Libros

El espejo del limbo de Malraux. Antimemorias, metamorfosis y fraternidad

Van a ser diez años más o menos de que comencé a leer las Antimemorias de Malraux –las habré terminado al año o algo así– en su clásica edición de SUR de Buenos Aires, ciudad en la que por cierto di inicio con ellas aunque no recuerdo bien si fue también ahí donde las compré, o si llevaba ya conmigo el libro. Estuve un mes en Buenos Aires más o menos, en tránsito de mi regreso a México luego de mi estancia de cuatro años de estudios en Inglaterra y en Madrid.  

Recuerdo haber leído varias veces, no sé cuántas, el inicio de este texto potente, vigoroso y transido de epicidad que hay que catalogar en la casilla de los “libros que se leen de pie” según el criterio de Vasconcelos. Todo en él es una batalla fundamental: por las ideas, por la grandeza, contra la muerte, por la aventura de la historia, además de que termina arrojándote a la cara la consigna peligrosa de que a las ideas hay que vivirlas y de que la pregunta por la felicidad es una estupidez.

Posteriormente fui leyendo su continuación editada en años sucesivos pero que aparecieron en formatos más pequeños: La hoguera de encinas, Huéspedes de paso, Lázaro y La cabeza de obsidiana, editadas todas por SUR y conseguidas en librerías de viejo, en las que cada que voy, al día de hoy, sigue siendo mi ritual dirigirme a la letra M para ver qué encuentro de Malraux que aún no tenga.

Lo conocí en Madrid, por cierto. Si no recuerdo mal leí su nombre por primera vez en una exposición sobre la Guerra Civil y me parece que asociado al de Semprún. Después compré La esperanza en la librería de la Facultad de Filosofía de la Complutense donde yo solía ir a estudiar, a leer y a beber cerveza.

Este fin de semana pude ir a la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo luego de una convalecencia que me tuvo encerrado mes y medio, y vi con sorpresa que Debolsillo ha reeditado apenas en 2022 los textos completos de esta obra fundamental del siglo XX en dos tomos, con una nueva traducción de María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego y prólogos de Ignacio Echevarría, y reunidos bajo el título integral de El espejo del limbo, siendo el tomo I el correspondiente como tal a las Antimemorias, aparecido en Francia en 1967, y el II a lo que se ha titulado La soga y los ratones, en donde se reúnen en efecto La hoguera de encinas (1971), La cabeza de obsidiana (1974), Lázaro (1974) y Huéspedes de paso (1975).

Según indicación de Echevarría, se trata del texto definitivo de aquél proyecto memorialístico o autobiográfico que Malraux fue publicando de manera individual durante el último tramo de su vida, y que fue puntualmente traducido y editado en su momento casi casi que de inmediato por SUR desde Buenos Aires, siendo así que la traducción actual de Gallego y García fue realizada en el marco de un proyecto de Obras completas de Malraux en español que puso en marcha Mario Muchnik en los años noventa del siglo pasado asesorado por Semprún, precisamente, y siguiéndole la inercia a la nueva edición de la Pléiade francesa (aquí vale decir que, así como ocurrió que con el objetivo de leer directamente a Luciano Canfora fue que me di a la tarea de aprender italiano, sería solamente para leerme esas obras completas de Malraux en la Pléiade que ya vi hace tiempo en el FCE de La Condesa que haría lo propio en relación al francés).     

Tristemente, el proyecto de Muchnik encalló y se trasladó a Círculo de Lectores, que a su vez optó por reducir el alcance del mismo al inicio del presente siglo y ofrecer mejor unas Obras escogidas, cosa que tampoco terminó por suceder habiéndose quedada completa pero inédita la traducción de lo que terminarían siendo las 746 páginas del tomo I y las 633 del tomo II de El espejo del limbo, que ahora sí tengo frente a mí en espléndida y elegante formato de tapa dura y con magníficas fotografías de nuestro personaje en cuestión: una en la soberbia juventud para el primer tomo, y otra en su madurez para el segundo.

