Estudios Clásicos

El sueño de Roma de Boris Johnson

Sobre The dream of Rome, de Boris Johnson, Harper Perennial, Londres, 2007. [En la foto: fachada del Museo Británico]

La primera nota de distinción de este libro está en la parte final de los agradecimientos, porque ocurre que El sueño de Roma de Boris Johnson fue escrito contra alguien, o más bien contra las declaraciones de alguien: ni más ni menos que el Secretario de Educación del gabinete laborista de Tony Blair, Charles Clarke, que en 2003, en una discusión sobre el estudio de la lengua, la literatura y la historia antiguas, vino a afirmar algo así como que la idea de defender la ‘educación por sí misma es un poco ambigua’, en el sentido de que no le quedaba clara la utilidad “práctica” de estudiar a los clásicos por el simple hecho de tratarse de “los clásicos”, cerrando su argumento diciendo que no le preocuparía mayor cosa si el estudio de esta disciplina inútil fuera eliminado por completo del sistema de educación británico.

Pocas semanas después, reforzaría la idea el Secretario, pero ahora contra los estudios medievales, diciendo que se trataba de algo meramente ornamental, y que no merecía el dinero de los impuestos tributados por los contribuyentes.

Eso fue suficiente para que el entonces –2007– miembro del parlamento y luego futuro alcalde de Londres, así como también futuro líder del Partido Conservador y Primer Ministro de Inglaterra desde julio de 2019, desenvainara la espada en defensa de los Estudios Clásicos, su pasión como la de T.E. Lawrence –apasionado también de los medievales– y Winston Churchill, pero también de Carlos Marx, y en defensa, asimismo, de su disciplina de formación universitaria: la filología clásica, que es lo que estudió en Oxford.

La torpeza de la declaración del exsecretario de Educación del Partido Laborista, por lo demás, es superlativa de todo punto, y tanto más si es el caso de que la haya hecho desde una supuesta concepción “de izquierda” o laborista u obrera del asunto, porque entonces queda peor el pobre hombre, al permitir que aflorara la evidencia de su ignorancia total sobre el pensamiento mismo de Carlos Marx, una de cuyas pasiones fundamentales era precisamente el mundo antiguo, y no nada más en el aspecto de la economía o la política revolucionaria, sino en el de la literatura y la poesía, además de ignorar a figuras tan extraordinarias en el terreno de los estudios clásicos como Benjamin Farrington, que, además de profesor de filología e historia antigua, era militante socialista, o Concetto Marchesi, que junto a la literatura clásica y su erudición profesoral sobre Virgilio, Horacio o Propercio, fue la lectura de Carlos Marx otra vez –a ver si nos entendemos– lo que lo llevó a militar en el Partido Comunista Italiano al lado de Togliatti y Pietro Secchia como uno de sus más insignes, férreos y subversivos elementos.

La segunda nota de distinción de este magnífico libro –y quizá sea de hecho esto lo más extraordinario de él, o por lo menos para mí–, es que está firmado por un político en funciones, y no por un político retirado, que no es lo mismo. No es la meditación de tipo tusculano, al modo ciceroniano, que en el retiro y a sus ochenta y cinco años hipotéticamente hiciera un Boris Johnson sobre el mundo romano o griego luego de haber sorteado décadas extenuantes de furia política “práctica”. No: es la reflexión política e ideológica que desde el presente hace sobre la historia un político que estudió filología clásica en disposición de asumir el poder y de ejercerlo con todas sus letras y todas sus implicaciones, poniendo en práctica la afirmación magnífica de José Aricó según la cual ‘el político revolucionario se hace historiador cuando, actuando sobre el presente, interpreta el pasado’. Imposible encontrar mejor criterio para ponderar con justicia este libro.

Y por si quedara alguna duda sobre la dimensión práctica al calor de la cual fue redactado El sueño de Roma, ocurre que el otro detonante de su inspiración se disparó en los tiempos en que Boris Johnson era corresponsal de The Daily Telegraph para la Unión Europea en Bruselas. Según cuenta en el prefacio, era muy usual que saliera a correr en los alrededores de la Plaza Ambiorix de aquélla ciudad “capital de la unión europea”, lo que luego lo llevó a pensar en la paradoja de que Ambiorix haya sido el líder de la tribu de los eburones, que, como Vercingétorix lo fue de la de los avernos, y luego el de la de todas las tribus de las Galias, combatieron y resistieron por igual la invasión romana bajo el mando de Julio César, en ese episodio genético –la Conquista de las Galias– que según Belloc marca el inicio de lo que hoy, ésta es la cuestión, es Europa.

Ambiorix y Vercingétorix contra Julio César, o luego Arminio, el caudillo querusco-germano que venciera a Publio Quintilio Varo en la batalla del bosque de Teutoburgo en el año 9 después de Cristo, son el primer conjunto de figuras históricas mediante las que Johnson analiza la paradoja de la Unión Europea, en función del contraste dialéctico abierto entre el nacionalismo que cada uno de estos caudillos representa –según sus correspondientes estatuas como la de la actual Plaza Ambiorix de Bruselas– y el “sueño” de esa Europa unida detrás del cual está, precisamente, “el sueño de Roma”, o con mayor precisión, el sueño del Imperio romano como la estructura geopolítica más extraordinaria que hayan visto los siglos, obra del heredero de Julio César e “hijo de Dios”: el emperador Augusto.

