La brevedad de los días

La brevedad de los días XXIV ~ Alessandro Baricco

Para L.A.M.J.

Hace muchos años, por recomendación de una amiga, compré Seda de Baricco, y ni siquiera lo pude terminar. Recuerdo que estaban de moda autor y novela, habrá sido hace ya diez años, o quince. Quise ver de qué se trataba y nada. Lo dejé sin más. No sé luego cuánto tiempo habrá pasado, pero de pronto comencé a seguirle la pista.

Yo estudié italiano para leer directamente a Luciano Canfora, pues el porcentaje de su obra traducida al español no llega a más del 30 por ciento más o menos (es una forma de hablar), cuarenta a lo mucho. Pero yo tenía interés en profundizar en la totalidad de su obra, que considero de primer orden. Canfora es para mí una de las mentes más lúcidas que yo conozco. Si Gustavo Bueno representa algo así como el Aristóteles de nuestro tiempo, Canfora es el Polibio o el Tucídides.

Ahora recuerdo el momento en que escuché su nombre por primera vez: estábamos Fernando Muñoz, Atilana Guerrero y Pedro Insua en la cafetería del Ateneo de Madrid, ese sitio verdaderamente mágico en el que tuvo lugar, creo yo, mi transformación definitiva (suelo decir que en el Ateneo yo me hice viejo, o quizá mejor: me hice un joven antiguo, como luego alguien, una amiga querida, me dijo así nomás de bote pronto cuando trataba de caracterizarme). En esa conversación, habrá sido ya hace veinte años más o menos, Pedro hizo mención de Luciano Canfora al recomendarnos uno de sus textos: Una profesión peligrosa. La vida cotidiana de los filósofos griegos (Anagrama, 2002), que él había utilizado, me parece, para la redacción de uno de sus artículos. Nomás pude me puse a fondo con ese libro, luego del cual vinieron muchos otros, sin parar, hasta que decidí que debía leer italiano para continuar con todo lo que aún no estaba traducido. Y así fue y ha sido desde entonces.  

Ocurre en todo caso que, sin recordar exactamente por qué, volví nuevamente con Baricco. Creo que me llamó mucho la atención su proyecto de reescritura, vamos a decirlo así, de la Ilíada (Homero, Ilíada, Anagrama, 2015), haciendo lo que también sé que ha hecho por su parte Andrés Trapiello con la reescritura, en ejercicio de aggiornamento sintáctico, de El Quijote. Yo no soy de los pedantes intelectualmente correctos que andan por la vida diciendo que sólo en su redacción original es posible apreciar a los clásicos, así que sin problemas volví con Baricco en función del texto en cuestión.

Pero el que verdaderamente me pareció una pieza deleitable y sutil de narrativa perfecta, tersa, y vamos decir que proustiana, fue Océano mar (Anagrama, 1999). Ahí es cuando Baricco me cautivó para siempre, levantando el vuelo como autor esencial para mí. Recuerdo que, mientras lo leía, le mandé un mensaje a mi alumna más querida e importante, mi alumna por excelencia y para siempre –la que lo comprendió todo en todas mis clases–, diciéndole que lo debía de leer ya. Tiempo después vi que publicó algo en sus redes citando ese libro, cosa que me pareció sencillamente hermoso.

El libro no lo tengo a la mano ahora, así que no puedo citar el inicio de este poema en prosa ciertamente bello, que es el que te instala en la tesitura del arte épico que, según Alasdair Gray, es el que te sumerge en el fondo de las certezas eternas, y que hace que el arte grande se eleve a un estatuto filosófico por virtud de la gravedad que le confiere a la vida cotidiana (algo similar a esto es lo que me ocurrió, por ejemplo, cuando leí el breve pero estremecedor texto de presentación de las memorias de Neruda, Confieso que he vivido, que te sitúan en un tono catedralicio cual si se tratara de la narración del conjunto trágico de batallas solemnes contadas por un soldado viejo). Encuentro en internet este fragmento en todo caso, que sirve como acorde indicativo de lo que aquí yo les estoy queriendo decir:

Lo primero es mi nombre, lo segundo esos ojos, lo tercero un pensamiento, lo cuarto la noche que se acerca, lo quinto esos cuerpos destrozados, lo sexto es hambre y lo séptimo es horror, el horror que estalla de noche —de nuevo la noche —el horror, la ferocidad, la sangre, la muerte, el odio, fétido horror. Se han apoderado de una barrica y el vino se ha apoderado de ellos. A la luz de la luna, un hombre da fuertes golpes con un hacha en los cordajes de la balsa, un oficial intenta detenerlo, se le echan encima y lo hieren a puñaladas, regresa sangrando hacia nosotros, sacamos los sables y los fusiles, desaparece la luz de la luna detrás de las nubes, es difícil comprender, es un instante interminable, y después una ola invisible de cuerpos y gritos y de armas que se abate sobre nosotros, la desesperación que busca la muerte, rápido y que todo termine, y el odio que busca un enemigo, rápido, para arrastrar al infierno —y en la luz que viene y desaparece recuerdo aquellos cuerpos corriendo hacía nuestros sables y el estallido de los disparos de fusil, y la sangre brotando de las heridas, y los pies resbalando sobre las cabezas aplastadas entre los tablones de la balsa, y aquellos desesperados arrastrándose con las piernas destrozadas hasta alguno de nosotros y, ya desarmados, mordemos en las piernas y permanecer aferrados esperando el disparo y la hoja que los destroce, al final —yo recuerdo— morir dos de los nuestros, literalmente despedazados a mordiscos por aquella bestia inhumana surgida de la nada de la noche, y morir decenas de ellos, descuartizados y ahogados, se arrastran por la balsa mirando hipnotizados sus mutilaciones, invocando a los santos mientras sumergen las manos en las heridas de los nuestros para arrancarles las vísceras.

Alessandro Baricco es un literato de cuerpo entero. Pero no me parece un señorito de la inteligencia, pedante, soberbio, ético y exquisito, es decir, un intelectual, que es una de las figuras que menos tolero yo. Se trata más bien, me parece a mí, de un representante contemporáneo de la figura renacentista del hombre de letras de humanidad, mezclado con una gallardía de sabio estoico que sabe que la vanidad es algo absurdo y estúpido. Suelo mirar con mucha regularidad sus conferencias y sus Lectures o Lecciones (Mantova Lectures, Palladium Lectures), que se me revelaron como síntesis perfecta de la literatura, la historia, la retórica y la filosofía moral como mezcla óptima de abordaje de los problemas fundamentales y acuciantes de nuestro tiempo. Si Gustavo Bueno fue algo así como nuestro Aristóteles, y Canfora nuestro Tucídides, Baricco sería quizás algo así como nuestro Sófocles: filosofía, historia y tragedia (o literatura) como ámbitos constitutivos, ésta es la cuestión, de la personalidad humana en todo tiempo y lugar.

Alessandro Baricco | Palladium Lectures
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