Esta reconstrucción emocionante de una vida fascinante y novelesca ciertamente (recuerdo aquello que dijo Vargas Llosa en el sentido de que no son pocos a los que les hubiera gustado haber sido Malraux; José Luis Martínez, por su parte, dijo alguna vez que Malraux fue el personaje clave de su generación y su grupo) es distribuida a partir de la selección de recuerdos situados a una escala al mismo tiempo histórica y política, muy semejante a todo lo que escribió también Malaparte, Curzio Malaparte, contemporáneo suyo que además se le asemeja en tantas cosas y que, así como él, levanta una estatura épica a la hora de acometer la consigna del tiempo recobrado. En Malraux, por lo demás, había una razón explícita para ello: ‘¿Por qué tomo nota sobre todo de mis conversaciones con jefes de Estado, y no de otras cualesquiera? Porque ninguna conversación con un amigo hindú, ni aunque se tratase de uno de los sabios supremos del hinduismo, me proporcionaría la misma constancia temporal que Nehru cuando me dice: «Gandhi opinaba que…». Si mezclo a esos hombres con templos y tumbas, es porque en todos ellos se manifiestan de idéntica manera «las cosas que pasan.»‘

De algún modo, se puede decir que el marco dialéctico de todo El espejo del limbo es el de las relaciones entre Oriente y Occidente –pocos como Malraux entendieron por ejemplo que el enfrentamiento cristianismo/islam había sido y seguiría siendo definitorio de los grandes conflictos y problemas del mundo– proyectadas a través de las del arte y la muerte, en medio del cual hay una cantidad impresionante y fascinadora de reflexiones y debates de alto nivel muchos de ellos, tal vez, inventados, como ocurre con lo que se supone que hace con Mao Tse Tung (lo de Picasso o De Gaulle es mucho más factible que haya tenido lugar tal como lo consigna), cosa que no le resta un ápice a la genialidad intelectual que vertebra un relato que tan sólo fue concebido como algo integral para el caso de las Antimemorias, mientras que para el resto de libros el trabajo se fue realizando vamos a decir que sobre la marcha, y que es lo que constituye el material de La soga y los ratones. Me parece que Echevarría ha querido destacar también los conceptos de metamorfosis y fraternidad como elementos pivote de toda la obra.

Hay algo en todo caso que para nosotros los malrauxianos constituye una suerte de expediente especial no necesariamente problemático (y si no lo es es porque en realidad lo entendemos perfecto), y se refleja de manera muy elocuente en el contraste entre las fotos de uno y otro tomos (el Malraux joven y soberbio, y el Malraux mucho más entrado en años), y que tiene que ver con lo que pensó, dijo e hizo en la crisis del Mayo francés, es decir, en el «expediente del 68» en cuyo caso él estuvo siempre del lado de De Gaulle contra aquél fatídico brote juvenil que terminaría definiendo el sello de una época y el de las generaciones por venir.

Para muchos, ese «expediente del 68» podría ser tenido como el punto de inflexión en el que el Malraux revolucionario; el Malraux de La esperanza, el maquis y los partisanos y el Malraux orador febril y volcánico y lúcido, en fin, que cada que habría la boca en cuanto congreso o foro anti-fascista o filo-comunista le fuera dado participar «hablaba el genio» (es frase de Valery o de Gide, no recuerdo bien) mostró su cara conservadora o reaccionaria al ponerse del lado del orden, cosa que habría entrado en contradicción flagrante y hasta como traición a la faceta revolucionaria de este hombre de la historia que se estaba entonces fatalmente y mortalmente traicionando a sí mismo.

Pero es que no: no era eso. Él estaba viendo mucho más allá, como siempre hizo con todo y en todo momento. Y eso que veía era algo que luego se iba a manifestar abrupta y de verdad que sorprendentemente de manera simultánea en una colisión casi plástica y viva un año después (1969) pero desde la plataforma de los Estados Unidos que ya para entonces eran la metáfora del mundo, del siglo y de todo lo que estaba por venir.

No era que Malraux se hubiera convertido en un carcamán conservador y reaccionario ante el brote fresco de la cólera juvenil agolpada en los barrios parisinos detrás de las barricadas de adoquín.

Lo que estaba viendo en su despliegue en acto era el choque en el que una época y una forma de concebir la vida y sobre todo la política, y por tanto la revolución, se estaba yendo para siempre dándole paso a otra muy distinta, y que quedó reflejado entonces, por un lado, en el festival de Woodstock de agosto del 69, y el aterrizaje del Apolo 11 sobre la superficie de la luna nada menos que un mes antes.

