GAP Andrés Molina Enríquez

Sobre las reformas al Poder Judicial y los Órganos Autónomos 2024

Han sido ya meses, si no es que algunos años en realidad (por lo menos un par; aunque yéndonos a los extremos podríamos decir incluso que es prácticamente desde los inicios del sexenio de López Obrador), los que llevamos discutiendo sobre el hecho de que la dialéctica política fundamental de la Cuarta Transformación entendida como revolución democrática anti-neoliberal, nacionalista y populista –en el sentido de anti-oligárquica en términos aristotélico-maquiavélicos– ha quedado establecida en el eje determinante (y no solo integrante o constituyente) del Estado mexicano, que como sabemos todos polarizó a las partes Ejecutiva y Legislativa frente a la Judicial en una dinámica donde ésta última vino a ser la parte detrás de la cual –o a través de la cual– la verdadera oposición a la 4T se ha reagrupado.

Aclaremos que en el eje determinante del Estado es donde se define quién manda, cómo manda y para qué manda en una sociedad política específica, es decir, donde se define “lo político”.  

La razón de la polarización en comento es en realidad muy simple: el régimen neoliberal (entendiendo a régimen como el ámbito de una sociedad política en la que se mueven las fuerzas invisibles; el gobierno es aquél en el que se mueven las fuerzas visibles) se organizó mediante una combinación de movimientos políticos estratégicos en diferentes ejes de nuestra sociedad para configurar y afianzar una forma de Estado y de producción–acumulación económica que, mediante cambios constitucionales de primer orden, adquirieron consistencia y durabilidad en el tiempo.

Una de las figuras principalísimas de esa arquitectura estatal neoliberal es la de los órganos autónomos, incrustados en el gobierno en una suerte de segundo piso de élite universitaria acomodadas como correas de transmisión de los intereses del régimen neoliberal en cuestión y sus alianzas internacionales para neutralizar la acción del gobierno en áreas estratégicas de rango geopolítico (energía, telecomunicaciones, medicamentos), buscando un efecto de reducción de este último a algo así como una miserable oficina de expedición de pasaportes o de trámites administrativos ordinarios para dejar entonces lo fundamental en manos de tecnócratas expertos educados en universidades privadas y con postgrados en el extranjero que habrían de sustituir a los burócratas, educados en universidades públicas o que han hecho carrera en el gobierno (como es el caso de la recientemente designada directora general de la CFE): tecnocracia de élite experta y globalista vs. burocracia de servidores públicos nacionalista vendrían a ser entonces las variables de discusión desde una perspectiva de sociología política (para estos efectos, ver Burocracia y tecnocracia de Manuel García Pelayo, de 1987).  

Era natural por tanto que, para desmontar el régimen neoliberal, sería necesaria una reforma radical destinada a suprimir ese segundo piso de élite experta sobrepuesto a la estructura convencional del gobierno.

Con el Poder Judicial es otra cosa, porque no se trata de suprimirlo ni mucho menos, sino de sacudir los fundamentos de su estructura casi casi que desde una perspectiva puramente sociológica, es decir, que lo que se requiere es sacar del poder judicial a una parte de la clase política corrupta y antigua que tiene cooptada la impartición de justicia en una ecuación antipopular y oligárquica y que se sirve de la idea metafísica de la autonomía y la división de poderes queriéndonos hacer pensar que el judicial, o el legislativo o el ejecutivo, se determinan desde sí mismos y no a partir de su inserción en un todo conformado por partes correlativas, de la misma forma en que el concepto geométrico de lado no tiene sentido más que dentro de un todo determinado como puede ser el triángulo, el cuadrilátero o el polígono en general.

El tema tiene implicaciones importantes de doctrina y filosofía política que exige en correspondencia un tratamiento filosófico. De esto hablaré en mi próximo artículo.