Hijo de Dios según los poetas-propagandistas que lo rodeaban –Virgilio, Horacio, Mecenas–, igual que Jesús lo fuera según sus correspondientes propagandistas evangélicos. Aquí está el segundo conjunto de figuras históricas, Augusto y Jesús de Nazaret, ambos hijos de Dios según se quisiera ver, con las que se refuerza una vez más la paradoja, o imposibilidad, de la Unión Europea a juicio de Johnson. Por un lado, el nacionalismo como parte disolvente de la unidad, por el otro la cristiandad como estructura supranacional que la desborda. Sólo el genio de Roma pudo articularlas en una estructura que habría de durar siglos, y cuyo legado se respira por el mundo entero sin que muchos nos demos cuenta, como ocurre con los dos meses del calendario –Julio y Agosto– consagrados a los dos seres humanos de un total de tres que han logrado la hazaña de hacer que millones y millones de individuos, a lo largo de los siglos y las generaciones, organicen su vida diaria en función de su nombre. El tercero lo hizo también y con mayor alcance y ambición aún: Jesucristo.

Y esto nos lleva al tercer elemento problemático de la unidad europea en el mundo de hoy: el islam, al respecto del cual Boris Johnson no se anda por las ramas, razón por la cual, ya digo, me ha parecido verdaderamente extraordinario este libro, pues se trata de un político que ha logrado zafarse de la tiranía de la corrección política para decir con todas sus letras lo que piensa. Y lo que piensa tiene fundamento histórico, apoyatura en los clásicos y ambición universal multisecular: para esto sirven los Estudios Clásicos precisamente. No se trata de izquierda o de derecha, o de progresismo contra conservadurismo, maniqueísmos ciertamente torpes y rudimentarios, también, que son explotados con chocante e indocto panfilismo por profesores, activistas e ideólogos posmodernos, que lo único que saben hacer es pasarlo todo al lenguaje inclusivo y al victimismo decolonial para hacer hablar a los adultos como niños de parvulario, o al relativismo multicultural con el que se está destruyendo el conocimiento cierto y necesario por vía de la aplicación, a todo, de un escepticismo radical y desquiciado, y que tiene hundida a la academia y a las universidades en el extravío más dantesco y desolador.

De Bruselas y Londres pasa entonces Boris Johnson a Estambul, antigua Constantinopla, para redactar el último capítulo del libro: And then came de Muslims, se titula. Y entonces llegaron los musulmanes. La referencia ineludible es Pirenne, Henri Pirenne, que redactara ese texto extraordinario, Mahoma y Carlomagno, para explicar que el mundo antiguo no concluyó con las invasiones germánicas (siglo V), porque todas se cristianizan, sino con las invasiones islámicas de los siglos VII y VIII, que supuso, ahora sí, una fractura teológica y religiosa.

Boris Johnson parte entonces de Pirenne para apuntar hacia Turquía, la heredera contemporánea del tercer gran imperio moderno junto con el británico y el español, el Imperio Otomano, como representante, más que de una nación en el sentido contemporáneo (que es lo que quiso hacer Kemal Ataturk), de una magnitud universal dialécticamente problemática (que es lo que quiere hacer Erdogan) desde el punto de vista de la trifurcación de la cristiandad romana: la vertiente latino-romana (que se desplaza hacia el occidente llegando a América en versión puritana: las 13 colonias, y versión católica: los virreinatos hispánicos), la greco-bizantina (que se desplaza hacia Rusia desde Grecia) y la mahometana (en el entendido de que el Islam es una herejía del cristianismo, que tras la muerte de Mahoma se habría de organizar en un sistema de califatos distribuidos en una vertiente chiita: con sede hoy en Irán, desde 1979, y sunnita: con sede hoy en Arabia Saudita). El vértice lo establece Constantino al trasladar a Bizancio, en 330, la capital de lo que luego sería el Imperio Romano de Oriente.

Pero no nada más es Pirenne la referencia de Johnson para este apartado final. Es también el Papa Benedicto XVI, ni más ni menos, al que acude el actual Primer Ministro británico retomando las tesis esgrimidas por Ratzinger en su lección de Regensburg de septiembre de 2006, cuando al recordar al antepenúltimo emperador romano, Manuel II Paleólogo, defendió el argumento de que el cristianismo, gracias a Santo Tomás, es una religión moderada por la razón, mientras que el islam no lo es tanto, o por lo menos en menor grado.

Al llegar al final de este libro, se hace evidente el abismo estructural que quedara marcado en aquella torpe, estrecha e indocta afirmación de quien sorprendentemente estaba a cargo de la Secretaría de Educación británica en tiempos del gobierno laborista de Blair, frente a la amplitud del horizonte de comprensión de nuestro presente, en este caso en lo relativo a los problemas de origen que encara la Unión Europea, que un político práctico y pragmático y con ambición de poder, formado en la tradición de los Estudios Clásicos como Boris Johnson, hubo de alcanzar para dejarnos en un compactado de 250 páginas aproximadamente, una reflexión estimulante y apasionante intelectualmente, que con aliento Gibboniano y Churchilliano nos acerca a la certeza de que Platón o Polibio tenían razón al afirmar que el ideal era que el rey fuera filósofo o historiador respectivamente, porque sólo así le es dado al gobernante dimensionar en perspectiva el hecho abstracto de que, el todo, es mucho más que la suma de las partes, una vez comprendido lo cual es entonces procedente saber y discutir, al nivel de detalle que sea menester, de qué todo estamos hablando, y cuáles son sus partes.  

Cápsula Cultural sobre Boris Johnson y los Estudios Clásicos

A %d blogueros les gusta esto: