alrededor de la lectura de Tokio Blues de Murakami (Tusquets, 2013, múltiples ediciones del original de 1987, traducción del japonés de Lourdes Porta), a sugerencia de LD. El libro apenas lo llevaba yo comenzado.
Aquella fue tal vez la noche en la que más llena estaba la Tío Pepe, al grado de que al llegar tuvimos que esperar un buen rato en la barra. Al principio fuimos LD. y yo y poco después llegaron A., T., J., V. y R. Luego de cuarenta o cincuenta minutos más o menos nos asignaron una mesa. El último en llegar fue E.
Pero la verdad es que se nos fue casi otra hora de destilado de amarguras por virtud de la situación de transición laboral en la que varios de nosotros nos encontramos, y la tertulia sobre Murakami se aplazaba y aplazaba hasta que por fin entramos en materia. Desafortunadamente –y tal vez esto era debido a la situación laboral inestable en la que muchos estamos– la obra no había sido leída por casi nadie, excepción hecha de E., que lo tenía terminado, LD., que iba muy avanzado y T., que también iba más o menos avanzada.
E. y LD. fueron los más complacidos en la lectura de Tokio Blues, y destacaron de inmediato la dulzura de las emociones a las que los trazos de Murakami los llevó. ‘Pareciera que estás viendo una película de Anime’, comentó LD.
A mí por cierto ya me había advertido L., que había logrado avanzar un poco en el libro pero que no pudo acompañarnos, que Naoko era fan de Bill Evans y que se mencionaban sus discos en más de una ocasión.
El contraste de lecturas de esta obra de Murakami apareció en todo caso cuando T. nos compartió su impresión, que zanjó las cosas diciendo más o menos que ella tenía una interpretación completamente distinta a las de E. y LD. ‘Murakami es un escritor japonés para occidentales’, comenzó diciendo, ‘no encuentro en él una propuesta, ya había leído varias cosas suyas antes y lo que veo es un mismo esquema dramático. No lo volvería a leer’, terminó categórica en un tono similar al de aquella chica que entrevisté hace ya más de diez años en el programa de radio cuando me dijo, categóricamente también, que ella prefería mil veces a Kawabata. Además, T. comentó que estaba leyendo y disfrutando más la novela Yo, el gato, de Natsume Sōseki, escrita a comienzos del siglo XX.
Yo sólo tomé nota entonces cuando el programa de radio y en esta décima noche en el Sályut, porque apenas iba con unas cuantas páginas leídas. Ahora que llevo unas cuantas más debo de confesar no obstante que el libro no me disgusta del todo ni mucho menos. Tiene un ritmo especial, y una belleza narrativa que para todos puede sernos evidente sin demasiado esfuerzo. Pero además hay algo que late en él que me tiene intrigado y por lo que quiero avanzar. Sí es una novela llena de referencias occidentales, porque además de Bill Evans están Henri Mancini y Brahms así como también El Gran Gatsby de Fitzgerald, manejada como novela canónica por uno de los personajes, y la lectura de los clásicos de la literatura, de Shakespeare a Racine y de Balzac a Dickens, por Toru Watanabe.
Pero es que, precisamente, esta discusión sobre si un autor “no occidental” escribe “para occidentales” nos conduce al corazón del problema de lo que “es occidente”, lo que “no lo es” o lo que es “oriente” u otras regiones de la historia y la cultura, además de que, sobre todo, nos pone en el corazón del planteamiento filosófico que nos llevó precisamente a organizar este Club literario inspirado en la pregunta que David Toscana se hizo en El peso de vivir en la tierra al construir una historia en función de la forma de la locura a la que te puede llevar una gran tradición literaria como la rusa.
Aquí la pregunta sería entonces la siguiente: ¿es Murakami la muestra más representativa, y si es el caso lo es más entonces que Kawabata o Sōseki, o menos que ellos en todo caso, para encontrar una forma de locura –para mantener la formulación cervantina– a la que pueda llevarnos la lectura de una tradición literaria tan lejana de nosotros –pensemos tan solo en la diferencia oceánica gramatical y escritural– como la japonesa?
Cuando termine Tokio Blues y escriba sobre él con el libro terminado acaso pueda estar en la posibilidad de dar una respuesta un poco más consistente y fundamentada.
Las referencias culturales que tengo de Japón son unas cuantas, no muchas, y debo de confesar que no me considero necesariamente un apasionado de ese país o cultura en el sentido de que antes de conocerlo me interesó y ha interesado siempre conocer Turquía (que me parece un país fascinante y una magnitud universal y geopolítica de primer orden dada la importancia histórica del impero Otomano), Israel o Rusia, y más recientemente China, desde luego, dada la intensidad con la que este país se ha convertido ya en el imperio de nuestro tiempo (y si me insisten para que continúe con la lista les diría que me intriga como pocas cosas en el mundo conocer también Corea del Norte).
Recuerdo que en la década de los noventa del siglo pasado, cuando estudiaba ingeniería, Japón estuvo de moda por el despegue económico que estaba dando en esos momentos, y era común encontrarse con libros sobre el milagro empresarial japonés o sobre las técnicas innovadoras que se habían inventado allá. Si no recuerdo mal me parece incluso que tuvimos en la carrera un seminario sobre el método del “just in time” japonés. Cosas así.
Fue Japón y la guerra de los Balcanes lo que ocupó la atención de muchos en los 90. Pero todo llegó más o menos a su fin, podríamos decir, cerrándose la década en 2001 con la caída de las Torres Gemelas de Nueva York (septiembre) y la entrada de China en la Organización Mundial de Comercio (diciembre), y de pronto comenzamos a hablar del islam radical y comenzamos todos también a ver la emergencia del poderío chino y en vez del “just in time” famoso o de Milosevic comenzamos correspondientemente a ver entonces en pantalla las imágenes de Jiang Zemin, Hu Jintao y Xi Jinping. Pero también estaban Putin y Rusia.
Una nueva era estaba abriéndose paso en todo caso, precipitando las cosas hacia oriente hasta que el contrabalanceo geopolítico produjo la emergencia del fenómeno de Donald Trump saliendo entre los escombros visuales de los zombies deambulantes ahogados de fentanilo en las calles de Filadelfia, y que acaba de sorprender al mundo con lo que ha sido llamado el retorno a la segunda presidencia más impresionante de la historia entera de Estados Unidos, cosa que es cierta. Pero Japón de algún modo se movió a un segundo plano del protagonismo internacional. O por lo menos eso es lo que me parece a mí.
Haciendo un ejercicio de repaso de superficie, mundano como el que más, las cosas japonesas de las que tengo registro son la serie Shogun de 1980, que me parece que mi papá veía y yo con él siendo niño, el restaurante Suntory, que se puso de moda en ciudad de México también entre los 80 y los 90, los discos de jazz de Sadao Watanabe a los que mi papá me hizo fan por los mismos años (hay un video sensacional, por cierto, de un concierto de 2006 en Tokio: el “Tokyo Jazz Jam Session”, en donde aparecen el Hank Jones Trio con invitados especiales, en donde figuraban ni más ni menos que Watanabe, Chick Corea, Hiromi Uehara y Austin Peralta), el cine de Akira Kurosawa, que comencé a ver mucho cuando viví en Madrid entre 2001 y 2003, la pianista de clásico virtuosa y exquisita Mitsuko Uchida, que es algo sublime, bello y poderoso, y Makoto Ozone, uno de los pianistas de jazz más importantes de las últimas décadas y que tuve la fortuna de conocer gracias a mi entrañable amiga, también japonesa (y ya a estas alturas japonesa-mexicana), Yuko Fujino. Salvo Shogun, todas las referencias llegaron hacia mí a través de un proceso de configuración pasado por los filtros occidentales, sobre todo –qué duda cabe– por cuanto el jazz de Watanabe y Ozone, y el Mozart interpretado por Uchida con sutileza y perfección vienesa.
Y desde luego que estaba Haruki Murakami en mi radar merced a la fama editorial que comenzó a tener por ahí de 2007 o 2008. Pero jamás lo había leído ni tampoco me había animado a tener algo suyo siquiera en mi biblioteca. Recuerdo por ejemplo que en un programa de radio que conduje en esos tiempos entrevisté a una chica que, antes de entrar al aire, me dijo que era una apasionada de la literatura japonesa, ante lo que yo de bote pronto, y un poco desde la ignorancia total que tenía de referencias literarias japonesas, le pedí su opinión sobre Murakami ‘ahora que está poniéndose tan de moda’, a lo que tajantemente me respondió: ‘prefiero mil veces a Kawabata’, del que tampoco sabía yo nada en absoluto. Y entramos al aire.
