Chestertoniana

XXV. Sobre los expertos

Yo no sé si nos hemos dado cuenta en realidad sobre el hecho de que hemos vivido engañados durante décadas (y muchos todavía lo siguen estando) alrededor de uno de los grandes mitos obscuros (porque hay mitos luminosos) de nuestro tiempo: el mito del experto.

En la función pública es uno de los grandes lugares comunes, y es habitual encontrarte con compañeros y funcionarios que en alguna conversación de esto o de aquello, o incluso en el abordaje de algún tema o cuestión en particular, antes de emitir opinión alguna lo que te dicen primero es: “bueno, yo no soy experto en eso, pero pienso que…”.

Ese es uno de los casos más comunes. El otro es cuando te cruzas, en efecto, con alguien que sí es experto (o que se cree experto), lo que casi siempre termina siendo todavía peor. Recuerdo por ejemplo cuando hace ya muchos años, casi décadas, resulta ser que me llevaron a una reunión al Instituto Nacional de la Juventud con alguien que según él y los que me llevaron era un “experto en jóvenes”, cosa que ya de suyo, puesto así tal cual, en esos términos, me pareció una estupidez integral. No fue demasiado el tiempo de conversación requerida para constatar la hipótesis de partida: el tipo en cuestión era un sujeto que desde luego que había acumulado años en el cargo, y tenía más o menos una cierta solvencia en el manejo de estadísticas y tendencias, pero nada más, lo que hacía una verdadera insolencia el quererle conferir el estatus de experto como si de una ciencia en toda regla se tratara, algo así como la “ciencia de la juventud” o algo parecido.

Hay un ejemplo más, de entre muchos otros, y es el del sobadísimo expediente en el que algún político supuestamente con un poco de luz, ante la circunstancia de querer resolver algún problema concreto “de política pública”, como se suele decir, convoca al clásico comité de “expertos” para desmenuzar el tema en cuestión en un aproximado de veinte aspectos o perspectivas más o menos, ante lo cual termina todo, no pudiendo ser de otra manera, en un expediente de reuniones descoordinadas y en la redacción de informes mastodónticos sin orden, concierto ni perspectiva, y que por lo demás nadie, o casi nadie, lee.

Hubo un político recientemente fallecido y que mejor es por tanto no mentar su nombre, que se la pasó también décadas convocando sus foros y sus comités de expertos inservibles alrededor del tema de la “Reforma del Estado”, y además de que nunca hizo nada en realidad a los efectos (al final de cuentas, ahora lo entiendo mejor, a mí lo que me parece que fue todo aquello no fue otra cosa que su pretexto para seguir medrando), resulta ser que cuando se dio la circunstancia histórica y política para que una posible “reforma del Estado” tuviera lugar –o por lo menos comenzara a tener lugar–, que fue la presidencia de López Obrador, él se pasó del lado de la oposición luego de haber medrado un poco –no sé si me explico– dentro de la coalición gobernante, mostrándonos a todos su verdadero rostro, naturaleza y propósitos, que son los de un traidor y un vividor profesional y vulgar de la política.

Pero volvamos a lo nuestro: el mito del experto, que es aquél que cada vez sabe más de cada vez menos, como dijo alguna vez Daniel Cosío Villegas dando en el clavo. Y es que el problema fundamental es ese: la especialización pareciera que reduce el campo de visión del especialista en cuestión, incapacitándolo paulatinamente para ver globalmente la realidad: ‘la ciencia puede analizar una costilla de cerdo y decir cuánto de ella es fósforo y cuánto es proteína, dice Chesterton en su artículo ‘La ciencia y los salvajes’ (Herejes, Acantilado); pero la ciencia no puede analizar el deseo de un hombre de comer una costilla de cerdo y decir cuánto de ese deseo es hambre, cuánto es costumbre, cuánto es una fantasía nerviosa y cuánto un ansioso amor a lo bello. El deseo de costilla de cerdo de un hombre sigue siendo literalmente tan místico y tan etéreo como su deseo del cielo.’.

La controversia, como se resuelve, es a través de la filosofía, que aparece precisamente en el momento en el que los cierres tecnológicos dentro de los cuales tiene lugar la configuración operatoria de una práctica o saber determinado son desbordados para encontrarle la geometría a las ideas disueltas en las operaciones en cuestión.

En el ejemplo de Chesterton, lo que se tiene que analizar no ya nada más a una escala científico-social (es decir, desde la psicología, la sociología o la etología nada más) sino a una escala precisamente filosófica, es la idea de deseo, para lo cual se requiere de un conjunto de operaciones de coordinación sistemática (es decir, que debe de tenerse previamente un sistema filosófico para ello) de lo que, en efecto, dice la psicología, la sociología, la etología o la antropología para integrarlas alrededor de una definición esencial, ontológica, de lo que es el deseo.

‘Por lo tanto, continúa Chesterton por su parte, todos los intentos de crear una ciencia de las cosas humanas, una ciencia de la historia, una ciencia del folclore, una ciencia de la sociología, son por su naturaleza no sólo imposibles, sino demenciales. No se puede estar seguro, en historia económica, de que el deseo de dinero de un hombre es meramente deseo de dinero, igual que en hagiología no se puede estar seguro de que el deseo de Dios de un santo era meramente deseo de Dios.’

¿Cómo alguien puede creerse entonces que, presentándose como “experto en juventud”, sabe mejor que nosotros mismos, que también hemos sido jóvenes, lo que un joven pretende saber que hace cuando se rebela, cuando se emborracha estúpidamente o se enamora como un imbécil?