Para el caso de lo primero, Woodstock y el mayo francés representaban al unísono la cultura del hedonismo, el libertinaje adolescente y la oposición estúpida, es decir, el anarquismo hippie más decadente y repulsivo que terminó por convertirse en el sedimento ideológico del chocante progresismo burgués capitalista socialdemócrata y postmoderno, mientras que el alunizaje del Apolo 11 representaba la cultura del esfuerzo, el sacrificio, el mérito, la disciplina y el carácter.

Eso es algo que sólo los genios visionarios como lo fueron Marx, Balzac o Vasconcelos podían detectar en acto y en tiempo real, y que fue lo que también ocurrió con Malraux, razón por la cual vale tanto la pena leerlo así como lo es también el hecho de que sus extraordinarias, apasionadas, severas, emocionantes y soberbias y épicas y edificantes y revolucionarias memorias vuelvan a ver la luz.

Me habrá llevado más o menos unos tres años o casi leerlas en su totalidad aunque de manera fragmentaria y tal vez no tan orgánica. Esta segunda lectura que podré hacer de El espejo del limbo será por tanto, en definitiva, del todo diferente.

Volveremos una vez más a esas frases iniciales escritas con la solemnidad de poeta desesperado, de fiera perseguida o de suicida en potencia (Uslar Pietri) que se deben de leer de pie como decía Vasconcelos y que leí por primera vez no sé yo cuántas veces para dar inicio entonces, precisamente, con la metamorfosis que terminaría cambiándome para siempre y que dicen que

Reflexionar acerca de la vida –acerca de la vida enfrentada a la muerte– solo sirve, sin duda, para ahondar más en las preguntas. No me refiero al hecho de que alguien puede matarnos, pues ello no le supone problema alguno a cualquiera que tenga la trivial suerte de ser valiente, sino a la muerte, que va aflorando en todos esos acontecimientos que pueden más que el hombre, en la vejez, y también en la metamorfosis de la tierra (tanto el milenario letargo de la tierra cuanto su metamorfosis evocan la muerte, incluso cuando esta metamorfosis es obra de la mano del hombre), y, más que a cualquier otra cosa, me refiero a la conciencia de lo irremediable, a que nunca sabremos el sentido de todo esto. Y cuando me hago semejante pregunta, ¿cómo van a parecerme importantes las cosas que solo me importan a mí? A casi todos los escritores que conozco les agrada su infancia, pero yo aborrezco la mía. Aprendí a crearme a mí mismo, poco y de mala manera, en el supuesto de que crearse a uno mismo sea hacerse a esta posada sin caminos a la que llamamos vida. A veces supe hacer lo que había que hacer, pero el interés de la acción, salvo cuando esta pertenece a la historia, está en lo que hacemos, no en lo que decimos. No me interesa gran cosa mi propia persona. La amistad, que desempeñó un papel de importancia en mi vida, no fue pareja con la curiosidad. Y estoy de acuerdo con el capellán de Les Gliéres, con la diferencia de que, si a él le gustaba la idea de que no hubiese personas mayores, era porque los niños se salvan…

¿Por qué recuerdo todo esto?

Porque, al vivir en el incierto ámbito de la mente y de la ficción, que es donde moran los artistas, y también en el del combate y en el de la historia, y porque, al haber conocido a los veinte años esa Asia cuya agonía podía aún explicar el sentido de Occidente, he pasado más de una vez por esos momentos, a veces sin pretensiones y a veces deslumbradores, en los que el fundamental enigma de la vida se nos plantea a todos y a cada uno de la misma forma en que se les plantea a casi todas las mujeres cuando miran el rostro de un niño, a casi todos los hombres cuando miran el rostro de un muerto. En todas las formas que adopta lo que nos atrae, en todo cuanto he visto plantar cara a la humillación, e incluso en ti, dulce dicha, cuya presencia en la tierra no acabamos de concebir, en todo ello veo a veces la vida, semejante a los dioses de las extinguidas religiones, como si de la partitura de una música desconocida se tratara.

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