La décima noche en el Sályut del Club Nikolái tuvo lugar el pasado jueves 31 de octubre, y habíamos sido convocados efectivamente alrededor de la lectura de Tokio Blues de Murakami (Tusquets, 2013, múltiples ediciones del original de 1987, traducción del japonés de Lourdes Porta), a sugerencia de LD. El libro apenas lo llevaba yo comenzado.
Aquella fue tal vez la noche en la que más llena estaba la Tío Pepe, al grado de que al llegar tuvimos que esperar un buen rato en la barra. Al principio fuimos LD. y yo y poco después llegaron A., T., J., V. y R. Luego de cuarenta o cincuenta minutos más o menos nos asignaron una mesa. El último en llegar fue E.
Pero la verdad es que se nos fue casi otra hora de destilado de amarguras por virtud de la situación de transición laboral en la que varios de nosotros nos encontramos, y la tertulia sobre Murakami se aplazaba y aplazaba hasta que por fin entramos en materia. Desafortunadamente –y tal vez esto era debido a la situación laboral inestable en la que muchos estamos– la obra no había sido leída por casi nadie, excepción hecha de E., que lo tenía terminado, LD., que iba muy avanzado y T., que también iba más o menos avanzada.
E. y LD. fueron los más complacidos en la lectura de Tokio Blues, y destacaron de inmediato la dulzura de las emociones a las que los trazos de Murakami los llevó. ‘Pareciera que estás viendo una película de Anime’, comentó LD.
A mí por cierto ya me había advertido L., que había logrado avanzar un poco en el libro pero que no pudo acompañarnos, que Naoko era fan de Bill Evans y que se mencionaban sus discos en más de una ocasión.
El contraste de lecturas de esta obra de Murakami apareció en todo caso cuando T. nos compartió su impresión, que zanjó las cosas diciendo más o menos que ella tenía una interpretación completamente distinta a las de E. y LD. ‘Murakami es un escritor japonés para occidentales’, comenzó diciendo, ‘no encuentro en él una propuesta, ya había leído varias cosas suyas antes y lo que veo es un mismo esquema dramático. No lo volvería a leer’, terminó categórica en un tono similar al de aquella chica que entrevisté hace ya más de diez años en el programa de radio cuando me dijo, categóricamente también, que ella prefería mil veces a Kawabata. Además, T. comentó que estaba leyendo y disfrutando más la novela Yo, el gato, de Natsume Sōseki, escrita a comienzos del siglo XX.
Yo sólo tomé nota entonces cuando el programa de radio y en esta décima noche en el Sályut, porque apenas iba con unas cuantas páginas leídas. Ahora que llevo unas cuantas más debo de confesar no obstante que el libro no me disgusta del todo ni mucho menos. Tiene un ritmo especial, y una belleza narrativa que para todos puede sernos evidente sin demasiado esfuerzo. Pero además hay algo que late en él que me tiene intrigado y por lo que quiero avanzar. Sí es una novela llena de referencias occidentales, porque además de Bill Evans están Henri Mancini y Brahms así como también El Gran Gatsby de Fitzgerald, manejada como novela canónica por uno de los personajes, y la lectura de los clásicos de la literatura, de Shakespeare a Racine y de Balzac a Dickens, por Toru Watanabe.
Pero es que, precisamente, esta discusión sobre si un autor “no occidental” escribe “para occidentales” nos conduce al corazón del problema de lo que “es occidente”, lo que “no lo es” o lo que es “oriente” u otras regiones de la historia y la cultura, además de que, sobre todo, nos pone en el corazón del planteamiento filosófico que nos llevó precisamente a organizar este Club literario inspirado en la pregunta que David Toscana se hizo en El peso de vivir en la tierra al construir una historia en función de la forma de la locura a la que te puede llevar una gran tradición literaria como la rusa.
Aquí la pregunta sería entonces la siguiente: ¿es Murakami la muestra más representativa, y si es el caso lo es más entonces que Kawabata o Sōseki, o menos que ellos en todo caso, para encontrar una forma de locura –para mantener la formulación cervantina– a la que pueda llevarnos la lectura de una tradición literaria tan lejana de nosotros –pensemos tan solo en la diferencia oceánica gramatical y escritural– como la japonesa?
Cuando termine Tokio Blues y escriba sobre él con el libro terminado acaso pueda estar en la posibilidad de dar una respuesta un poco más consistente y fundamentada.
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